¿Qué Iglesia ha traído al mundo el conocimiento redentor de Cristo? La que el autor de la carta a los Hebreos denomina “la congregación de los primogénitos” : la Iglesia de los apóstoles. Ella es la depositaria y la transmisora de la auténtica tradición cristiana; constituye el fundamento sobre el cual construye Jesucristo el edificio de su Iglesia futura, la Iglesia de los siglos venideros, la Iglesia postapostólica .De ahí que toda tradición eclesiástica particular, toda tradición posterior, haya de ser examinada y juzgada por la tradición primera, la que es fundamento y garantía de apostolicidad.

 La Iglesia posapostólica se halla en una relación de dependencia y de sumisión humilde con respecto a la Iglesia apostólica. Porque el edificio tiene necesidad de un basamento sobre el que apoyarse. Y la Iglesia de todos los siglos no tiene otro fundamento que el de los apóstoles y profetas , fundamento a partir del cual, y de acuerdo con el cual, va levantándose la casa espiritual para ofrecer sacrificios agradables a Dios por Jesucristo . Por lo tanto, “cada uno vea cómo sobreedifica” .

Hemos comprobado en los capítulos anteriores quo la constitución de un canon de libros apostólicos no fue algo condicionado a la voluntad y decisión de la Iglesia, sino quo, por el contrario, fueron las Iglesias las quo se hallaban condicionadas  en lo más profundo de su ser y existir  por el canon apostólico. El canon del Nuevo Testamento no fue promulgado por ningún concilio ni por ninguna asamblea eclesial; los libros canónicos se impusieron a las comunidades cristianas un siglo y medio, por lo menos, antes quo ningún sínodo testificara de la situación de hecho relativa a la autoridad del Nuevo Testamento en las Iglesias .

Comprobamos la existencia de escritos tenidos como Sagrada Escritura por los cristianos, a finales del primer siglo y a comienzos del segundo. Con Eusebio de Cesarea podemos reconocer, desde el principio. un núcleo central de libros apostólicos quo jamás fueron discutidos en la Iglesia primitiva: los cuatro Evangelios, los Hechos y las cartas de Pablo, la primera de Pedro y la primera de Juan. Recibimos los demás porque, con Calvino, admitimos la misma inspiración y la misma nota de autoridad canónica quo en aquellos. Si la Iglesia antigua supo discernirlos, nosotros no podemos poner en duda la fuerza de las razones quo la movieron hacia tal reco-nocimiento, porque esta misma fuerza evidente se impone a nosotros mismos, como a los cristianos de todos los tiempos, al pacer la meditación de estas páginas sagradas. Un acuerdo tan unánime, tan profundo y tan sin paralelo en la historia nos descubre la dirección del Espíritu guiando a su Iglesia en el reconocimiento de aquello quo el mismo Espíritu inspiró y creó. He ahí un juicio de valor de orden espiritual, místico si queréis, pero del cual el historiador debe tomar nota, porque es una constante de la his¬toria de la Iglesia sin la cual esta historia resulta incomprensible.

El individuo, por eminente quo sea, no se halla por encima de la comunidad. Un Lutero, un Zwinglio, con sus vacilaciones en cuanto a la inspiración de tal o cual libro, se halla por debajo del reconocimiento quo un sínodo como el de París de 1559 (Confesión de Fe de la Rochelle), o el de Westminster de 1646, proclama con respecto a todos los libros canónicos. Los discípulos de Lutero y de Zwinglio siguieron en esto la tradición de toda la Iglesia antigua. Y es quo recordaron quo la conciencia individual, órgano receptor del Espíritu Santo, no contiene la misma riqueza quo la conciencia colectiva de la Iglesia, órgano también receptivo del mismo testi¬monio. Cierto quo ninguna asamblea eclesiástica, como ningún individuo, poseen una autoridad quo pueda parangonarse con la de la Escritura, porque el edificio depende del fundamento y la Iglesia posapostólica no se nutre de su propia tradición sino de la tradición apostólica y profética. Sin embargo, la autoridad moral de un sínodo, de una asamblea de siervos de Dios, capaces y consagrados, es algo quo la Iglesia también ha reconocido a lo largo de los siglos. De la misma manera quo ha reconocido los dones, en las personas de algunos destacados dirigentes, quo le pan sido dados por el Señor. Entre las dudas quo Lutero podía tenor con respecto a la carta de Santiago o al Apocalipsis, y la certeza quo confiesan todas las confesiones de fe de nuestras Iglesias, reconociendo estos libros como canónicos, hemos de optar por esta última.

Al llegar a este punto entramos de lleno en el tema del presente capítulo: ¿Qué valor normativo tiene la autoridad de la Iglesia posapostólica? ¿Qué papel juega la tradición eclesiástica en la comprensión, predicación y profundización de la tradición apostólica?

En nuestro estudio hemos diferenciado cualitativa y cuantitativamente la tradición apostólica de la tradición posapostólica, la Iglesia apostólica de la Iglesia posapostólica; y creemos que esta diferenciación es una exigencia del mismo Nuevo Testamento y del elemento esencial del cristianismo: su apostolicidad, entendida ésta como norma única y perenne que engendra, ilumina y guía al pueblo del Señor a través de los siglos. Pero de ahí sacaríamos conclusiones equivocadas si pensáramos que la Iglesia posapostólica  o lo que es lo mismo: la tradición pos¬apostólica  no ha sido llamada a ejercer ninguna autoridad. Cierto que entre el Nuevo Testamento y la tradición eclesiástica hay una distancia de tiempo y de valor que obligan a ésta a sujetarse a aquél, porque en materia religiosa nuestra fe debe fundarse en Dios; nada inferior a él puede bastarnos. Nada inferior a su Palabra puede servirnos de regla y autoridad suma. Pero también hemos de recordar que el mismo Señor soberano que puso “en la Iglesia, primeramente, apóstoles, luego profetas” , puso también, después, “doctores”, “evangelistas” , “pastores”, etc., “para perfección de los santos, para la obra del ministerio, para edificación del cuerpo de Cristo”. De manera que la tarea de la Iglesia posapostólica es la edificación, a partir del basamento que le ha sido dado. Y, para esta labor, pre¬cisa de autoridad  relativa y puesta en sumisa dependencia del testimonio apostólico, cierto pero autoridad al fin, aun dentro de su especie ; precisa, pues, de respeto por parte de los creyentes; que éstos sepan discernir también qué clase de lealtad le deben y cuánto es el agradecimiento y la veneración que deben tributarle.

Hace un siglo, el eminente teólogo Charles Hodge de Princeton escribía: “Los protestantes admitimos que ha habido una tradición ininterrumpida de verdad desde el Protoevangelium hasta el final del Apocalipsis; y, de igual manera, creemos que ha habido una corriente de enseñanza tradicional que fluye de la Iglesia cristiana desde el día de Pentecostés hasta hoy. Esta tradición es una regla de fe, en cierta manera. Los cristianos no vivimos aislados, cada cual con su propio credo. Formamos un cuerpo y tenemos unos mismos credos. Rechazar a la ligera estos credos es rechazar la comunión de los santos, y en algunos casos la comunión con el cuerpo de Cristo. En otras palabras, los Protestantes admitimos la existencia de un cuerpo de doctrinas de la Iglesia, básicas, y el rechazo de las cuales es incompatible con la profesión de cristiano. Reconocemos el valor de esta fe común por dos razones: Primero, porque lo que todos los lectores competentes de un libro determinado han entendido como su significado, debe ser su significado. Y, en segundo lugar, porque el Espíritu Santo ha prometido guiar a su pueblo al conocimiento de la verdad y, por lo tanto, aquello en lo cual, bajo la dirección del Espíritu, se está de acuerdo debe ser cierto. Hay ciertas doctrinas inmutables en el Cristianismo. Las doctrinas de la Trinidad; la divinidad y la encarnación del Hijo eterno de Dios; la personalidad y divinidad del Espíritu Santo; la pecaminosidad de la raza humana; las doctrinas de la expiación del pecado por la muerte de Cristo y la salvación por sus méritos; la regeneración y la santificación obradas por el Espíritu Santo; el perdón de los pecados, la resurrección del cuerpo y la vida eterna. Este conjunto de verdades ha formado siempre parte de la fe confesada por toda Iglesia y nadie puede ponerlo en duda y pretender seguir siendo cristiano” . Hodge sigue diciéndonos sobre el desarrollo de la teología de la Iglesia: “que todos los Protestantes admitimos la existencia, en un sentido, de cierta evolución ininterrumpida en la comprensión de la teología, desde los tiempos apostólicos hasta nuestros días. Todos los hechos, las verdades, las doctrinas y los principios de la teología cristiana se hallan en la Biblia. Están allí, igualmente concisos hoy que ayer, en el principio como al final de los tiempos. No ha habido adición a los mismos. Sin embargo, se da un proceso en su comprensión por parte de los creyentes. Todo cristiano es consciente de este progreso en su propia experiencia personal. Cuando era niño, pensaba como niño. A medida que crece también aumenta su entendimiento de la Biblia. La progresión no es sólo en la amplitud, o cantidad, sino en profundidad, claridad, orden, armonía y analogía. Lo mismo acontece en la historia de la Iglesia. Y es natural que así sea. Aunque tan simple y clara en su enseñanza, la Biblia encierra todavía muchos tesoros de sabiduría y conocimiento; está llena de profundas verdades que atañen a los más grandes y graves problemas con los que se ha enfrentado el hombre desde el principio. Estas verdades no están expuestas de manera sistemática, sino desparramadas, por así decir, en todas sus páginas, de la misma manera que los hechos, o los datos, de la ciencia se encuentran diseminados sobre la faz de la naturaleza o escondidos en sus profundidades. Todo cristiano sabe que en la Biblia hay mucho más de lo que él ha aprendido, de igual modo que todo científico sabe que hay más cosas por descubrir en la naturaleza que las que él ha percibido o comprendido. Es natural que este Libro, sometido a laborioso y piadoso estudio, siglo tras siglo, por hombres de fe, vaya siendo mejor comprendido. Un hecho histórico, además, es que la Iglesia ha avanzado en su conocimiento teológico. La diferencia entre las discordantes, y confusas, interpretaciones de los primeros padres con respecto a las doctrinas de la Trinidad y la persona de Cristo contrasta con la claridad, la precisión y la consistencia de las formulaciones presentadas, luego de muchos años de discusión y estudio, en los concilios de Calcedonia y Constantinopla. El ejemplo concerniente a las doctrinas sobre la Trinidad podría hacerse extensivo a muchas otras reflexiones dogmáticas. Por ejemplo, en relación con las doctrinas del pecado y la gracia, en tiempos de Agustín y en la época de la Reforma. Es, pues, cierto, como un axioma histórico, que la Iglesia ha progresado en su entendimiento de la verdad revelada. Ha comprendido las grandes doctrinas de la teología, la antropología y la soteriología mucho mejor y más profundamente en los siglos posteriores que en la época de los llamados padres de la Iglesia” .

Más por ligereza que por convicción teológica profunda, un cierto tipo de protestantismo radical se coloca en los antípodas de una tradición eclesiá¬tica que se iguala a la Palabra de Dios, para negar todo valor a aquella tradición; como si el reconoci¬miento de la función de la tradición posapostólica se hallase en pugna con la autoridad absoluta y normativa del canon de las Escrituras.

Si Cristo ha fundado una Iglesia y le ha dado su Palabra; si el Espíritu Santo es el maestro de los fieles; si la Iglesia es “la casa de Dios, columna y apoyo de la verdad” , entonces cada nueva generación de teólogos cristianos debe prepararse para considerar seriamente la historia de la teología (la cual, en un sentido amplio, incluye los símbolos de los grandes concilios antiguos, los teólogos, las grandes obras, etc.) como una manifestación del ministerio del Espíritu Santo en la Iglesia. Puesto que es en la teología donde la Iglesia ha intentado expresar las verdades de la revelación y, por consiguiente, no es tanto en la historia de la Iglesia  con toda su problemática complejidad temporal y Bernard Ramm cree que esta postura se basa en las siguientes convicciones:

1) en que el cristianismo puede ser definido;
2) en que hay una cierta medida de continuidad y progreso en el pensamiento cristiano;
3) en que el Espíritu Santo ha estado obrando en la historia de la comprensión del contenido de la revelación;
4) en que los grandes intérpretes cristianos de la Escritura que nos han precedido han comprendido ya mucho de lo revelado; y, finalmente,
 5) en que si la verdad de la revelación sobre un punto dado ha sido percibida correctamente, el paso del tiempo no afecta su validez. Tales convicciones impiden al pensador evangélico caer en extremismos de sectarismo y aislarse de la corriente universal del pensamiento cristiano. Además, el buscar en el pasado las raíces de nuestra teología es más auténtica y genuinamente protestante que el desconectar¬nos sectariamente de los testigos de la fe del pasado.

A diferencia de los socinianos, los deístas y los “iluminados” de todos los tiempos, los reformadores no pretendieron innovar sino reformar. Ninguna de las grandes Iglesias reformadas rechazó los Credos antiguos; por el contrario, la aceptación de los mismos fue enfatizada en repetidas ocasiones. En los escritos de los reformadores es fácil encontrar citas de los padres y de los concilios de la antigüedad. El use de Agustín es sintomático. Es un hecho conocido la familiaridad de Calvino con la Patristica, hecho que no pasa desapercibido al lector de su Institución. Ramm afirma que fue este respeto que los reformadores sintieron por la historia de la teología lo que les salvó de convertirse en sectarios, pues reconocieron la continuidad histórica de la obra del Espíritu Santo en la Iglesia visible. “La Reforma escribió Forsyth   convirtió la religión en algo personal, pero no la hizo individualista”, y Sterrett asevera que “la Reforma no defendió ni autorizó el derecho al simple juicio privado, en ninguna de sus Iglesias” . El sectarismo es individualista; el sectarismo arranca las raíces de la teología y de la Iglesia. Es la negación de la presencia del Espíritu Santo en la comunidad de los creyentes. Representa la intrusión de la anarquía y el vandalismo en el terreno de la doctrina, porque no respeta nada salvo el propio subjetivismo del individuo. Lecerf estuvo en lo cierto al afirmar que “el sectarismo, por más bíblico que pretende ser, conduce inevitablemente a divisiones sin fin”; como también Kuyper al escribir que “cuando los cristianos se salen de la corriente principal de la teología confesional, no pueden ya hacer nada grande ni creativo” .

Los reformadores, por el contrario, se sentían ligados a la Iglesia del pasado. En todos ellos hallamos afirmaciones como ésta de Bucero: “Reverencio como el que más estos santos ministros de Dios (los padres de la Iglesia antigua), y estimo en mucho el acuerdo y el consentimiento de las Iglesias católicas que han existido antes que nosotros” . Teodoro de Beza amonesta a “no despreciar a la ligera las determinaciones de los concilios antiguos” . En su carta a Francisco I de Francia, Calvino dice colocarse al lado de la patrística , y esto no es una afirmación gratuita, un lugar común, puesto que se traduce en hechos concretos en sus escritos. En su correspondencia, en sus comentarios y en su Institución, en todos sus libros, aparece el lugar considerable que ocupan los padres de la Iglesia. Algunos historiador es católico romanos han reconocido y han hecho justicia a Calvino al decir que en él las citas patrísticas aparecen de manera natural, no siempre con fines polémicos, sino en su lugar, sin nada de rebuscado y sin ostentación . El conocimiento que tenía Calvino de la historia y del pensamiento de la Iglesia antigua no era algo para el simple juego de la controversia. No era hombre que hubiese perdido el tiempo en hojear el pasado si no hubiera considerado indispensable el conocimiento de la Iglesia antigua para la vida de la Iglesia contemporánea. En el pensamiento de los reformadores existe, pues, una cierta noción muy clara de la tradición eclesiástica, si bien sujeta a la tradición apostólica registrada en el Nuevo Testamento .

La Iglesia contemporánea es heredera del esfuer¬zo exegético del pasado. Y si bien es verdad que la conciencia evangélica no nos permite valorar esta herencia al mismo precio que el legado apostólico contenido en las Escrituras, no podemos tampoco echar por la borda toda esta tradición, que no quiere ser otra cosa que explicitación de la Palabra de Dios. Estamos de acuerdo con Max Thurian cuando afirma que “la Tradición es constante vida de las Sagradas Escrituras en la Iglesia bajo el impulso del Espíritu. La tradición es vida de la Iglesia a la escucha de Dios” . Esto es, por lo menos, una buena definición de la verdadera tradición, de la función de la tradición posapostólica en la Iglesia. El problema surge del hecho de que no siempre la Iglesia ha pres¬tado la misma atención a lo que el Señor quería decirle por la Palabra y, en ocasiones, es fácil ver que la tradición, lejos de ser un progreso en la com¬prensión de la verdad revelada, es un regreso a ideas y prácticas precristianas o un alejamiento de aquella verdad. De ahí nuestro continuo it a la Escritura para que juzgue todas nuestras tradiciones. Mas el hecho de que la tradición suscite problemas no en¬fatiza menos la importante función que tiene que desarrollar en la Iglesia hasta que el Señor vuelva. El que ciertas tradiciones hayan sido regresiones no disminuye el valor de las que verdaderamente fueron explicitación del depósito bíblico.

Es significativa la comprobación de que el capítulo de la Institución de Calvino dedicado a la Iglesia y su autoridad se titula: “De la verdadera Iglesia; con la cual debemos guardar la comunión, porque ella es la madre de todos los fieles” . Es altamente remunerador estudiar la doctrina de la Iglesia a la luz del quinto mandamiento; Karl Barth nos lo ha recordado en su Dogmática . En la Iglesia tenemos hermanos, y tenemos también padres y madres que nos han engendrado a la vida espiritual y que a pesar del paso de los siglos nos han dejado tesoros de obediencia y de fe con los que podemos nosotros mismos ser enriquecidos. “No es lícito separar las dos cosas que Dios ha unido  escribió Calvino citando casi textualmente a Agustín : es decir, que la Iglesia sea madre de todos aquellos de quienes Dios es Padre” . Pero establecer un paralelo entre la autoridad de la Iglesia y la de una madre es fijar, al mismo tiempo, unos limites a esta autoridad. Porque el quinto mandamiento se halla limitado por el primero, según enseña Pablo . El “honra a lo padre y a lo madre” no debe empequeñecer nunca el “Yo soy el Eterno, lo Dios…; no tendrás dioses ajenos delante de mí.” Por mejores hijos que seamos no podemos nunca hacer idolatría del amor por nuestros padres, en detrimento del amor incondicional que sólo a Dios debemos. En otras palabras, la autoridad de la Iglesia posapostólica es una autoridad de tradición derivada, no es absoluta; es relativa al Señor y su Palabra; y sólo es verdadera en la medida que se somete a la autoridad del Padre.

Porque el edificio sólo puede levantarse si se apoya sobre el fundamento. No es su propia voz la que escucha la esposa (la Iglesia) sino la voz del Esposo (Cristo). No son sus propios balidos lo que quieren oír las ovejas sino la voz del Pastor. Porque no es al narcisismo que somos llamados sino a la adoración y a la obediencia. El cuerpo místico depende de su Cabeza. “Amemos al Señor nuestro Dos  nos exhorta Agustín ; amemos su Iglesia. El como un Padre. Ella como una madre. El como un Maestro, ella como su sierva, porque somos los hijos de su sierva” . Quizá nadie ha expresado toda la sustancia de la eclesiología de manera tan breve como clara. Comentando este texto de Agustín, Michel Réveillaud ha escrito: “Como la bienaventurada Virgen María, la Iglesia tiene dos aspectos: el de madre y el de sierva de Dios. Tendrá la autoridad del embajador cerca de aquellos a los cuales es enviada, pero sólo se es embajador en la medida que se transmite fielmente la palabra del maestro. La reflexión de Agustín nos protegerá de dos tentaciones igualmente peligrosas y demoníacas: la primera es la de prescindir de toda autoridad humana. Ejemplo de ello lo tenemos en todos los «iluminados», fundadores de sectas. La segunda es la que halló expresión por boca de la serpiente antigua: «Seréis como dioses.» A la primera tentación respondemos: la Iglesia es nuestra madre. A la serpiente le diremos: Nuestra santa madre la Iglesia no es Dios, porque bien sabéis nuestra divisa:  SOLI  DEO GLORIA .

Extracto del libro: El fundamento apostólico, de Jose Grau

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