​​El canon significa para la Iglesia primitiva el reconocimiento de un hecho central de la historia de la salvación:  la autoridad que Cristo confió a sus apóstoles, y  confesar la fe en la promesa del Señor acerca del Espíritu Santo que guía la labor del apostolado en su función de fundamento de la Iglesia. Al aceptar el canon y reconocer sus límites, la Iglesia no sólo distinguió entre escritos canónicos y no canónicos, sino que señaló los límites en donde se encierra la única tradición apostólica autorizada.  El canon señala perennemente a la Iglesia sus orígenes, su fuente y su fundamento. El canon es la norma de Dios para la Iglesia, la garantía de su predicación y le da la posibilidad de una continua autorreforma.

Hemos de volver a repetir la frase de Stonehouse, citada al comienzo de este libro: “Los escritos bíblicos no poseen autoridad divina porque están en el canon, sino que están en el canon porque son inspi¬rados.” Es decir: la autoridad no les viene por nada ajeno a ellos mismos. “De en medio de los numero¬sos escritos cristianos, los libros que iban a formar el futuro canon delimitado se han impuesto a la Iglesia por su autoridad apostólica intrínseca, como se imponen a nuestra alma hoy, porque el Cristo Señor habla por medio de ellos” . Como afirmó J. Grescham Machen: “La autoridad de los libros del Nuevo Testamento no fue algo meramente atribuido a los mismos subsiguientemente por la Iglesia, sino algo inherente en ellos desde el principio” . 0, como definió el concilio Vaticano I: “La Iglesia tiene las Sagradas Escrituras como libros «sagrados y canó¬nicos», no porque, compuestos por sola industria humana, hayan sido luego aprobados por ella; ni solamente porque tengan la verdad sin error; sino porque, escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por su autor, y como tales han sido entregados a la misma Iglesia” . Ciertamente, la Biblia se hace a sí misma canon. Nadie más puede otorgarle esta dignidad, pues es Palabra de Dios y Dios es la autoridad suma.

El reconocimiento de los libros apostólicos por parte de la Iglesia, y el declararlos norma canónica de la verdad cristiana, no hizo a estos escritos más sagrados. La Iglesia informó al mundo de su fe apostólica, confirmó el fundamento sobre el que descansa eternamente, pero no formó ni autorizó dicha fe o dicho fundamento, de la misma manera que un hijo no puede formar a su padre ni autorizar a su madre a que lo sea.

El reconocimiento del canon es el proceso por medio del cual el pueblo fiel va discerniendo, con creciente toma de conciencia, su fundamento apostólico. Este proceso tiene su propia historia  en la que se investiga cómo y cuándo la Iglesia consideró los 27 libros que componen el Nuevo Testamento como una colección divinamente autorizada y separada de los demás libros. Lo más importante, sin embargo, es poder responder esta otra pregunta relacionada con el canon: ¿Sobre qué base aceptó la Iglesia estos libros como canónicos? Esta cuestión no trata meramente de dirigir nuestra atención a un proceso histórico determinado  el del reconocimiento del Nuevo Testamento por parte de la Iglesia en un momento dado , sino que nos invita a formular juicios de valor. En el presente libro, nuestro interés primordial ha sido ofrecer los elementos bíblicos de juicio para poder contestar correctamente esta pregunta.

Los libros del Nuevo Testamento mantuvieron su posición de autoridad única en la Iglesia, como registro canónico de la tradición apostólica, hasta el siglo xvIII. En aquel siglo, llamado el de la “Ilustración”, cuando el racionalismo introdujo atrevidas cuñas en el edificio de la fe, la autoridad indiscutida del canon fue puesta en entredicho y sometida a toda suerte de ataques. Entre los años 1771 y 1775, Johann Salomon Semler publicó un libro (Abhandlung von freier Uníer suchung des Kanons) en el que descartó el a priori de la autoridad del canon. Afirmó que el valor de los libros del Nuevo Testamento tenía que ser investigado críticamente y que el canon des¬cansaba en resoluciones humanas que no podrían resistir el examen de la crítica. Propugnó Semler que sólo aquellos elementos de la Biblia que nos parecieran portadores de un verdadero conocimiento religioso podían tener autoridad para el creyente. Si bien esta autoridad de la que hablaba Semler ya nada tenía que ver con la idea de la inclusión en una colección de los libros tenidos por canónicos, por cuanto la misma idea básica del canon fue descartada. No el canon, la Biblia, sino la conciencia religiosa del hombre ilustrado es lo que cuenta y lo que habrá de ser el juez final en las cuestiones de fe y vida. La autoridad pasa, en el sistema de Semler, del canon al juicio subjetivo del individuo. El gran principio de la Reforma de que la Escritura es una autoridad objetiva y soberana que el testimonio del Espíritu Santo nos ayuda a discernir, fue pervertido y convertido en un confuso subjetivismo racionalista. Sin embargo, la postura de Semler se propagó y vino a ser el punto de partida de otras posturas críticas. Especialmente, su aserto de que el canon había sido el resultado de decisiones eclesiásticas falibles  y que estaba, por consiguiente, sujeto .a la crítica  causó mucha impresión en un cierto número de autores. Algunos combinaron el racionalismo y el subjetivismo de Semler con ciertas posturas que trataban de salvaguardar, aunque sólo fueran las apariencias, de la autoridad del canon.

En años recientes el problema de la autoridad del canon ha vuelto a ocupar, y preocupar, a la teología . Está de moda en nuestros días afirmar que la autoridad del Nuevo Testamento debe ser aceptada en la medida que  Dios nos habla en sus libros. Pero precisamente este criterio (“en la medida que”) delata la herencia de Semler y pone de manifiesto la dificultad y el peligro del subjetivismo. Algunos dicen que intentan volver al contenido esencial del Evangelio, como si existiera “un Canon dentro del canon” y fueran a la zaga de una medida objetiva con la que juzgarlo. Otros protestan que esto es una interpretación demasiado estática del Canon. Dios habla  dicen  ahora aquí, y luego a11í, en la Escritura. Es la predicación, el kerygma  aseveran  la que revela, y se revela, como canon. Este concepto es interpretado todavía por otros de manera aún más subjetivista: el canon es solamente lo que aquí y ahora (hic et nunc) significa Palabra de Dios para mí. Para Ernst Kásemann, por ejemplo, el canon no es la Palabra de Dios, ni se trata de algo idéntico al Evangelio, se trata únicamente de una palabra de Dios en la medida que ésta se vuelve Evangelio para mí. El problema de saber qué es el Evangelio no puede, pues, decidirse mediante el estudio expositivo de la Biblia, sino solamente por el creyente individual que “presta su oído a la Escritura para escuchar” .

En todas estas actitudes la Iglesia se siente llamada a controlar el Canon, en lugar de dejar que el canon la controle a ella. La debilidad intrínseca de todas estas teorías estriba en que estudian el hecho del canon como algo independiente de la historia de la salvación y bajo un prisma puramente filosófico y negativo. Van a la Palabra de Dios con sus propios prejuicios, en lugar de permitir que la Palabra de Dios forme sus juicios.

De ahí la superficialidad de cuantos autores sostienen que los escritores y los lectores del Nuevo Testamento do vieron, originalmente, ni sospecharon siquiera, que se trataba de algo canónico y santo. Para estos críticos el único problema del canon estriba en determinar cómo los libros del Nuevo Tes¬tamento se convirtieron en Sagrada Escritura. Sin duda, como ya hemos señalado, la forma escrita de la tradición apostólica no recibió, al principio, la misma clara veneración  exenta de crítica  que los libros del Antiguo Testamento. Sin embargo, no ha de echarse en olvido que cualquier tradición apostólica, oral o escrita, como tal tradición apostólica tenía y recibía una autoridad igual a la de la palabra profética. Las primeras dificultades que algunas comunidades cristianas tuvieron en su percepción y aceptación de la autoridad de algunos pocos escritos confirma, y no contradice, nuestro aserto: pues tal dificultad surgía precisamente de alguna vacilación sobre el carácter apostólico de dichos escritos, por falta de elementos de juicio suficientes .

Por esto no tienen sentido las preguntas que se formulan quienes inquieren: ¿Por qué razón se admitieron cuatro Evangelios y no uno solo? ¿Por qué no se introdujo una armonía de los Evangelios canónicos, como, por ejemplo, la de Taciano? ¿Por qué se incluyeron otros libros además de los Evangelios? Etcétera. ¿Son, en verdad, éstas las cuestiones primordiales de la historia y el significado del canon? En realidad, la Iglesia nunca se ha hecho estas preguntas.

Y menos que ninguna la Iglesia primitiva, la inmediatamente posapostólica. La Iglesia no decidió nunca si había de tener uno o cuatro Evangelios, ni si había que ampliar el canon de los Evangelios con otro canon apostólico. La verdad sencilla y simple es que todo lo que constituye el Nuevo Testamento no fue el producto sino la base de la decisión de la Iglesia al expresar la conciencia de su aceptación y reconocimiento de lo que el Espíritu le revelé que era canon. La Iglesia nunca supo de nada mejor, aparte estos Evangelios y epístolas que le fueron entregados por los apóstoles. Y si queremos comprender algo de la historia de la Iglesia, hemos de aprender que las comunidades posapostólicas sacaron su discernimiento del canon de la misma fuente de donde brotaron ellas mismas y el canon, ya que la Iglesia no tuvo nunca otro fundamento que su tradición apostólica relativa a Jesús, el Cristo. La Iglesia actuó en aquella ocasión como uno que co¬noce y presenta a sus padres. Este conocimiento no descansa tanto en demostraciones como en experiencia directa.

El canon apostólico es el fundamento de la unidad de la Iglesia . La idea de un canon contradictorio es un absurdo, por no decir una blasfemia en contra de Cristo, su autor. Cristo da testimonio de que el Espíritu no hablará de sí mismo, sino que recibirá el mensaje del Salvador y lo hará conocer a los apóstoles. El contenido del testimonio del Espíritu es idéntico, pues, al de los apóstoles. El poder que los apóstoles recibieron de Cristo para establecer su palabra como canon, se cumple al ser conducidos e inspirados por el Espíritu del Señor. Por consiguiente, cualquier intento de separar la canonicidad de la palabra apostólica de las operaciones del Espíritu, colocando a éstas en contraste y oposición al contenido objetivo de aquélla, se halla en conflicto con el significado histórico redentor del canon. Anula el carácter único de la historia de la redención y no deja sitio al canon como su expresión autorizada. La obra y el mensaje de Cristo quedan diluidos en imprecisiones y a merced del talante subjetivo de cada individuo.

El concepto cristiano del canon supone, necesariamente, que el pueblo de Israel tuvo conciencia, más o menos claramente, de su carácter de religión preparatoria. Sus documentos escritos exigen un complemento. No es necesario, pues, que el canon aparezca como fijado y definitivamente cerrado. Cuando el sínodo judío de Jamnia lo declaró tal, rompió oficialmente con el Espíritu de los profetas , el Espíritu que habló en el Mesías y luego por medio de los apóstoles.

¿Conclusión? Los judíos tenían un auténtico canon bíblico, en el pleno sentido cristiano. Porque lo que es esencial en la idea del canon no es la lista de libros, sino la noción de que uno o varios libros son el registro de la revelación de Dios a los hombres en Cristo y, consiguientemente, son normativos, canónicos y obligan al pueblo del Señor. En este sentido, Israel tuvo canon. Y este canon fue leído por los hijos de Abraham, por Jesús y por la Iglesia apostólica, en su triple colección del Pentateuco, los Profetas y los escritos.

Siempre hay los que desearían un canon avalado y promulgado por algún sanedrín. Mas nosotros, para quienes el pensamiento del Maestro es canónico, tenemos una autoridad exterior más alta que las autoridades rabínicas y eclesiásticas. No es una autoridad oficial. Es la autoridad de un excomulgado: la autoridad de Jesús. Ahora bien, sin haber recibido ninguna investidura oficial de manos de los dirigentes judíos, tenía, sin embargo, la suprema dignidad: era el Mesías. El testimonio de Jesús en la historia testifica en favor del canon hebreo, y el testimonio del Espíritu Santo en el corazón de los creyentes, y en la Iglesia testifica en favor de las afirmaciones de Jesús.

Por supuesto, la crítica no se detiene en el Antiguo Testamento y formula parecidas objeciones con respecto al Nuevo.

La primera dificultad que nos plantea consiste en presentarnos el Nuevo Testamento del hereje Mar¬ción, del año 138, como el primer canon cristiano. El canon oficial, ortodoxo, sería, pues, posterior al año 140. Nunca, antes de esta fecha, se usa la expresión “Está escrito” para referirse al Nuevo Testamento. Por otra parte, no es hasta el 170 que Melitón de Sardis se sirve de la expresión: “escritos del nuevo pacto”. Después viene Ireneo en la misma fecha. Y la crítica racionalista se refocila subrayando que fue un hereje el que dio a la Cristiandad el primer canon. Esta afirmación es ya dogma entre los críticos desde hace más de un siglo y medio.

Una realidad no depende, sin embargo, del nombre que reciba. Cuando a mediados del siglo II se denominó al que había de ser Nuevo Testamento “escritos del nuevo pacto”, no se hizo más que dar expresión a una realidad cuyo proceso comenzó justamente en el instante de la aparición de la primera carta apostólica .

Extracto del libro: El fundamento apostólico, de Jose Grau.

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