Heb 7:26-27  Porque tal sumo sacerdote nos convenía:  santo,  inocente,  sin mancha,  apartado de los pecadores,  y hecho más sublime que los cielos; que no tiene necesidad cada día,  como aquellos sumos sacerdotes,  de ofrecer primero sacrificios por sus propios pecados,  y luego por los del pueblo;  porque esto lo hizo una vez para siempre,  ofreciéndose a sí mismo.


La segunda de las tres divisiones principales de la obra de Cristo es su sacerdocio, un tema cuidadosamente preparado en el Antiguo Testamento y desarrollado detalladamente en el libro de Hebreos. Un sacerdote es un hombre nombrado para actuar en lugar de otros en las cosas relacionadas con Dios. Es decir, es un mediador. En Cristo, esta función sacerdotal o de intermediario se logra de dos maneras: en primer lugar, al ofrecerse a sí mismo como sacrificio por el pecado (algo que los sacerdotes del Antiguo Testamento no podían hacer) y, en segundo lugar, al interceder por su pueblo en los cielos. El Nuevo Testamento representa esta última actividad al mostrar la suficiencia del sacrificio de Cristo como la base sobre la cual sus oraciones y las nuestras deben ser respondidas.

El hecho de que Jesús mismo sea el sacrificio por los pecados ya debería dejar claro que su sacerdocio es distinto y superior a las funciones sacerdotales del Antiguo Testamento. Pero no solamente en este sentido Cristo es superior. En primer lugar, según el sistema del Antiguo Testamento los sacerdotes de Israel debían ofrecer un sacrificio no sólo por quienes representaban sino también para sí mismos, ya que ellos también eran pecadores. Por ejemplo, antes que el sumo sacerdote pudiera entrar al Lugar Santísimo en el día de la expiación, lo que ocurría una vez al año, primero tenía que ofrecer un becerro como expiación por sí mismo y por su casa (Lv. 16:6). Sólo después de haber realizado dicho sacrificio podía continuar con las ceremonias de los machos cabríos y el sacrificio, cuya sangre luego era rociada sobre el propiciatorio dentro del Lugar Santísimo. Nuevamente, los sacrificios que ofrecían los sacerdotes de Israel eran imperfectos. Enseñaban que el camino de salvación era por medio de la muerte de una víctima inocente. Pero la sangre de los corderos y las cabras no podía quitar los pecados, como se reconoce tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo Testamento (Miq. 6:6-7; Heb. 10:4-7). Por último, los sacrificios de los sacerdotes terrenales eran incompletos, como lo atestigua el hecho de que tenían que ser ofrecidos una y otra vez. En Jerusalén, por ejemplo, el fuego sobre el principal altar de sacrificio nunca se apagaba; y en algunos días de reposo importantes, como el de la Pascua, se ofrecían literalmente cientos de miles de corderos.

En oposición a ese sacerdocio terrenal, el sacrifico de Jesús fue realizado por uno que es perfecto y que por lo tanto no necesitaba ningún sacrificio para sí. Como lo expresa el autor a los Hebreos: «Porque tal sumo sacerdote nos convenía: santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores, y hecho más sublime que los cielos; que no tiene necesidad cada día, como aquellos sumos sacerdotes, de ofrecer primero sacrificios por sus propios pecados, y luego por los del pueblo; porque esto lo hizo una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo» (Heb. 7:26-27). Segundo, siendo Él perfecto y al mismo tiempo siendo el sacrificio perfecto, el sacrificio realizado por Jesús fue perfecto. Por lo tanto, podía pagar el precio por el pecado y quitarlo de en medio, algo que los sacrificios de Israel a manos de sus sacerdotes no podían hacer. Eran una sombra de lo que habría de venir, pero no eran la realidad. La muerte de Cristo fue la real expiación sólo en base a la cual Dios declara justo al pecador. El autor de los Hebreos afirma esto: «Pero estando ya presente Cristo, sumo sacerdote de los bienes venideros… entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención. Porque si la sangre de los toros y de los machos cabríos, y las cenizas de la becerra rociadas a los inmundos, santifican para la purificación de la carne, ¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?» (He. 9:11-14).

Por último, a diferencia de los sacrificios de los sacerdotes del Antiguo Testamento, que tenían que ser repetidos diariamente, el sacrificio de Jesús fue completo y eterno —y como evidencia de eso, ahora está sentado a la diestra de Dios—. En el templo judío no había sillas, lo que significaba que la tarea de los sacerdotes nunca se terminaba. «Pero Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios, de ahí en adelante esperando hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies; porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados» (He. 10:12-14).

Cualquier enseñanza sobre los sacerdotes y los sacrificios resulta hoy muy difícil de comprender para la mayoría de las personas, porque en la mayor parte de nuestro mundo civilizado no ofrecemos sacrificios, y no entendemos su terminología. Tampoco era muy fácil de entender en la antigüedad. El autor de los Hebreos, en realidad, está reconociendo esto en un comentario entre paréntesis: «Acerca de esto tenemos mucho que decir, y difícil de explicar, por cuanto os habéis hecho tardos para oír» (He. 5:11).

Por otro lado, las instrucciones tan elaboradas sobre cómo debían ser realizados los sacrificios fueron dadas para enseñar tanto la naturaleza grave del pecado como la manera que Dios había provisto para tratarlo. Los sacrificios estaban dictando dos lecciones. Primero, que el pecado significa la muerte. Es una lección sobre el juicio de Dios. Significa que el pecado es algo muy serio. «El alma que pecare, esa morirá» (Ez. 18:4). Segundo, que hay un mensaje de gracia. El sacrificio es significativo porque por la gracia de Dios un sustituto inocente puede ser ofrecido en el lugar del pecador. El macho cabrío o el cordero no era ese sustituto, meramente lo estaba señalando. Jesús fue y es el sustituto de todos quienes lo reconozcan como su Salvador. Él es el Único, perfecto y todo suficiente sacrificio por el pecado, en base al cual Dios puede justificar al pecador. 

Extracto del libro «Fundamentos de la fe cristiana» de James Montgomery Boice

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