El canon deriva todo su sentido a importancia del hecho del apostolado. Su singularidad nace del carácter y la posición única que los apóstoles tienen en los planes de Dios. De ahí nuestro empeño por definir la naturaleza especial del ministerio apostólico y el significado fundamental de su misión. El análisis que hemos hecho de la tradición y el canon apostólicos, a la luz de la historia de la salvación, nos ofrece las perspectivas adecuadas para comprender la naturaleza esencial de las Escrituras del Nuevo Testamento, en su origen último, su intencionalidad y su autoridad para la Iglesia de Cristo.

Estas perspectivas podrían resumirse en cuatro puntos básicos que habremos de tener siempre presentes si queremos entender en toda su profundidad y amplitud el canon del Nuevo Testamento: 1.° El canon apostólico, como expresión de la tradición apostólica, es algo cerrado, fijo a inmutable, toda vez que canaliza el testimonio singular de los únicos a quienes fue dado ser testigos directos de las grandes obras de Dios en Cristo, “en el cumplimiento de los tiempos”; 2.° La tradición apostólica debe ser diferenciada de la tradición eclesiástica posterior en el mismo grado, y por la misma razón, que el apostolado se diferencia del episcopado; 3 ° La tradición apostólica, el canon o regla de la verdad cristiana, sólo puede llegar hasta nosotros en forma escrita. La Sagrada Escritura hace las veces del fundamento apostólico y profético de la Iglesia, pues es por ella que el doble testimonio del Espíritu Santo y de los apóstoles se actualiza en la predicación y la vida de los creyentes; y 4.° La singularidad del Tiempo central de la revelación en el cual se dieron los carismas del apostolado y se constituyó por y en la tradición apostólica el canon apostólico de la verdad, obliga al pueblo de Dios a estimar que nada hay que pueda colocarse al lado de la Escritura como norma de verdad y autoridad divinas.

La Iglesia primitiva discernió inmediatamente que la aceptación del canon apostólico significaba para ella el reconocimiento de un hecho central de la historia de la salvación: al obrar así, la Iglesia reconoció la autoridad que Cristo dio a sus apóstoles para que la misma cristalizara en lo que había de ser el fundamento del pueblo del Señor para todos los tiempos. Ahora bien, el canon o norma de la comunidad cristiana no existe como tal porque haya sido adoptado por la Iglesia, como orientador de su predicación a instrucción. Tampoco debe valorarse el canon del Nuevo Testamento por lo que pueda tener de testimonio de la fe de la primitiva Iglesia. “El canon  escribe Ridderbos , en su sentido histórico redentor, no es el producto de la Iglesia; más bien la Iglesia es el producto del canon. Aunque la fe de los apóstoles, y por lo tanto la fe de la Iglesia, se expresa en el canon, sin embargo, el elemento esencial del canon no hay que ir a buscarlo en el hecho de que exprese la fe de la Iglesia, sino en el hecho de que registra la palabra de la revelación de Dios” .

El problema que se ha planteado, en ocasiones, de determinar la prioridad de la Iglesia sobre el canon o del canon sobre la Iglesia, obedece más a preocupaciones apologéticas que exegéticas. El pueblo de Dios nace de la Palabra de Dios, hablada o escrita. Sin esta Palabra no hay pueblo del Señor. La Iglesia primitiva, desde el instante que dio sus primeros pasos en Pentecostés, se apoyó sobre el fundamento de la palabra profética tal cual halló en el Antiguo Testamento y en la palabra apostólica que fluía de los labios de los testigos inspirados de Cristo . Desde un punto de vista puramente exegético, es erróneo el planteamiento del problema en los términos tradicionales: ¿Qué fue antes, el Nuevo Testamento o la Iglesia? Es más correcto preguntarse: ¿Puede haber Iglesia sin Palabra de Dios? ¿Cómo llega a la Iglesia esta Palabra?

En tiempo de revelación  que es tiempo de salvación, en que Dios irrumpe en la historia de los hombres para traer redención , en este tiempo, por la misma naturaleza de las cosas, el mensaje de Dios alcanza al pueblo fiel tanto de palabra como por escrito; mas, después, este mensaje sólo es accesible mediante la Escritura. Y es que la Iglesia no quiere conocer otro fundamento que aquel que Dios ha puesto, ni escuchar otra palabra que la de Cristo, ni obedecer otra voluntad que la de su Señor. Y este fundamento, esta palabra y esta voluntad se hallan única y exclusivamente en la tradición escrita y codificada.

El canon de la Iglesia, examinado a la luz de la historia de la salvación, no puede ser más que una norma cerrada y única. La autoridad exclusiva de los apóstoles, derivada singularmente de Cristo mismo, así como la naturaleza del encargo recibido (ser testigos de lo que habían visto y oído de la redención que es en Cristo Jesús), convierten el registro de la tradición apostólica (el Nuevo Testamento) en algo delimitado para siempre. Este canon, que es fundamento, comporta un carácter exclusivo. Su delimitación en un cuerpo de escritos concretos y completos descansa en el significado absolutamente singular de la historia neotestamentaria de la redención y su transfusión por medio del testimonio apostólico . Oscar Cullmann ha dicho, con aguda percep-ción: “Una norma es norma precisamente porque no puede ser ampliada ni modificada” . Y la misma idea se encuentra implícita en la imagen del fundamento y el edificio de la Iglesia que nos aportan los escritos apostólicos .

De ahí que las categorías que definen los dones del Señor a su Iglesia posapostólica sean distintas de las que explican la naturaleza de los carismas apostólicos. De ahí la necesidad de no confundir la tradición apostólica con la tradición eclesiástica posterior, que es lo mismo que decir: no confundir la autoridad única del testimonio apostólico con la autoridad  real y querida por Dios, pero relativa a aquélla  del testimonio de la Iglesia posapostólica. No se pueden barajar textos como 2ª Tesalonicenses 2:13 para otorgar un mismo valor a ambas tradiciones, pues tanto en éste como en otros pasajes parecidos la referencia es a la enseñanza apostólica, no a ninguna otra. Este cuidado se extiende igualmente a la exigencia de no confundir el apostolado con el episcopado, don ministerios igualmente queridos por el Señor para su Iglesia , pero absolutamente distintos en su naturaleza, su cometido y su alcance .
 
Como “dispensadores de los misterios de Dios” , los apóstoles gozan del don de la inspiración especial del Espíritu Santo , por to que podemos confiar en sus escritos como obras exentas, espiritual y moralmente, de todo error. Este don especial les fue dado, como ya hemos estudiado, para llevar a cabo la consumación de la revelación final de Dios en Cristo. Llevada a cabo esta misión, concluye asimismo con la muerte del último de los apóstoles la permanencia entre nosotros de un magisterio provisto del carisma de la inerrancia encarnado en seres humanos y presente en la historia (recordemos el caso de Israel, según consideramos en el capítulo anterior, cuyo paralelismo es obvio). La norma, la regla, de la verdad cristiana es la que encontramos en las Escrituras, registro perfecto de la revelación profética y apostólica.

“Cierto que la tradición oral de los apóstoles  escribe Cullmann  precedió a los primeros escritos apostólicos. La tradición oral anterior a los primeros escritos era en efecto más rica cuantitativamente que la tradición escrita. Pero sería necesario que nos preguntáramos qué significa el hecho de que los apóstoles, o sus portavoces que les sirvieron de secretarios, en un momento dado, tomaron la pluma para dar a esta tradición la forma escrita. He ahí un hecho de la más alta importancia para la historia de la salvación. Su significado no puede ser otro que haber delimitado la tradición oral de los apóstoles, para hacer del testimonio apostólico bajo esta forma una norma definitiva para la Iglesia, en el momento mismo en que ésta deberá extenderse por todo el mundo y deberá construir hasta que el Reino de Dios sea establecido. La teoría de las tradiciones “secretas”, no escritas, de los apóstoles, fue elaborada por los gnósticos, y la Iglesia misma señaló desde un principio su peligro . Si, por el contrario, la fijación por escrito del testimonio de los apóstoles es uno de los hechos esenciales de la Encarnación, tenemos el derecho de identificar la tradición apostólica con los escritos del Nuevo Testamento y distinguir ambas realidades de la tradición posapostólica y poscanónica. La regla de fe que fue transmitida en forma oral recibió, sin embargo, aceptación como norma al lado de la Escritura, solamente porque fue considerada como fijada por los apóstoles. Lo importante no es tanto el hecho de que la tradición apostólica sea oral o escrita, sino que haya sido fijada por los apóstoles. Mas la Iglesia antigua ¿distinguió verdaderamente ella entre tradición apostólica y tradición posapostólica? Este es el momento de hablar del canon establecido por la Iglesia en el segundo siglo. Se trata todavía de un hecho de importancia primordial para la historia de la salvación. Estamos absolutamente de acuerdo con la teología católica cuando insiste en el hecho de que la Iglesia misma ha hecho el canon. Aquí encontramos el argumento supremo para nuestra demostración. La fijación del canon cristiano de la Escritura significa precisamente que la misma Iglesia, en un momento dado, ha trazado una línea de demarcación clara y limpia entre el tiempo de los apóstoles y el tiempo de la Iglesia, entre el tiempo de la fundación y el tiempo de la construcción, entre la comunidad apostólica y la Iglesia de los episcopos; dicho de otra manera: entre la tradición apostólica y la tradición eclesiástica. Si no fuera éste el significado del establecimiento del canon, este hecho no tendría sentido. Al establecer el principio del canon, la Iglesia ha reconocido, por esta misma actitud, que, a partir de aquel momento, la tradición ya no era más criterio de verdad. Subrayó la tradición apostólica. Declaró implícitamente que a partir de aquel momento toda tradición posterior debería quedar sujeta y sumisa al control de la tradición apostólica. En otras palabras, la Iglesia declaró: he aquí la tradición que ha constituido a la Iglesia y que se ha impuesto sobre ella . Establecer un canon equivalía a reconocer que, desde entonces, la tradición eclesiástica nuestra tiene necesidad de ser controlada; y lo será  con la asistencia del Espíritu Santo  por la tradición apostólica fijada por escrito; ya que nosotros nos vamos alejando cada vez más, y demasiado, del tiempo de los apóstoles para poder velar, sin una norma escrita superior, por la pureza de la tradición; demasiado alejados para evitar las ligeras deformaciones legendarias y para impedir que otras no se introduzcan, se transmitan y se agranden. Pero, al mismo tiempo, esto significa también que la tradición considerada como apostólica es algo que debía ser delimitado. Ya que todos los gnósticos se amparaban en “tradiciones secretas”, no escritas, con pretensiones de apostolicidad. Fijar un canon es decir: renunciamos, desde ahora, a considerar como normas las otras tradiciones, no fijadas por escrito por los apóstoles. Pueden existir, desde luego, otras tradiciones apostólicas auténticas, pero consideramos como norma apostólica solamente lo que ha quedado escrito en estos libros, toda vez que es obvio que si admitimos como normas las pretendidas tradiciones orales no escritas por los apóstoles, perdemos el criterio para juzgar el fundamento de la pretensión a la apostolicidad de numerosas tradiciones en curso. Decir que los escritos reunidos en un canon debían ser considerados como norma, equivale a decir que habrán de ser considerados como suficientes. El magisterio de la Iglesia no abdica por este acto supremo de la fijación del canon, sino que hace depender su futura actividad de una norma superior. Se confirma así que, al someter toda tradición posterior al canon, la Iglesia ha salvado una vez por todas su base apostólica. Ha permitido de esta manera a sus miembros el poder escuchar, gracias a este canon, siempre de nuevo y a lo largo de todos los siglos, la palabra auténtica de los apóstoles; más aún: ha permitido hacer la experiencia de la presencia de Cristo, privilegio que ninguna tradición oral pasando por Policarpo o por Papias podía asegurar” .

De donde se sigue que la Iglesia no controla el canon, sino el canon a la Iglesia . Porque, en la historia de nuestra salvación, Cristo aparece soberano no sólo como Salvador sino como Revelador. Aún más, Cristo mismo ha procurado  por su Santo Espíritu  hacer la provisión necesaria para que la revelación de su salvación llegara a todos los siglos. No dejó la transmisión de su verdad al azar, a las vaguedades de una tradición incierta o a la predicación más o menos elocuente de su Iglesia. La comunicó a sus apóstoles y veló para que la tradición de ellos emanada adquiriese una forma concreta y un carácter definido. Esta tradición apostólica, registrada en el Nuevo Testamento, es el fundamento de la Iglesia, al cual ésta se debe en humildad y sumisión; es la santa fe sobre la que el edificio de la Iglesia va alzándose; ha sido dada a la Iglesia por los apóstoles como depositum custodi, depósito que la Iglesia ha de preservar por encima de toda otra cosa.

Pero el Nuevo Testamento enseña no sólo que Cristo ha colocado el fundamento apostólico de la Iglesia, sino que él mismo construirá la Iglesia sobre la roca de este fundamento . La Iglesia no podría, por si sola, dejada a sus fuerzas, proveer a la garantía de su propio fundamento. La Iglesia sólo puede señalar a Cristo y su promesa. Por consiguiente, el a priori de la fe respecto a la autoridad del canon del Nuevo Testamento ha de ser de carácter cristológico, es decir: ha de fundarse necesariamente en la promesa de Cristo de que él mismo construirá su Iglesia sobre este fundamento .

El Evangelio apostólico es la garantía de la Iglesia, no la Iglesia  –ninguna Iglesia–  la garantía del Evangelio.

Extracto del libro: El fundamento apostólico, de José Grau.

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