​Como seres humanos, somos infieles, rebeldes, y llenos de orgullo. Como resultado, nuestra única esperanza está en la Gracia de Dios que envía un Redentor que en vez de ser infiel fue fiel, en vez de ser rebelde fue obediente, en vez de estar lleno de orgullo se humilló a sí mismo "hasta la muerte y muerte de cruz".

  Lo más importante sobre el pecado lo aprendemos en la caída del hombre, Adán, donde nunca se sugiere que la caída fue debida al engaño de Satanás. La caída de la mujer fue el resultado de los argumentos de Satanás. Ella cayó aceptando esa tesis, había logrado creer que el árbol de la ciencia del bien y del mal la haría sabia, y quería que ella y su marido disfrutaran de ese beneficio. Eva se equivocó y pecó en su error. Pero su equivocación, aunque seria, no fue tan reprensible ni llegó a los extremos que vemos en el caso de Adán. Adán pecó por su actitud de abierta rebeldía contra Dios. Esta diferencia la señala el apóstol Pablo en su interpretación de la Caída. «Y Adán no fue engañado, sino que la mujer, siendo engañada, incurrió en la transgresión» (1 Tim. 2:14).

Dios había colocado a Adán y a Eva en el huerto para que se enseñorearan de la Creación (Gn. 1:28) y les había dado el fruto de todos los árboles para que comiesen a excepción de uno. Si lo comían, morirían. Adán, sin embargo, con plena conciencia de lo que estaba haciendo, miró a ese único árbol y dijo: «No me importa si puedo comer de todos los árboles al norte, al este, al sur y al oeste. Mientras este árbol esté aquí para recordarme que no soy Dios, y que no soy plenamente autónomo -mientras esté aquí, ¡lo odio! Así que voy a comer de él y moriré, no importa lo que eso signifique». Si Adán no fue engañado, como lo afirma claramente 1 Timoteo 2:14, entonces pecó con pleno conocimiento de lo que estaba haciendo. Es decir, eligió comer en desobediencia deliberada a Dios. Y la muerte, primero la muerte de su espíritu y luego la muerte de su alma y su cuerpo, pasaron a toda la raza humana.

La Biblia nunca culpa a la mujer por la Caída del ser humano. Nuestras bromas y mucha de nuestra literatura popular culpan a Eva por habernos hecho pecar -es un ejemplo de machismo- pero en las Escrituras no hay ninguna palabra culpando a Eva. Por el contrario, leemos que «Por cuanto la muerte entró por un hombre… en Adán todos mueren» (1 Co. 15:21-22), y «como el pecado entró en el mundo por un hombre (Adán), y por el pecado la muerte… Si por la trasgresión de uno solo reinó la muerte… Como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores» (Ro. 5:12, 17,19).

La naturaleza de la Caída de Adán nos enseña algo más que también es importante. El pecado es apostasía, es decir, el no alcanzar algo que ya existía con anterioridad y que era bueno. Es lo opuesto a los propósitos que Dios tiene para la raza humana. Esto se ve en casi todos los sinónimos de pecado que encontramos en las Escrituras: pesha («trasgresión»), chata («errar al blanco»), shagah («descarriarse»), hamartia («insuficiencia») y paraptóma («ofensa»). Este concepto muestra un alejamiento de una pauta superior o de un estado disfrutado con anterioridad.

Como ya señalamos, en la concepción griega la esencia de la maldad está en la materia, o expresado con más palabras, en la vida de los sentidos. O sea, como indica Emil Brunner: «La concepción del pecado en la filosofía griega… se basa en el hecho que los instintos sensoriales paralizan la voluntad, o al menos la estorban o la suprimen. El mal se debe a la naturaleza dual del hombre». Este razonamiento no es del todo errado, ya que no es posible controlar los instintos sensoriales con rapidez. Pero la maldad está en el elemento inferior. Dice Brunner: «La maldad en relación al tiempo debe ser descrita como aquello que ‘todavía no es bueno’ o que ‘todavía no ha alcanzado el plano del espíritu’ o que ‘todavía no’ ha sido dominado por el espíritu». El punto de vista bíblico reemplaza al «todavía no» por el «ya no más». El hombre como creación, estaba libre de pecado. Dios creó todas las cosas perfectas. Pero el hombre se rebeló contra Dios y la perfección, cayendo fuera de esa naturaleza y destino sublime que Dios le tenía reservado.

Esta es la nota bíblica esencial del pecado. Dice Brunner: cuando los profetas le reprochan a Israel su pecado, esta es la concepción decisiva: «Han caído, se han descarriado, han sido infieles. Han despreciado a Dios, han roto el pacto, lo han dejado para ir tras otros dioses, ¡le han dado la espalda!». De manera similar, las parábolas de Jesús nos hablan del pecado como rebelión, como dejando a Dios. El Hijo Pródigo abandona su hogar, y deja a su Padre, le da la espalda. Los Labradores Malvados usurpan los derechos de su señor y toman la tierra que solamente les había sido dada en arrendamiento. En realidad son rebeldes, usurpadores. La Oveja Perdida se ha descarriado del rebaño y del Pastor, se ha perdido.

El pecado es rebeldía porque no es el elemento original. Es solo un elemento secundario. El elemento principal es «la buena y aceptable y perfecta» voluntad de Dios de la que nos hemos apartado y a la que sólo seremos restablecidos por el poder asombroso de la gracia de Dios en Jesucristo.

En nuestro análisis de Génesis 3 nos hemos tomado tiempo para diferenciar el pecado de la mujer del pecado del hombre con el propósito de definir los dos elementos radicales del pecado, «la infidelidad» y «la rebelión». Cuando comparamos el pecado de la mujer y del hombre para buscar similitudes pronto descubrimos otro elemento radical en la naturaleza del pecado: el orgullo.

¿Qué era lo que subyacía en la raíz de la determinación de la mujer para comer del fruto prohibido y dar a probar a su esposo Adán si no era el orgullo? Y, ¿qué subyace en la raíz de la determinación de Adán para seguir su propio camino en lugar de la senda que Dios le había indicado, si no es el orgullo? En el caso de la mujer era la convicción de que ella sabía más que Dios lo que era mejor para ella y su esposo. Dios les había dicho que el comer del fruto de árbol de la ciencia del bien y del mal les traería serias consecuencias. Les traería la muerte. Pero Eva estaba convencida de su propia observación empírica -después de sembrar Satanás la duda- de que el árbol sería bueno para ella y que Dios estaba equivocado. ¡Qué arrogancia! En el caso del hombre el mismo elemento está presente. En su orgullo repitió el pecado original de Satanás, diciendo «seré semejante al Altísimo» (comparar con Isaías 14:14).

¡Qué terrible es el orgullo! ¡Cómo invade todo! -porque no desapareció con la muerte del primer hombre y la primera mujer-. El orgullo descansa en la raíz del pecado y de la raza humana. Es el «centro» de la inmoralidad, «el mal mayor»; que «conduce a todo vicio», como nos advierte C. S. Lewis. Nos hace querer ser más de los que somos o lo que podríamos ser y, en consecuencia, nos hace imposible alcanzar el gran destino para el que hemos sido creados.

Entonces, somos seres caídos. No estamos avanzando, como los actuales exponentes optimistas de la concepción clásica nos señalan. No somos pecaminosos por la propia naturaleza de las cosas, como los antiguos griegos argumentaban. No somos meramente máquinas, como si estando sujetos a dicho análisis pudiéramos estar exentos de culpa. Somos seres caídos. Somos infieles, rebeldes, y llenos de orgullo. Como resultado, nuestra única esperanza está en la gracia de Dios que envía un Redentor que en vez de ser infiel fue fiel, en vez de ser rebelde fue obediente, en vez de estar lleno de orgullo se humilló a sí mismo «hasta la muerte y muerte de cruz» (Fil. 2:8).

Extracto del libro «Fundamentos de la fe cristiana» de James Montgomery Boice

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