En BOLETÍN SEMANAL
​Las recompensas de Dios: Somos verdaderamente necios si llevamos la cuenta de nuestros actos, sin percibir que si lo hacemos no recibiremos recompensa de Dios. Pero si nos olvidamos de todo y hacemos cada cosa con el propósito de agradarle, al final descubriremos que Dios sí que ha llevado la cuenta.

​Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres, para ser vistos de ellos; de otra manera no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los cielos. Cuando, pues, des limosna, no hagas tocar trompeta delante de ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para ser alabados por los hombres; de cierto os digo que ya tienen su recompensa. Mas cuando tú des limosna, no sepa tu izquierda lo que hace tu derecha, para que sea tu limosna en secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público. (Mateo 6:1-4)

Lo que tenemos que recordar en segundo lugar  es que siempre estamos en la presencia de Dios. Siempre estamos ante sus ojos. Él ve todas nuestras acciones, incluso nuestros mismos pensamientos. En otras palabras, si alguien quiere poner textos en lugares bien visibles, sobre el escritorio o en la pared de la casa, no hay texto mejor que éste: «Tú, Dios, me ves». Está en todas partes. «Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres.» ¿Por qué? «De otra manera no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los cielos.» Él lo ve todo. Conoce el corazón; las otras personas no lo conocen. Uno puede engañarlas, puede convencerlas de que es desinteresado; pero Dios conoce el corazón. «Vosotros», dijo nuestro Señor a los fariseos, «vosotros sois los que os justificáis a vosotros mismos delante de los hombres; mas Dios conoce vuestros corazones; porque lo que los hombres tienen por sublime, delante de Dios es abominación.» Ahora bien, es obvio que éste es un principio fundamental para toda nuestra vida. A veces pienso que no hay una forma mejor de vivir la vida santa que recordando constantemente esto. Cuando nos levantamos por la mañana deberíamos recordar de inmediato que estamos en la presencia de Dios. No estaría mal decirnos a nosotros mismos antes de seguir adelante: «durante todo este día, todo lo que haga, diga, trate, piense e imagine, lo haré bajo la mirada de Dios. Dios estará conmigo; lo ve todo, lo sabe todo. No puedo hacer ni intentar nada sin que Dios sea plenamente consciente de ello. «Tú, Dios, me ves.» Si siempre hiciéramos esto, nuestra vida cambiaría por completo.

En cierto sentido, la mayor parte de los libros que se han escrito acerca de la vida devocional se concentran en este asunto. Si queremos vivir esta vida plenamente, tenemos que aprender que hay que dominarse y hablar consigo mismo. Esto es lo fundamental, lo más importante de todo: que estamos siempre en la presencia de Dios. Él lo ve todo y lo sabe todo, y no podemos eludir su mirada. Los hombres que escribieron los Salmos eran conscientes de ello, y hay ejemplos de exclamaciones desesperadas como éstas: ¿Y a dónde huiré de tu presencia? No puedo escapar de ti.  «si en el Seol hiciere mi estrado… si tomare las alas del alba y habitare en el extremo del mar…» Allí estás tú ¡No puedo escapar de ti! Si pudiéramos recordar esto desaparecería la hipocresía, la adulación propia y todas las culpas que tenemos por sentirnos superiores a los otros; todo desaparecería inmediatamente. Es un principio cardinal el aceptar el hecho de que no podemos eludir la mirada de Dios. En este asunto de la elección final entre uno mismo y Dios, debemos recordar siempre que Él lo sabe todo acerca de nosotros. «Todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de Aquel a quien tenemos que dar cuenta.» Conoce los pensamientos e intenciones del corazón. Puede llegar hasta la entraña misma y hacer la disección del alma y del espíritu. Nada queda oculto a sus ojos. Hemos de partir de este postulado.

Si todos practicáramos esto, sería revolucionario. Estoy completamente seguro de que empezaría de inmediato un avivamiento espiritual. Sería muy distinta, tanto la vida de la iglesia, como la vida de cada individuo. Pensemos en todas las simulaciones y fingimientos, en todo lo que hay de indigno en nosotros. ¡Si cayéramos en la cuenta de que Dios lo ve todo, es consciente de todo, lo graba todo! Ésta es la enseñanza de la Biblia, y éste es el método que tiene de predicar la santidad, no ofrecer a la gente experiencias maravillosas que resuelven todos los problemas. Es sólo caer en la cuenta de que siempre estamos en la presencia de Dios. Porque el hombre que parte de esta base muy pronto acudirá a Cristo y su cruz, y pedirá ser lleno del Espíritu Santo.

El siguiente principio subsidiario se refiere a la recompensa. Esta cuestión de la recompensa parece turbar a las personas, y sin embargo nuestro Señor hace constantemente observaciones como las de los versículos 1 y 4. En ellos, indica que está muy bien buscar la recompensa que Dios da. Dice, «De otra manera no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los cielos.»

Si haces lo justo, entonces «tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público.» A principios del siglo XX  (ahora ya no se oye tanto) algunos enseñaban que se debería vivir la vida cristiana por sí misma, y no por la recompensa. Es algo tan bueno en sí mismo y por sí mismo que no debería buscarse ningún otro motivo, como el deseo del cielo o el temor del infierno. Deberíamos ser desinteresados y altruistas. A menudo se enseñaba esto en forma de historia e ilustración. Un pobre caminaba un día por un camino llevando en una mano un cubo de agua y en la otra un recipiente lleno de fuego. Alguien le preguntó qué iba a hacer con esas cosas, y contestó que iba a quemar el cielo con el recipiente de fuego y apagar el infierno con el cubo de agua, pues ninguno de los dos le interesaba en absoluto. Pero la enseñanza del Nuevo Testamento no es esta. El Nuevo Testamento quiere que veamos como algo bueno el deseo de ver a Dios. Eso es el summum bonum. «Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios.» Es un deseo justo y legítimo, es una ambición santa. Se nos dice lo siguiente acerca del Señor mismo: «El cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio» (Heb. 12:2). Y se nos dice de Moisés que hizo lo que hizo porque tenía los ojos puestos ‘en el galardón’. Era perspicaz. ¿Por qué las personas de cuyas vidas nos habla Hebreos 11 vivieron la vida que vivieron? La respuesta es ésta, vieron ciertas cosas en la lejanía, buscaban ‘la ciudad que tiene fundamentos’, tenían puestos los ojos en ese objetivo último.

El deseo de la recompensa es legítimo y el Nuevo Testamento incluso lo estimula. El Nuevo Testamento nos enseña que habrá un ‘juicio de recompensa’. Habrá quienes reciban muchos azotes, y quienes reciban pocos. Se juzgarán las acciones de todo hombre para ver si son de madera o heno, plata u oro. Serán juzgadas todas vuestras acciones. «Es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo.» Deberíamos interesarnos, por tanto, por este asunto de la recompensa. No hay nada malo en ello, con tal que lo que se desee sea la recompensa de la santidad, la recompensa de estar con Dios.

El segundo punto acerca de la recompensa es éste: No reciben recompensa de Dios los que la buscan de los hombres. Este pensamiento es aterrador pero es una afirmación absoluta. «Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres, para ser vistos por ellos; de otra manera no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los cielos.» Si se ha recibido la recompensa de los hombres en cualquier aspecto, no se recibirá nada de Dios. Permítanme plantear este pensamiento de una forma impactante. Si al predicar este evangelio lo que me preocupa es lo que los demás piensen acerca de mi predicación, en este caso lo único que me va a reportar es esto último, y nada de Dios. Es algo absoluto. Si uno busca recompensa de los hombres la obtendrá, pero no obtendrá nada más. Examinemos a la luz de este pensamiento nuestra vida religiosa, pensemos en todo el bien que hemos hecho en el pasado. ¿Cuánto nos queda que vaya a venirnos de Dios? Es un pensamiento aterrador.

Esos son los principios respecto a la afirmación general. Examinemos ahora con brevedad lo que nuestro Señor dice acerca de este asunto concreto con respecto al dar limosna. Es consecuencia necesaria de los principios que han quedado establecidos. Dice que hay una forma buena y una forma equivocada de dar limosna. Dar limosna, desde luego, significa ayudar a las personas, ofrecerles una mano en caso de necesidad, dar dinero, tiempo, o cualquier otra cosa que vaya a ayudar a los demás.
La forma equivocada de hacerlo es anunciarlo. «Cuando, pues, des limosna, no hagas tocar trompeta delante de ti.» Claro que no hacían esto en realidad; nuestro Señor emplea una metáfora. No contrataban un pregonero para que fuera delante de ellos diciendo: «Miren todos lo que este hombre hace.» La forma equivocada de hacer estas cosas es proclamarlas, atraer la atención sobre ellas. Podríamos dedicar mucho tiempo a mostrar las formas sutiles en que se puede hacer esto. Permítaseme una ilustración. Recuerdo a una señora que se sintió llamada de Dios para comenzar una cierta obra, y se sintió llamada a hacerlo ‘por fe’, según se dice. No tenía que haber ni colecta ni petición de fondos. Decidió comenzar esta obra con un servicio de predicación y se me dio a mí el privilegio de predicar en este servicio. A mitad de la reunión, cuando llegaron los anuncios, esta buena señora durante diez minutos le contó a la congregación que iba a realizarse esta obra completamente ‘por fe’, que no se iba a hacer ninguna colecta, que no creía ni en colectas ni en pedir dinero, y así sucesivamente. ¡Creo que fue la forma más efectiva de pedir fondos que haya oído en mi vida! No quiero decir que fuera deshonesta; estoy seguro de que no lo era, pero sí que era muy aprensiva. Y debido al espíritu de temor, también nosotros podríamos hacer cosas semejantes de forma totalmente inconsciente. Hay una forma de decir que uno no anuncia estas cosas, que significa precisamente que uno las está anunciando. ¡Qué sutil es! Todos conocemos al tipo de hombre que dice: «desde luego no creo en anunciar el número de conversos cuando asumo la responsabilidad de predicar. Pero, después de todo, el Señor debe ser glorificado, y si la gente no se entera de los números, bueno, ¿cómo pueden dar gloria a Dios?» O bien, «No me gustan esos largos informes con ocasión de la celebración de mi aniversario, pero si Dios debe ser glorificado ¿cómo lo hará la gente si no…?» Se ve fácilmente la sutileza. No es que siempre haya un pregonero obvio. Pero cuando examinamos realmente nuestro corazón vemos que hay formas sutiles de hacer la misma cosa. Bien, esta es la forma equivocada y la consecuencia de ello es: «De cierto os digo que ya tienen su recompensa.» La gente alaba y dice, «Qué maravilloso, qué estupendo; espléndido ¿verdad?» Ya tienen su recompensa, consiguen la alabanza. Su nombre aparece en el periódico; se escriben artículos acerca de ellos; se habla mucho de ellos; la gente escribe sus obituarios; lo consiguen todo. Pobres hombres, eso es todo lo que van a conseguir; de Dios no conseguirán nada. Ya consiguieron la recompensa. Si es eso lo que buscaban, ya lo tienen; y son muy dignos de compasión.

Deberíamos orar mucho por ellos, deberíamos sentir mucho pesar por ellos. ¿Cuál es el modo justo? El modo justo, dice nuestro Señor, es éste. «Cuando tú des limosna, no sepa tu izquierda lo que hace tu derecha, para que sea dada tu limosna en secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público.» O sea, no anuncies a otros en ninguna forma lo que haces. Esto es obvio. Pero hay algo menos obvio: no lo anuncies ni siquiera a ti mismo. Esto es difícil. Para algunas personas no resulta difícil el no anunciárselo a otros. Me parece que cualquier persona con una cantidad mínima de decencia, más bien desprecia al hombre que hace alarde de sí mismo. Lo encuentra patético; es triste ver a los hombres hacer alarde de sí mismos. Sí, pero lo que es muy difícil es no enorgullecerse de uno mismo por no ser así. Uno puede despreciar ese tipo de cosas, uno puede descartarlo. Sí, pero si eso lo conduce a decirse a sí mismo: «Doy gracias a Dios por no ser así», de inmediato se convierte uno en fariseo. Esto es lo que decía el fariseo, «Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres… ni aun como este publicano.» Fijémonos en que nuestro Señor no se contenta con decir que uno no debe llevar un pregonero delante para anunciarlo al mundo; sino que ni siquiera se lo debe decir a sí mismo. Su mano izquierda no debe saber lo que hace su mano derecha. En otras palabras, una vez hecho aquello en secreto, uno no toma la libreta de notas y escribe: «Bien, he hecho eso. Desde luego que no se lo he dicho a nadie.» Pero pone una señal más en la columna especial donde se enumeran los méritos excepcionales. De hecho, nuestro Señor dijo: «No llevéis libros de esta clase; no mantengáis libretas espirituales; no llevéis la contabilidad de ganancias y pérdidas en la vida; no escribáis un diario en este sentido; olvidaos de todo. Haced las cosas como vienen, movidos por Dios y guiados por el Espíritu Santo, y luego olvidaos de todo.» ¿Cómo se puede hacer esto? Sólo hay una respuesta, y es que deberíamos tener un amor tal por Dios que no tuviéramos tiempo de pensar en nosotros mismos. Nunca nos liberaremos del yo si nos concentramos en él. La única esperanza es estar tan consumidos por el amor, que no tengamos tiempo de pensar en nosotros mismos. En otras palabras, si deseamos poner en práctica esta enseñanza, debemos contemplar a Cristo muriendo en la cumbre del Calvario, pensar en su vida y en todo lo que sufrió, y al contemplarlo a Él, reflexionar sobre todo lo que ha hecho por nosotros.

¿Y cuál es la consecuencia de todo esto? Es algo espléndido. Así lo dice nuestro Señor. Afirma: «No se debe llevar la cuenta, Dios la lleva. Él lo ve todo y lo registra todo, y ¿sabéis qué hará? Os recompensará ante los ojos de todos.» Somos verdaderamente necios si llevamos cuenta de nuestros actos, sin percibir que si lo hacemos no recibiremos recompensa de Dios. Pero si nos olvidamos de todo y lo hacemos todo para agradarle, al final descubriremos que Dios sí ha llevado la cuenta. Nada de lo que hayamos hecho caerá en el olvido, nuestras acciones más mínimas serán recordadas. Piensa en lo que dijo el Señor en Mateo 25: «Tuve sed, y me disteis de beber;… estuve… en la cárcel, y me visitásteis.» Y ellos dirán, «Señor, ¿cuándo hicimos todo esto? No recordamos haberlo hecho.» «Desde luego que lo habéis hecho», responderá, «está en el Libro». Él lleva los libros. Debemos dejarle las cuentas a Él. Él nos dice, «sé que lo habéis hecho todo en secreto; pero os recompensaré abiertamente». Quizá no os recompense abiertamente en este mundo, pero tan cierto como que tenéis vida, que os recompensaré abiertamente en el gran día cuando los secretos de todos los hombres quedarán de manifiesto, cuando se abra el gran Libro, cuando se anuncie ante todo el mundo la sentencia final. Todos los detalles de lo que habéis hecho para la gloria de Dios serán anunciados y proclamados y se os atribuirá el mérito, el honor y la gloria. Os recompensaré abiertamente y os diré, «Bien hecho, siervo fiel y prudente… entra en el gozo de tu Señor.»
Mantengamos los ojos puestos en la meta, recordemos que estamos siempre en la presencia de Dios, y vivamos sólo para agradarle.

Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones

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