​Cuando leemos en los Evangelios las circunstancias que rodearon la muerte de nuestro Señor Jesucristo, salta a la vista la intensidad de sus sufrimientos, tanto físicos como emocionales. El Señor había sido literalmente masacrado por los soldados romanos antes de llegar a la cruz.  Y no podemos minimizar el enorme sufrimiento emocional y mental que debe haber sido para Él percibir la maldad humana en toda su crudeza y su fealdad.

​Pero aunque Cristo era 100% humano como tú y como yo, y sus terminaciones nerviosas funcionaban como la tuya y la mía, su dolor más intenso le sobrevino de la fuente más inesperada.

“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? ¿Por qué estás tan lejos de mi salvación, y de las palabras de mi clamor?” (Sal. 22:1-2).

Las palabras que encabezan este Salmo fueron repetidas literalmente por nuestro Señor Jesucristo un poco antes de su muerte, y expresan uno de los más grandes misterios de toda la Biblia. Al Espíritu Santo le plugo revelarnos que Cristo fue desamparado por su Padre en el momento más terrible de todo su ministerio.

No se trataba simplemente de una sensación de abandono, como la que experimentan los creyentes en ocasiones, sobre todo cuando están atravesando por un fuerte período de aflicción y no perciben la presencia de Dios en sus vidas. Esa sensación de abandono no corresponde con la realidad.

La Palabra de Dios nos asegura que no existe ninguna cosa creada, ni en el mundo físico ni en el mundo espiritual, que pueda separarnos del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro, como dice Pablo en Romanos 8:39. Nuestro Dios es un Dios fiel, y Él ha prometido que nunca nos dejará ni nos desamparará.

Pero en el caso de Cristo cuando estaba en la cruz, el abandono no fue una mera sensación. Su abandono fue real. De hecho, esa es la única ocasión que se registra en las Escrituras en que Cristo no se dirige a Dios llamándole Padre.

Y la razón es claramente revelada en las Escrituras. Dice el profeta Habacuc que Dios es muy limpio de ojos para ver el mal (1:13); y en ese momento Cristo estaba cargando con el pecado de Su pueblo. En una dimensión que nosotros no podemos entender, Cristo fue hecho pecado, para que nosotros pudiésemos ser justificados.

“Todo nosotros nos descarriamos como ovejas, dice en Isaías 53, cada cual se apartó por su camino; más Jehová a cargo en Él el pecado de todos nosotros” (Is. 53:6).

Esa es la esencia del mensaje del evangelio, que Aquel “que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2Cor. 5:21).

Y cuando eso estaba sucediendo, cuando Cristo fue hecho pecado por amor a Su pueblo, el Dios perfectamente santo y justo no pudo tener con Él la comunión deleitosa que siempre había tenido desde toda la eternidad.

Esto es difícil de entender para nosotros, porque tomamos el pecado con mucha ligereza. Pero para Dios el pecado es algo tan serio que para redimir al pecador, Alguien adecuado tenía que asumir la culpa y pagar por ella. La segunda persona de la Trinidad se hizo hombre y murió en una cruz, porque era imposible salvar al hombre de otro modo.

En la cruz del calvario Jesucristo sufrió el infierno que todos nosotros merecíamos por causa de nuestras transgresiones. Toda la ira de un Dios tres veces santo fue derramada sobre Él.

Es por eso que dice la Escritura que Cristo es la propiciación por nuestros pecados, en otras palabras, Él tomó sobre sí la ira justa de Dios por causa de nuestros pecados. Y lo hizo voluntariamente, por amor a nosotros.

Ese clamor de Cristo en la cruz que se expresa en el Salmo 22 no fue una expresión de duda, sino de agonía. Cristo sabía por qué había sido desamparado (comp. vers. 3); Él sabía de antemano que eso iba a suceder, y aún así, por amor a nosotros, decidió voluntariamente pasar por ese valle de sombra de muerte (comp. Mt. 16:21-23; Jn. 12:27).

Él sabía que había venido a morir, pero sabía también que la muerte no tendría sobre él la última palabra. Por eso clama a Dios, a pesar del desamparo, y apela al hecho de que seguía siendo su Dios: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” Esto parece paradójico; si se sentía desamparado ¿por qué clamó Dios?

Porque la fe de Cristo como Hombre aún se mantenía intacta. El mero hecho de citar este Salmo en esa hora de agonía, era una prueba de eso. El Señor conocía el Salmo 22 de memoria y sabía que concluye con un canto de victoria, no con un grito de frustración.

¿Cuál es, entonces, el sentido de esta pregunta? El mismo Salmo lo aclara en el resto de la estrofa: “Dios mío, clamo de día, y no respondes; y de noche, y no hay para mí reposo”.

Uno de los aspectos que debemos tomar en cuenta al estudiar la poesía hebrea, es el hecho de que posee una rima de pensamiento: usualmente la segunda línea de alguna manera explica o complementa la primera.

Y eso es precisamente lo que tenemos aquí. Cristo no está preguntando la razón de su desamparo, sino expresando su angustia por la extensa duración de esta agonía: “de día… y de noche” (refiriéndose probablemente a la oscuridad que había cubierto la tierra).

No podemos olvidar que la naturaleza humana de Jesús era realmente humana. Y es como Hombre que Él está clamando aquí: “¿Dios mío, Dios mío, por qué me has desamparado por tanto tiempo? ¿Cuántas horas más debo soportar esta agonía?”

Ya llevaba casi seis (6) horas en este suplicio, y él sabía perfectamente que aquello no iba a terminar hasta que bebiera la última gota de esa copa de la ira divina.

Así que este no es grito de duda, sino el clamor de un alguien que está atravesando por el más intenso sufrimiento que hombre alguno haya experimentado jamás. Por eso continúa librando esta batalla en oración, clamando a ese mismo Dios que lo había desamparado.

Esa es una de las características más impresionantes del Salmo 22; comienza con un grito de desamparo, pero a cada estrofa del Salmo que describe los sufrimientos del Salvador, le sigue inmediatamente una oración a Dios (vers. 3-5).

“Pero tú eres santo, tú que habitas entre las alabanzas de Israel. En ti esperaron nuestros padres; esperaron, y tú los libraste. Clamaron a ti, y fueron librados; confiaron en ti, y no fueron avergonzados” (vers. 3-5).

El Señor está apelando aquí al carácter de Dios, de manera particular a su santidad y fidelidad. Porque Dios es santo, siempre se ha mostrado como un Dios fiel para aquellos que han puesto su confianza en Él.

Aunque en ese momento su oración no parecía estar siendo oída, Él sabía que Dios tenía una buena razón para su dilación, y que en el momento oportuno sería librado, como lo hizo con Su pueblo en tantas ocasiones.

Y Su oración fue respondida. Al tercer día se levantó victorioso de la tumba y hoy está sentado a la diestra de Dios intercediendo por los Suyos, esperando la llegada de aquel día en que regresará victorioso a establecer Su reino de paz y justicia. Sí debemos meditar en la muerte de nuestro Salvador, pero no para mirarle con pena. Debemos estar infinitamente agradecidos por Su amor, pero al mismo tiempo confiados en que seguimos a un Rey cuyo reino nunca tendrá fin.

© Por Sugel Michelén. Todo pensamiento cautivo.

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