​"Porque la sangre de los toros y de los machos cabríos no puede quitar los pecados. Por lo cual, entrando en el mundo dice: Sacrificio y ofrenda no quisiste; mas me preparaste cuerpo. Holocaustos y expiaciones por el pecado no te agradaron. Entonces dije: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad, como en el rollo del libro está escrito de mí" (He. 10:4-7).


Ha sido dicho que «el cristianismo es Cristo» y que la teología cristiana es por lo tanto una explicación sobre quién es Cristo y lo que significa tener fe en Él. Esto no es tan simple como parecería ser a primera vista.

En primer lugar, la afirmación más importante que puede hacerse sobre Jesús, que es tanto Dios como hombre, es muy difícil de captar. Por otro lado, las doctrinas sobre la persona de Cristo nos conducen rápida e inevitablemente a consideraciones sobre la obra de Cristo. Todo esto hace que resulte imposible hablar significativamente sobre quién es Jesús sin hablar al mismo tiempo sobre lo que hizo y sobre la importancia de lo que esto representa para nosotros.

¿Por qué Jesús se hizo hombre? La respuesta a esta pregunta, como veremos, es que Jesús se hizo hombre para poder morir por los que creerían en Él. Esta respuesta está tratando la obra de Cristo y por lo tanto bien podría ser considerada más adelante, en la sección sobre la obra de Cristo. Pero también es relevante aquí, porque la obra desarrollada por Cristo está íntimamente relacionada con quién es Él, y la pregunta «¿Qué hizo?» requiere inevitablemente una explicación sobre su singular naturaleza como Dios-hombre. Podríamos decir que la naturaleza de Cristo le otorga significado a su obra. Y su obra, que gira en torno a la expiación, constituye el fundamento apropiado para una doctrina sobre su persona.

James Denney, un profesor del United Free Church College en Glasgow, Escocia, trató este tema a fines del siglo XIX y comienzos del XX. Necesitamos una expiación. Pero, como escribe Denney, Cristo es la única persona que puede realizar esta obra por nosotros.

Esto es lo más profundo y decisivo que podemos conocer sobre Él, y al responder a las preguntas que derivan de ella, estamos comenzando sobre una base en la experiencia. En un cierto sentido Cristo se nos aparece como el reconciliador. Está cumpliendo la voluntad de Dios en nuestro lugar, y a nosotros sólo nos cabe observar. Vemos cómo se derrama sobre Él el juicio y la misericordia de Dios en relación a nuestros pecados. Su presencia y su obra sobre la tierra son un regalo divino, una visita divina. Él es el regalo que Dios le hace a los hombres, no es lo que ofrecen los hombres a Dios. Dios se nos entrega a sí mismo en y con Él. Es a Él a quien le debemos todo lo que llamamos vida divina.

Por otro lado, esta visita divina se hace, y esta vida divina es impartida, mediante una vida y una obra que son verdaderamente humanas. La presencia y la obra de Jesús en el mundo, incluso la obra de llevar sobre sí el pecado, no nos obliga a definir lo humano y lo divino por oposición: no hay ninguna sugerencia de incongruencia entre ambos. Sin embargo, ambos están presentes, y el hecho de que ambos estén presentes justifica que nos preguntemos acerca de la relación de Jesús con Dios por un lado, y de su relación con los hombres por otro. Es por ese motivo que debemos ocuparnos aquí sobre la obra de Cristo, en particular como una explicación de la Encarnación. Solamente después de haber hecho esto podremos estar en libertad de considerar la obra de Cristo en su totalidad.

En las obras de Anselmo de Canterbury (que murió en el año 1109) encontramos una afirmación clásica con respecto a la pregunta sobre por qué Jesucristo se hizo hombre. La obra teológica maestra que escribió Anselmo, Cur Deus Homo (que literalmente significa «¿Por qué Dios hombre?», y expresada en términos más coloquiales, «¿Por qué Dios se hizo hombre?») trata la cuestión de la encarnación. La respuesta es una afirmación cuidadosamente pensada sobre la expiación. Anselmo respondía que Dios se hizo hombre en Cristo porque sólo una persona que fuera Dios y hombre al mismo tiempo podía lograr nuestra salvación. Al aproximarnos a este tema desde la perspectiva de Anselmo, no queremos decir que no haya otras razones para la encarnación. Ya hemos señalado que nos revela el valor que Dios asigna a la vida humana. La creación declara que la vida es valiosa, pero que el pecado la ha desvalorado. La encarnación, en el centro de la historia del pecado humano, nos señala que Dios no nos ha abandonado sino que nos ama aunque estamos en un estado caído. La encarnación además hace dos cosas adicionales. Nos muestra que Dios es capaz de entendernos y simpatizar con nosotros, lo que sirve de impulso para acercarnos a Él en oración. La encarnación, también, constituye un ejemplo sobre cómo debería vivir una persona en este mundo. Pedro habla incluso de la crucifixión en estos términos: «Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas» (1 P. 2:21).

Pero la expiación es la causa real de la encarnación. El autor de la epístola a los Hebreos afirma esto con claridad. «Porque la sangre de los toros y de los machos cabríos no puede quitar los pecados. Por lo cual, entrando en el mundo dice: Sacrificio y ofrenda no quisiste; mas me preparaste cuerpo. Holocaustos y expiaciones por el pecado no te agradaron. Entonces dije: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad, como en el rollo del libro está escrito de mí» (He. 10:4-7). Y el autor luego agrega a continuación que cuando Jesús dice que ha venido a cumplir con la voluntad de Dios, esa voluntad debe ser entendida como proporcionando un mejor sacrificio. «En esa voluntad somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre» (10:10).

Encontramos este mismo énfasis en otros lugares. En sus denotaciones el nombre Jesús («Jehová salva») está apuntando hacia la expiación. «Llamarás su nombre JESÚS, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt. 1:21). Jesús mismo hizo referencia a su próximo sufrimiento (Mr. 8:31, 9:31), ligando el éxito de su misión a la crucifixión: «Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo» (Jn. 12:32). En varios otros lugares en el evangelio de Juan se habla de la crucifixión como la «hora» para la cual Cristo vino (Jn. 2:4; 7:30; 8:20; 12:23,27; 13:1; 17:1). Además, la muerte de Jesús es también el tema del Antiguo Testamento, primero con respecto al significado cabal de los sacrificios (el significado es el centro de la ley) y luego con respecto a las profecías, que cada vez más ponían su mira sobre la promesa de un Redentor venidero. En el capítulo 53 de Isaías, y en otros textos del Antiguo Testamento, se nos habla del sufrimiento del Libertador que había de venir. En Gálatas, el apóstol Pablo nos enseña que incluso Abraham, que vivió antes de la ley y los profetas, fue salvo por la fe en Jesús (Gá. 3:8,16). Jesús les enseñó a los discípulos apesadumbrados que iban camino a Emaús que el Antiguo Testamento predecía su muerte y su resurrección. «Entonces él les dijo: ¡Oh insensatos, y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho! ¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas, y que entrara en su gloria? Y comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas, le declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían» (Lc. 24:25-27). A la luz de estos textos y de muchos otros, se hace necesario decir que la expiación de Cristo constituye la razón de la encarnación. Es la explicación de su naturaleza doble y el punto focal del mundo y de la historia bíblica.

Extracto del libro «Fundamentos de la fe cristiana» de James Montgomery Boice

Al continuar utilizando nuestro sitio web, usted acepta el uso de cookies. Más información

Uso de cookies

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra POLÍTICA DE COOKIES, pinche el enlace para mayor información. Además puede consultar nuestro AVISO LEGAL y nuestra página de POLÍTICA DE PRIVACIDAD.

Cerrar