​El precio del rescaste se pagó en el Calvario, Dios mismo lo pagó: el Hijo se dio a sí mismo, llevó nuestro pecado y nuestra maldición; el Padre entregó a su Hijo, su Unigénito Hijo, a quien amaba. 

​¿Por qué la doctrina de la expiación es central en las Escrituras? ¿Por qué debe haber un sacrificio? O, si aceptamos que la expiación es necesaria, ¿por qué Jesús, el Dios-hombre, debe ser quien la provea? Una respuesta, dada por Calvino en su Institución de la Religión Cristiana, es que así es como Dios lo ha dispuesto y que entonces es una impertinencia por nuestra parte preguntar si habría alguna otra manera. Pero esto no es una respuesta completa, como tanto Calvino y Anselmo lo reconocen.

Es posible preguntar sin ninguna impertinencia, en un
esfuerzo por entender, ¿por qué la salvación debía de lograrse de esta manera?

Anselmo (y luego Calvino) proponía dos respuestas posibles. La primera es que la salvación debía alcanzarse por medio de Dios, ningún otro podía lograrla. Resulta evidente que ningún hombre o mujer podían alcanzarla, ya que somos nosotros los que estamos en medio de graves problemas en primer lugar. Estamos en esta situación debido a nuestra rebelión contra las justas leyes y decretos de Dios. Además, hemos sufrido los efectos del pecado hasta tal extremo que nuestra voluntad está esclavizada, y por lo tanto ni siquiera podemos optar por agradar a Dios, y mucho menos agradar a Dios de una manera eficaz. Si hemos de ser salvos, solo Dios, quien tiene tanto el poder y la voluntad de salvarnos, debe ser quien nos salve. La segunda respuesta de Anselmo es que, si bien aparentemente es una contradicción, la salvación debe ser también alcanzada por el hombre. El hombre es quien le ha fallado a Dios y debe ser por lo tanto quien arregle el mal que ha hecho. Dada esta situación, la salvación sólo puede ser lograda por aquel que es al mismo tiempo Dios y hombre, es decir, por Cristo.

No habría estado bien que la restauración de la naturaleza humana quedara sin realizar, y no podría haber sido realizada a no ser que el hombre pagara lo que le debía a Dios por su pecado. Pero la deuda era tan grande que, si bien sólo el hombre era deudor, únicamente Dios podía saldarla, por lo que la misma persona debía ser al mismo tiempo hombre y Dios. Se hacía así necesario que Dios tomara la humanidad en la unidad de su Persona, para que quien por su naturaleza debía pagar, y no podía, estuviera en una persona que sí podía pagar. La vida de este hombre fue tan sublime, tan preciosa, que fue suficiente para pagar todo lo que se debía por los pecados de todo el mundo, e infinitamente mucho más.

Si la explicación de Anselmo sobre la Encarnación no ha de ser mal interpretada es necesario que se tengan presentes tres puntos:

Primero, es Dios quien inicia y lleva a cabo la acción. Si no recordamos este punto, se hace necesario concebir a Dios como algo remoto y ajeno a la expiación y por lo tanto meramente requiriéndola como un precio abstracto que había de ser pagado para satisfacer su justicia. Según este ultimo punto de vista, Dios se presenta como desinteresado, legalista y cruel. En realidad, la naturaleza de Dios está caracterizada por el amor, y fue por amor por lo que planificó y llevó a cabo la expiación. En Cristo, Dios mismo estaba satisfaciendo su propia justicia. Es fácil comprender entonces por qué la Encarnación y la expiación deben ser consideradas conjuntamente para evitar que no sean distorsionadas.

Segundo, en la explicación de Anselmo no hay ninguna sugerencia, de ningún tipo, de que los seres humanos puedan de algún modo aplacar la ira de Dios. La propiciación sí se refiere al aplacamiento de la ira,… pero no es el hombre quien logra aplacar a Dios. Más bien se trata de Dios que aplaca su propia ira para que su amor pueda seguir abrazando y salvando al pecador.

Tercero, no se trata de una cuestión de sustitución en un sentido superficial donde una víctima inocente toma el lugar de otra persona quien debe ser castigada. Se está hablando de sustitución en un sentido más profundo. Quien toma el lugar del hombre para poder satisfacer la justicia de Dios es en realidad uno que se ha hecho hombre a sí mismo y que por lo tanto podemos considerarlo como nuestro representante.

Un entendimiento adecuado sobre la conexión que existe entre la Encarnación y la expiación hacen que la Encarnación sea comprensible. Al mismo tiempo elimina los malentendidos más comunes y las objeciones que se hace sobre el sacrificio que Cristo hizo de sí mismo por nuestra salvación. Un escrito resume esta cuestión en las siguientes palabras: Dios no es sólo perfectamente santo, sino que es la fuente y el modelo de la santidad: Es el origen y el sustentador del orden moral del universo. Debe ser justo. El Juez de, toda la tierra, debe hacer lo que está bien. Es por eso que, resultaba imposible, por los requisitos de su propio Ser, que trate ligeramente al pecado, y comprometa su santidad. Si el pecado debía de ser perdonado sería sobre alguna base que reivindicara toda la santa ley de Dios que no es un mero código, sino el orden moral de toda la creación. Pero dicha reivindicación debía ser extremadamente costosa. ¿Costosa para quién? No para el pecador perdonado, porque no había ningún precio que fuera posible pedirle para su perdón; tanto porque el coste quedaba demasiado fuera de su alcance como porque Dios ama dar y no vender. Por lo tanto, Dios mismo se propuso pagar el precio, ofrecer un sacrificio, tan tremendo que no quedara duda sobre la gravedad de su condena del pecado que estaba perdonando, pero que al mismo tiempo demostrara el Amor que lo impulsaba a pagar el precio, que sería la maravilla de los ángeles, y produciría la gratitud en la adoración del pecador redimido.

El precio se pagó en el Calvario, Dios lo pagó: el Hijo se dio a sí mismo, llevó nuestro pecado y nuestra maldición; el Padre entregó a su Hijo, su unigénito Hijo, a quien amaba. Pero se pagó por Dios hecho hombre, quien no sólo tomó el lugar del hombre culpable, sino que también fue su representante.

El Hijo divino, una de las tres personas del único Dios, a través de quien desde el comienzo de la creación Dios se ha revelado a sí mismo al hombre (Jn 1:18), tomó la naturaleza de hombre sobre sí, y así se convirtió en nuestro representante. Se ofreció como un sacrificio en nuestro lugar, llevando nuestro pecado sobre su cuerpo en la cruz. Sufrió, no solamente la angustia física, sino también el horror espiritual e inconmensurable de ser identificado con el pecado, al que tanto se oponía. Fue así que quedó bajo la maldición del pecado, por lo que por un tiempo su comunión con Dios se rompió. Dios proclamó así su infinita abominación del pecado, haciéndole sufrir todo eso, en lugar de los culpables, para poder perdonar a los culpables con su justicia. El amor de Dios encontró entonces su perfecto cumplimiento porque no se echó atrás frente al más grande de los sacrificios, para que nosotros pudiésemos ser salvos de la muerte eterna mediante lo que Él padeció. Fue así posible que Él fuera justo, y que justificara al creyente, porque como el Dador de la Ley y como el Sustituto de la raza rebelde del hombre, Él mismo sufrió el castigo de la ley quebrantada.

Extracto del libro «Fundamentos de la fe cristiana» de James Montgomery Boice

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