En BOLETÍN SEMANAL
​La persona santa (II)No comprendo cómo una persona pueda ser creyente de verdad, y sin embargo dejar de experimentar que el pecado es la carga más pesada, la tristeza más grande y la aflicción más dura.


«La santidad, sin la cual nadie verá al Señor» (Hebreos 12:14)

La persona santa andará en el temor de Dios. No es el temor del esclavo que obra por miedo al castigo; es el temor del niño que desea obrar y vivir como si siempre estuviera delante de su padre, porque le ama. ¡Qué ejemplo más excelente nos da Nehemías de esto! Cuando llegó a ser gobernador de Jerusalén, bien hubiera podido vivir a costa de sus gobernados y exigir de ellos dinero para tal fin; los otros gobernadores lo habían hecho. Pero Nehemías no hizo tal cosa, pues como él mismo nos dice: «Pero yo no hice así, a causa del temor de Dios» (Nehemías 5:15).

La persona santa buscará la humildad. Con toda mansedumbre de corazón estimará a los otros como mejores que él mismo. Apreciará más corrupción en su corazón que en el de cualquier otro y entenderá el por qué Abraham dijo: «No soy más que polvo y ceniza», y con Job exclamara: «He aquí que soy vil»; y entenderá la razón por la cual Jacob dijo: «Menor soy que todas tus misericordias»; y Pablo dijera: «Yo soy el primero de los pecadores.” Bradford, aquel santo y fiel mártir de Cristo, a menudo terminaba sus cartas con estas palabras: «El más miserable pecador, Juan Bradford.” Ya en su lecho de muerte, las últimas palabras de Grimshaw, el gran predicador, fueron: »Ahora se marcha un siervo inútil.”

La persona santa mostrará fidelidad en todas sus relaciones y obligaciones de la vida. No sólo desempeñará sus obligaciones como los demás que no se preocupan de sus almas, sino que se esforzará por desempeñarlas mejor, pues tiene motivos más elevados y una ayuda superior a la de ellos. Aquellas palabras de Pablo no deberían olvidarse nunca: «Y todo lo que hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor.” «No perezosos, fervientes en espíritu, sirviendo al Señor.” La persona santa se propone hacer todas las cosas bien y se avergonzaría de permitir algo deshonesto en su conducta. Es como Daniel, del que se dijo: «No hallamos contra este Daniel ocasión alguna para acusarle, si no la hallamos contra él en relación con la ley de su Dios» (Daniel 6:5). La persona que aspira a la santidad se esforzará en ser un buen esposo, una buena esposa, un buen padre, una buena madre, un buen hijo, un buen jefe, un buen obrero, un buen vecino, un buen amigo, un buen ciudadano, bueno en la calle y bueno en el hogar. Poco vale la santidad si no lleva todos estos frutos. El Señor Jesús hizo una pregunta escudriñadora cuando dijo: «¿Qué hacéis de más? ¿No hacen también así los gentiles?» (Mateo5:47).

En último lugar, pero no porque lo sea en importancia, la persona santa mostrará en todo una inclinación y disposición por las cosas espirituales. Procurará poner completamente sus afectos en las cosas de arriba, y con mano muy floja sujetará las cosas terrenales. No descuidará los negocios de esta vida, pero en su mente y en su corazón el primer lugar lo ocuparán las cosas de la vida venidera. Aspirará a vivir la vida de aquellos cuyo tesoro está en los cielos y a pasar por este mundo como peregrino y extranjero que se dirige a su hogar. En la lectura de la Biblia, en la comunión con Dios en oración, en la compañía del pueblo de Dios, el hombre santo encontrará sus goces mayores. Participará de alguna manera de los sentimientos de David cuando dijo: «Está mi alma apegada a ti.» «Mi porción es Jehová» (Salmo 63:8; 119:57).

Estos son los rasgos más sobresalientes de una persona santa. Mucho lamentaría que se interpretara mal lo que quiero decir o que mi descripción de la santidad pueda desanimar a alguna conciencia tierna. Lejos está de mi entristecer el corazón del justo o poner una piedra de tropiezo en el camino de algún creyente.

A modo de aclaración diré que la santidad no excluye la presencia interior del pecado. El mal más terrible del hombre santo consiste en que consigo lleva «un cuerpo de muerte», ya que queriendo hacer el bien, se da cuenta de que el mal está en él para que no pueda hacer el bien que desea (Romanos 7:21). Pero lo excelente del hombre santo es que no está en paz con el pecado interior; lo odia, y se lamenta por él mismo, y suspira por el día cuando se verá definitivamente libre de él. La obra de santificación en su interior es como la muralla de Jerusalén: progresa la edificación aún «en tiempos angustiosos» (Daniel 9:25).

Tampoco digo que la santidad alcanza su madurez y perfección en un instante, ni que las gracias que acabo de mencionar han de florecer en todo su esplendor antes de que podamos llamar a una persona santa. No, lejos está de mi tal suposición. La santificación es siempre una obra progresiva, y aún en los creyentes más avanzados, es una obra imperfecta. La historia de los santos más sobresalientes registra muchos «peros» y muchos «sin embargos» antes de alcanzar la meta. Hasta que no alcancemos la Jerusalén celestial, el oro nunca se verá libre de impurezas, ni la luz brillará sin la interferencia de alguna nube. El mismo sol tiene manchas sobre su superficie. Aún los hombres más santos, una vez pesados en la balanza del santuario mostrarán manchas y defectos. Y es que su vida es un continuo batallar contra el pecado, el mundo y el diablo, y no siempre son vencedores, a veces también son vencidos. La carne pelea siempre contra el espíritu, y el espíritu contra la carne, y «en muchas cosas ofendemos nosotros muchas veces» (Gálatas 5:17; Santiago 3:2).
La verdadera santidad es una gran realidad. Es algo que puede verse en una persona, que puede ser conocido, observado y sentido por todos aquellos que están en torno suyo. La santidad es luz y en consecuencia ha de verse. La santidad es como la sal: su sabor ha de percibirse. La santidad es como un ungüento precioso: su presencia no puede disimularse.

Una carretera puede unir dos puntos distantes, pero en el curso de la misma puede haber muchas curvas y desvíos; y una persona puede ser verdaderamente santa y aun así estar aquejada de muchas enfermedades. El oro no es menos oro por el hecho de estar mezclado con otras aleaciones, ni la luz es menos luz porque brilla con menos intensidad, ni la gracia es menos gracia porque es joven y débil. Pero aún con estas salvedades, no encuentro motivo para que a una persona que, a sabiendas y sin avergonzarse de ello, haga aquello que expresamente está condenado por los mandamientos de Dios, se la considere «santa.” Con razón dice Owen: «No comprendo cómo una persona pueda ser creyente de verdad, y sin embargo dejar de experimentar que el pecado es la carga más pesada, la tristeza más grande y la aflicción más dura.”

Extracto del libro: «El secreto de la vida cristiana» de J.C. Ryle

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