​"No hurtarás" (Ex. 20:115)


La norma que dice que una persona no
debería hurtar ha sido generalmente aceptada por toda la raza humana,
pero sólo la religión bíblica muestra por qué hurtar está mal. Todo lo
que una persona justamente posee le ha sido impartido por Dios. «Toda
buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las
luces» (Stg. 1:17). Por lo tanto, robar a alguien es pecar contra Dios.
Por supuesto, los hurtos también constituyen una ofensa contra los
demás. Podría perjudicarlos si no pudieran compensar la pérdida. Podría
humillarlos, ya que no los estaríamos considerando dignos de nuestro
respeto o amor. Pero también aquí estamos pecando contra Dios ya que Él
es quien le asigna el valor a cada persona. Vemos un ejemplo de este
punto de vista en el grandioso salmo de confesión que escribió David. Si
bien le había robado a Betsabé su buen nombre y hasta había matado a su
esposo, David dijo, hablando con respecto a Dios: «Contra ti, contra ti
solo he pecado» (Sal. 51:4).

No debemos creer que hemos cumplido con este mandamiento por el simple
hecho de que nunca nos hayamos introducido en un hogar extraño y nos
hayamos retirado después de sustraer la propiedad de otro. Podemos
hurtar a distintos sujetos: a Dios, a otros y a nosotros mismos. Podemos
hurtar de diversas maneras: a hurtadillas, por medio de la violencia, o
por medio de engaños. Hay muchos objetos que pueden ser robados: el
dinero, el tiempo, e incluso la reputación de una persona.

Estamos hurtándole a Dios cuando no lo adoramos como deberíamos o cuando
colocamos nuestros intereses antes que los suyos. Estamos hurtándole
cuando dedicamos nuestro tiempo para gratificarnos personalmente y no
compartimos con otros el evangelio de su gracia. Le hurtamos a un
empleador cuando no trabajamos como somos capaces de hacerlo o cuando
nos tomamos recreos más largos o nos vamos antes de la hora de salida.
Le hurtamos cuando malgastamos la materia prima con la que estamos
trabajando o utilizamos su teléfono para mantener extensas
conversaciones personales, en lugar de cumplir con las tareas asignadas.
Estamos hurtando si, como comerciantes, cobramos demasiado por nuestros
productos o intentamos hacer «un negocio redondo» en un campo
lucrativo. Estamos hurtando cuando vendemos un producto de calidad
inferior como si fuera de mejor calidad. Les hurtamos a nuestros
empleados cuando los hacemos trabajar en un ambiente laboral perjudicial
para su salud o cuando no les pagamos un salario digno que les
garantice una calidad de vida saludable y adecuada. Estamos hurtando
cuando no administramos correctamente el dinero de otros. Estamos
hurtando cuando tomamos un préstamo y luego no lo devolvemos en fecha, o
no lo pagamos. Nos robamos a nosotros mismos cuando malgastamos
nuestros recursos, ya sea el tiempo, los talentos o el dinero. Estamos
hurtando cuando gozamos de nuestros bienes materiales, mientras otros
deben llevar una existencia de extrema necesidad: sin alimento, ropa,
vivienda, o cuidados médicos. Estamos hurtando cuando nos volvemos tan
mezquinos que acumulamos y ahorramos dinero hasta el extremo de robarnos
a nosotros mismos no cubriendo nuestras necesidades.

El lado positivo de este mandamiento es evidente. Si debemos evitar el
tomar lo que le pertenece a otro, también debemos hacer todo lo que esté
a nuestro alcance para hacer que los demás prosperen, ayudándolos a
lograr todo su potencial. El Señor resume este deber en la Regla de Oro:
«Así que, todas las cosas que queráis que los hombres hagan con
vosotros, así también haced vosotros con ellos; porque esto es la ley y
los profetas» (Mt. 7:12).

No es posible evitar ver que este mandamiento indirectamente está
estableciendo el derecho a la propiedad privada. Si no hemos de tomar lo
que pertenece a los demás, la base de esta prohibición es que
evidentemente las personas tienen un derecho a lo que les pertenece,
derecho que les es reconocido por Dios. Algunos enseñan que los
cristianos deberían tener todo en común, al menos si son lo
suficientemente espirituales, pero esto no es bíblico. Es cierto que por
diversas razones históricas y sociales un grupo de personas eligieron
poner todos sus bienes bajo una propiedad común, como lo hicieron los
primitivos cristianos en Jerusalén por un tiempo después de Pentecostés
(Hch. 2:44-45). Algunos pueden ser específicamente llamados a vivir así,
ya sea como un testimonio ante el mundo de que la vida de una persona
no consiste sólo en la abundancia de las cosas que posea, o porque dicha
persona está tan atada a las posesiones que debe liberarse de ellas
para poder crecer espiritualmente. Jesús le dijo al joven rico que debía
despojarse de todos sus bienes y dárselo a los pobres. Sin embargo, a
pesar de estas situaciones especiales, ni el Antiguo ni el Nuevo
Testamento prohíben la propiedad privada de bienes, sino que por el
contrario la apoyan.

El caso de Ananías y Safira suele ser citado para apoyar la teoría
comunal ya que murieron por haber retenido una parte de los ingresos que
resultaron de una venta de una propiedad (Hch. 5:1-11). Su pecado, sin
embargo, no fue la posesión de una propiedad sino el haber mentido al
miembro de la iglesia y al Espíritu Santo. Habían pretendido estar dando
todo cuando en realidad estaban reteniendo una parte. En relación a
esto, incluso el apóstol Pedro reconoce su derecho a dicha posesión. «Y
dijo Pedro: Ananías, ¿por qué llenó Satanás tu corazón para que
mintieses al Espíritu Santo, y sustrajeses del precio de la heredad?
Reteniéndola, ¿no se te quedaba a ti? y vendida, ¿no estaba en tu poder?
¿Por qué pusiste esto en tu corazón? No has mentido a los hombres, sino
a Dios» (Hch. 5:3-4).

El hecho de que la Biblia establezca el derecho a la propiedad privada
no hace que nos resulte más fácil cumplir con el octavo mandamiento. Lo
hace mucho más difícil. No podemos evadir el hecho de que en muchas
ocasiones le robamos a los demás lo que les corresponde; y el juicio de
Dios nos convierte en ladrones.

Extracto del libro «Fundamentos de la fe cristiana» de James Montgomery Boice

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