En BOLETÍN SEMANAL
​El creyente y la santidadSi Cristo murió, ¿vivirá en el creyente el pecado? Si fue crucificado al mundo, ¿cómo pueden ser vivificados y permanecer vivos nuestros afectos por las cosas del mundo? ¿Dónde está el testimonio santo de aquel que por la cruz de Cristo es crucificado al mundo, y el mundo le es crucificado a él?


«La santidad, sin la cual nadie verá al Señor» (Hebreos 12:14)

Ciertamente, no nos debe extrañar que la Escritura diga: «Debes nacer de nuevo» (Juan 3:7). Resulta claro, como la luz del mediodía, que muchos de los que profesan ser cristianos necesitan un cambio completo, una nueva naturaleza, si desean salvarse. Las viejas cosas han de pasar: estas almas deben pasar a ser nuevas criaturas. Se trate de quien se trate, «sin santidad nadie verá al Señor.”

Me dirigiré ahora a los creyentes con esta pregunta: ¿Creéis que dais a la santidad la importancia que merece? Como resultado del tiempo en el que vivimos la santidad está muy descuidada; y dudo que ocupe el lugar que merece en la mente y atención de algunos creyentes. Somos dados a olvidar la doctrina del crecimiento en la gracia, de ahí que no nos demos suficiente cuenta de que una persona puede ir muy lejos en una mera profesión extrema de la fe evangélica, y con todo ser un extranjero a la gracia y estar espiritualmente muerto delante de Dios. El parecido de Judas Iscariote con los demás Apóstoles era realmente grande. Cuando el Señor les avisó de que uno de ellos le entregaría, nadie dijo: «Es Judas.” Sería conveniente que meditáramos más en el estado espiritual de las iglesias de Sardis y Laodicea.

No me mueve el deseo de hacer de la santidad un ídolo. Lejos está de mí destronar a Cristo y poner la santidad en su lugar. Pero sí que desearía que los creyentes de nuestro día se preocuparan más de la santidad de lo que en realidad hacen. No se olvide que Dios ha casado la justificación con la santificación. Ambas cosas son distintas, pero la una no se da sin la otra. Los que han sido justificados, han sido también santificados y todos los santificados han sido también justificados. Y lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre. No me hables de tu justificación, a menos que me muestres primero algunas señales de tu santificación. No te gloríes de la obra de Cristo a tu favor, a menos que nos puedas mostrar la obra del Espíritu en ti. No llegues nunca a pensar que Cristo y el Espíritu pueden estar divididos. Muchos son los creyentes que ya saben estas cosas, pero siempre es provechoso recordarlas de nuevo. Demostremos con nuestras vidas que las sabemos. Tratemos de retener en nuestra memoria las palabras del versículo: «Seguid la santidad, sin la cual nadie verá al Señor.”

Algunas veces temo, y esto lo digo con toda reverencia, que si Cristo estuviera ahora sobre la tierra, no serían pocos los que pensarían que su predicación era demasiado legalista. Y si Pablo escribiera ahora sus Epístolas, habría algunos que pensarían que hubiera sido mejor si hubiera prescindido de los consejos prácticos que aparecen al final de la mayoría de las mismas. Acordémonos que fue el Señor Jesús quien predicó el Sermón del Monte y que la Epístola a los Efesios contiene seis capítulos y no cuatro. Me duele verme obligado a hablar de esta manera, pero hay motivo. Bien decía Rutherford: «Los que tratan de prescindir de la santificación son extranjeros a la gracia. El creer y el hacer son hermanos de sangre.”

¿No es verdad que en nuestros días necesitamos una norma de santidad más elevada? ¿Dónde está nuestra paciencia? ¿Dónde está nuestro celo? ¿Dónde está nuestro amor? ¿Se ve el poder del Evangelio en nuestro tiempo como se veía en los tiempos pasados? ¿Dónde está aquella característica especial que tanto distinguía a los santos de antaño y que hacía conmover al mundo? Ciertamente, nuestra plata está cubierta de herrumbre, nuestro vino mezclado con agua y nuestra sal tiene poco poder sazonador. La noche casi ya ha pasado y el día se acerca. Despertemos, y no durmamos más. Que nuestros ojos estén, de ahora en adelante, más abiertos de lo que lo han estado hasta ahora. «Despojémonos de todo peso, y del pecado que nos asedia.» «Limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios» (Hebreos 12:1; 2 Corintios 7:1). Dice Owen: «Si Cristo murió, ¿vivirá el pecado? Si fue crucificado al mundo, ¿cómo pueden ser vivificados y permanecer vivos nuestros afectos por las cosas del mundo? ¿Dónde Está el testimonio santo de aquel que por la cruz de Cristo es crucificado al mundo, y el mundo le es crucificado a él?»

Extracto del libro: «El secreto de la vida cristiana» de J.C. Ryle

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