​Hay algo que debemos decir con respecto a la providencia de Dios: Tiene un propósito; es decir, está orientada a un fin. La historia real existe como tal. El flujo de los acontecimientos humanos se dirige a algún lugar, no son meramente estáticos o sin significado.

Hasta aquí, nuestro estudio nos ha revelado varias posiciones propiamente cristianas hacia la providencia. Primero, la doctrina cristiana es personal y moral, no es ni abstracta ni amoral. Esto la hace completamente diferente de la idea pagana del destino. Segundo, la providencia es una operación específica. En el caso de Jonás, se ocupó de un hombre en particular, una nave, un pez y de una revelación de la Voluntad de Dios en el llamamiento realizado a Nínive.

Pero existe algo más que debemos decir con respecto a la providencia de Dios. Tiene un propósito; es decir, está orientada con un fin. La historia real existe como tal. El flujo de los acontecimientos humanos está yendo a algún lugar, no es meramente estático o sin significado. En el caso de Jonás, el flujo de la historia lo condujo eventualmente, si bien con renuencia, al trabajo misionero y a la conversión del pueblo de Nínive. Si tomamos un panorama más amplio, la historia fluye hacia la glorificación de Dios en todos sus atributos, principalmente en la persona de su Hijo, el Señor Jesucristo. La Confesión de Fe de Westminster encierra esta idea en la definición de la providencia; «Dios, el gran Creador de todas las cosas, sustenta, dirige, dispone y gobierna a todas las criaturas, las acciones y las cosas, desde la mayor hasta la menor, según su más santa y sabia providencia, de acuerdo con su infalible presciencia, y el libre e inmutable consejo de su voluntad, para la alabanza de su gloria en su sabiduría, poder, justicia, bondad y misericordia».

El devenir de la historia que conduce a la glorificación de Dios también es para nuestro bien. Porque «sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien» (Ro. 8:28). ¿Cuál es nuestro bien? Evidentemente, hay muchos «bienes» que podemos disfrutar ahora, y están incluidos en este versículo. Pero en un sentido más cabal, nuestro bien es entrar en el destino para el cual fuimos creados: ser conformes a la imagen de Jesucristo y así «glorificar a Dios, y gozar de Él para siempre». La providencia de Dios nos conducirá allí.

Cuando hablamos del «bien» estamos introduciendo el tema del «mal». Y como el versículo de Romanos nos dice que «todas las cosas les ayudan a bien» a los que son llamados por Dios, la pregunta que surge inmediatamente es si el mal está incluido entre estas cosas. ¿El mal está sujeto a la dirección de Dios? Sería posible interpretar el versículo de Romanos 8:28 como diciendo que todas las cosas coherentes con la justicia ayudan a bien a los que aman a Dios. Pero a la luz de todas las Escrituras esto sería diluir el texto sin ninguna justificación. Todas las cosas, incluyendo el mal, son usadas por Dios para lograr sus buenos propósitos en el mundo.

Existen dos áreas donde debemos considerar el uso que Dios hace del mal para el bien. Primero, está la maldad de otros. ¿Ayuda ésta para el bien del creyente? La Biblia nos responde que «Sí» en varias ocasiones. Cuando el hijo de Noemí, un israelita, se casó con Rut, una moabita, este matrimonio era un pecado porque era contrario a la voluntad revelada de Dios. Los judíos no se casaban con los gentiles. Sin embargo, este matrimonio permitió que Rut conociera a Noemí y que, por lo tanto, estuviera expuesta al verdadero Dios, y que cuando llegará el momento de elegir, eligiera servirle. «Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios mi Dios» (Rut 1:16). Cuando Rut enviudó, se casó con Booz. A través de su nuevo esposo, Rut entró en la línea de ascendencia del Señor Jesucristo, el Mesías (Mt. 1:5).

David fue una persona que tuvo que sufrir mucho por los pecados de otros contra él, incluyendo los pecados de sus propios hijos. Pero al ver cómo Dios obraba en él por medio de estas experiencias, pudo apreciar la mano de Dios en el sufrimiento y expresar su fe en los salmos. Estos salmos han sido de inconmensurable bendición para millones de personas.

Oseas tuvo que sufrir la infidelidad de su mujer, Gomer. Pero Dios utilizó su experiencia para crear uno de los libros más hermosos, conmovedores e instructivos del Antiguo Testamento.

Pero el más grande ejemplo de cómo los pecados de otros ayudan para el bien del pueblo de Dios lo tenemos en el pecado que se derramó sobre el Señor Jesucristo. Los líderes contemporáneos con Cristo lo odiaban por su santidad y deseaban eliminar su presencia de sus vidas. Satanás obró por su odio para golpear a Dios, animándoles a que trataran al Cristo encarnado sin misericordia. Pero Dios hizo que esto obrara para nuestro bien, que la crucifixión de Cristo obrara para nuestra salvación. En ningún caso Dios fue responsable de la maldad, aunque estaba involucrado el pecado humano y el pecado de Satanás. En ningún caso Dios participó del pecado. Jesús mismo dijo con respecto a Judas: «A la verdad el Hijo del Hombre va, según está escrito de él, mas ¡ay de aquel hombre por quien el Hijo del Hombre es entregado!» (Mt. 26:24). Y antes ya había dicho: «…porque es necesario que vengan tropiezos, pero ¡ay de aquel hombre por quien viene el tropiezo» (Mt. 18:7). Sin embargo, si bien Dios no tuvo ninguna parte con el pecado, lo usó para el bien, de acuerdo a sus propósitos eternos.

Otra área donde debemos considerar el uso que Dios hace del mal para cumplir sus propósitos es nuestro propio pecado. Este punto es más complicado de apreciar, porque el pecado también produce nuestra infelicidad y ciega nuestros ojos de modo que no podemos ver cómo actúa Dios. Pero el bien también está involucrado. Por ejemplo, los hermanos de José le tenían envidia porque José era el hijo preferido de su padre. Fue así que conspiraron contra él y lo vendieron a un grupo de mercaderes madianitas que lo llevaron a Egipto.

Allí, José trabajó como esclavo. Con el tiempo, fue puesto en prisión por causa de las acusaciones falsas de una mujer despechada. Luego, llegó a ejercer el poder, el segundo de Faraón, y por su mediación se almacenó el grano durante los siete años de prosperidad para los siguientes siete años de sequía y hambre. Durante ese período, sus hermanos que también estaban padeciendo hambre vinieron a Egipto y fueron ayudados por José.

¡Fueron ayudados por el mismo que ellos habían rechazado! El resultado estaba bajo el gobierno de Dios, como José luego les explicó: Yo soy José vuestro hermano, el que vendisteis para Egipto. Ahora, pues, no os entristezcáis, ni os pese de haberme vendido acá; porque para preservación de vida me envió Dios delante de vosotros. Pues ya ha habido dos años de hambre en medio de la tierra, y aún quedan cinco años en los cuales ni habrá arada ni siega. Y Dios me envió delante de vosotros, para preservaros posteridad sobre la tierra, y para daros vida por medio de gran liberación. Así, pues, no me enviasteis acá vosotros, sino Dios. (Gn. 45:4-8).

Cuando su padre murió, los hermanos creyeron que ahora José se vengaría. Pero otra vez José calmó sus temores diciéndoles: «No temáis; ¿acaso estoy yo en lugar de Dios? Vosotros pensasteis mal contra mí, mas Dios lo encaminó a bien, para hacer lo que vemos hoy, para mantener en vida a mucho pueblo» (Gn. 50:19-20). Hubo mucha maldad en el corazón de los hermanos. Pero Dios usó su maldad no solamente para salvar a otros sino también para salvar sus propias vidas y las vidas de sus mujeres y sus niños.

Siempre existirán los que al escuchar que Dios usa la maldad de los hombres inmediatamente digan que lo que se está enseñando es que los cristianos pueden pecar impunemente. Esta acusación ya fue esgrimida contra Pablo (Ro. 3:8). Pero no se está enseñando nada que se le parezca. El pecado es siempre pecado; y tiene consecuencias. La maldad sigue siendo maldad, pero Dios es más grande que la maldad. Esta es la clave. Dios ha tomado ciertas determinaciones y logrará sus propósitos no importa lo que se interponga.

La providencia de Dios no nos relega de nuestra responsabilidad. Dios obra a través de diversos medios (por ejemplo, la integridad, el trabajo duro, la obediencia, la fidelidad del pueblo cristiano). La providencia de Dios no nos libera de la necesidad de hacer juicios sabios y de ser prudentes. Por otro lado, sí nos libera de la ansiedad que podemos sentir en el servicio de Dios. «Y si la hierba del campo que hoy es, y mañana se echa en el horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho más a vosotros, hombres de poca fe?» (Mt. 6:30). La doctrina de la providencia, lejos de ser motivo para la autocomplacencia, el compromiso, la rebelión o cualquier otro pecado, es en realidad un suelo firme para la confianza y un incentivo a la fidelidad.

Calvino nos ha dejado sabios consejos sobre este tema. Como consecuencia de este conocimiento podemos tener gratitud en nuestras mentes por el resultado favorable de todas las cosas, paciencia en la adversidad, y estar increíblemente ajenos a toda preocupación con respecto al futuro. Por lo tanto, cuando el siervo de Dios sea prosperado o cuando se cumplan los deseos de su corazón, todo se lo atribuirá a Dios, haya sentido la beneficencia de Dios por medio del ministerio de los hombres, o haya sido ayudado por criaturas inanimadas. Así razonará en su mente: ciertamente es el Señor quien les ha inclinado su corazón hacia mí, quien los ha ligado a mí para que sean instrumentos de su bondad.

Cuando el cristiano tenga este marco de referencia en su mente dejará de quejarse en determinadas circunstancias y crecerá en el amor y el conocimiento de Jesucristo y de su Padre, quien nos hizo y ha planificado y logrado nuestra salvación.

Extracto del libro «Fundamentos de la fe cristiana» de James Montgomery Boice

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