En BOLETÍN SEMANAL
​La justificación, estrictamente hablando, consiste en que Dios imputa a Sus elegidos la justicia de Cristo, siendo ésta la única causa meritoria o la base esencial sobre la cual Él los declara justos: la justicia de Cristo es la que Dios considera cuando Él perdona y acepta al pecador

​5. Su Naturaleza
   Por la naturaleza de la justificación hacemos referencia a los elementos componentes de la misma, los cuales son disfrutados por el creyente. Éstos son, la no imputación de la culpa o también llamado: el perdón de los pecados, y segundo, la provisión al creyente de un derecho legal para ir al cielo. El único fundamento sobre el cual Dios perdona todos los pecados del hombre, y lo admite a Su favor judicial, es la obra vicaria de su Fiador –esa perfecta satisfacción [la reparación o el pago] que Cristo ofreció a la ley en nombre de los hombres.

Es de gran importancia que quede claro el hecho de que Cristo fue «hecho súbdito a la ley» no solamente para que Él pudiera redimir [o libertar] a Su pueblo «de la maldición de la ley» (Gál. 3:13), sino también para que ellos pudieran «recibir la adopción de hijos» (Gál. 4:4, 5), es decir, ser investidos con los privilegios de hijos.

  Esta gran doctrina de la Justificación fue proclamada en su pureza y claridad por los reformadores –Lutero, Calvino, Zwinglio, Peter Mártir, etc.; pero comenzó a ser corrompida en el siglo XVII  por hombres que sólo tuvieron un conocimiento muy superficial de ésta, los cuales enseñaron que la justificación consistía solamente en la eliminación de la culpa o el perdón de pecados, excluyendo el positivo acceso del hombre al favor judicial de Dios: en otras palabras, ellos restringieron la justificación a la liberación del infierno, faltando en declarar que ésta también proporciona un derecho al cielo. Este error fue perpetuado por John Wesley, y luego por la Hermandad de Plymouth, quienes, negando que la justicia de Cristo es imputada al creyente, pretenden encontrar su derecho a la vida eterna en una unión con Cristo en Su resurrección. Pocos en la actualidad tienen claro el doble contenido de la Justificación, porque pocos hoy entienden la naturaleza de aquella justicia que es imputada a todos los que creen.

  Para mostrar que no hemos tergiversado las enseñanzas de la Hermandad de Plymouth sobre este tema, citamos la obra «Notas sobre Romanos» de W. Kelly. En su «Introducción» él dice, «No hay nada que impida nuestro entendimiento de ‘la justicia de Dios’ en su sentido habitual de un atributo o cualidad de Dios» (p. 35). ¿Pero cómo podría un «atributo» o «cualidad» de Dios ser «sobre todos los que creen» (Rom. 3:22)? Kelly de ningún modo reconoce que la «justicia de Dios» y «la justicia de Cristo» son una y la misma, y por lo tanto, cuando él llega a Romanos 4 (donde se dice tanto acerca de la «justicia» siendo imputada al creyente) él vacía el conjunto de su bendita enseñanza tratando de hacer parecer que esta justicia es nada más que nuestra propia fe, diciendo de Abraham, «su fe en la palabra de Dios como aquella que él ejerció, y la cual fue contada por justicia» (p. 47).

  La «justicia de Cristo» que es imputada al creyente consiste en aquella perfecta obediencia a los preceptos de la Ley de Dios que Él mostró y de aquella muerte que Él padeció bajo el castigo de la ley. Ha sido dicho correctamente que, «Hay la misma necesidad de la obediencia de Cristo a la ley en nuestro lugar, para el premio, como de Su sufrimiento del castigo de la ley en nuestro lugar para nuestro escape del castigo; y la misma razón por la cual una sería aceptada a nuestra cuenta tal como la otra… Suponer que Cristo hace todo [solamente] para pagar nuestro castigo por Su sufrimiento es hacerle nuestro Salvador, pero en parte. Es robarle la mitad de Su gloria como un Salvador. Porque si así fuera, todo lo que Él hace es librarnos del infierno; Él no adquiere el cielo para nosotros» (Jonathan Edwards). Alguno objetará la idea de Cristo «adquiriendo» el cielo para Su pueblo, aquél podría inmediatamente ser llevado a ver Efesios 1:14, donde el cielo es expresamente designado como «la posesión adquirida.»
 
 La imputación a la cuenta del creyente de aquella perfecta obediencia a la ley que cumplió su Fiador para él es claramente enseñada en Romanos 5:18, 19, «Así que, de la manera que por un delito vino la culpa a todos los hombres para condenación, así por una justicia vino la gracia a todos los hombres para justificación de vida. Porque como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así por la obediencia de uno los muchos serán constituidos justos.»
Aquí la «transgresión» o «desobediencia» del primer Adán es contrastada a la «justicia» u «obediencia» del último Adán, y puesto que como la desobediencia del primero fue una real transgresión de la ley, por lo tanto la obediencia del último debe ser Su activa obediencia a la ley; de otra manera la fuerza de la antítesis del apóstol fallaría enteramente. Como este vital punto (la principal gloria del Evangelio) es actualmente tan poco entendido, y en algunas partes discutido, debemos entrar en algún detalle.

  Aquel que fue justificado por su fe mantuvo una doble relación con Dios: primero, él era una criatura responsable, nacido bajo la ley; segundo, él era un criminal, habiendo transgredido aquella ley –aunque su criminalidad no canceló su obligación de obedecer la ley más de lo que un hombre que imprudentemente derrocha su dinero sigue estando obligado a pagar sus deudas. Por lo tanto, la justificación consiste en dos partes, a saber, una absolución de la culpa, o de la condenación de la ley (la liberación del infierno), y la recepción al favor de Dios, tras la sentencia aprobatoria de la ley (un derecho legal al cielo). Y por lo tanto, el fundamento sobre el cual Dios declara justo a alguno es también doble, como la completa compensación de Cristo es vista en sus dos distintas partes: a saber, Su obediencia vicaria [en nuestro lugar] a los preceptos de la ley, y Su muerte sustituta bajo la penalidad de la ley, los méritos de ambas partes son igualmente imputados o puestos a la cuenta del que cree.

  Contra esto se ha objetado, «La ley no requiere a ningún hombre obedecer y también morir.» A lo que respondemos en el lenguaje de J. Hervey (1750), «¿Pero no se requiere a un transgresor obedecer y morir? Si no, entonces la transgresión priva a la ley de su derecho, y libera de toda obligación a obedecer. ¿No se requería al Fiador de los hombres pecadores obedecer y morir? Si el Fiador solamente muere, Él solamente libra de la penalidad. Pero esto no otorga derecho a la vida, ni otorga derecho a la recompensa –a menos que usted pueda producir algún decreto de la Corte Celestial como éste– ‘Sufre esto, y vivirás.’ Yo encuentro escrito ‘En guardar tus mandamientos hay gran recompensa’ (Sal. 19:11), pero en ninguna parte leo, ‘En padecer tu maldición, hay la misma recompensa.’ Mientras que, cuando unimos la obediencia activa y pasiva de nuestro Señor –la Sangre que habla de paz con la Vida dadora de justicia– ambas son hechas infinitamente meritorias e infinitamente eficaces por la gloria divina de Su persona, ¡cuán perfecta hacen aparecer nuestra justificación! ¡Cuán firme ella permanece!»

  No es suficiente que el creyente permanezca sin pecado delante de Dios –eso es solamente negativo. La santidad de Dios requiere una justicia positiva a nuestra cuenta –que Su Ley sea perfectamente guardada. Pero nosotros somos incapaces de guardarla, por lo tanto nuestro Garante la cumplió por nosotros. Por la sangre derramada de nuestro bendito Sustituto las puertas del infierno han sido cerradas para siempre para todos aquellos por quienes Él murió [o más bien para todos aquellos que reciben el sacrificio de Cristo, que es para todos pero solamente es eficaz para los que creen]. Por la perfecta obediencia de nuestro bendito Fiador las puertas del cielo son abiertas de par en par a todo el que cree. Mi derecho a permanecer delante de Dios, no sólo sin temor, sino en el consciente resplandor de Su favor pleno, es porque Cristo ha sido hecho «justificación» para mí (1 Cor. 1:30). Cristo no sólo pagó todas mis deudas, sino que me liberó totalmente de todas mis culpas. El Dador de la ley es mi Cumplidor de la ley. Cada santo deseo de Cristo, cada piadoso pensamiento, cada palabra amable, cada acto justo del Señor Jesús, desde Belén hasta el Calvario, se unen para formar aquella «mejor vestidura» con la cual la descendencia real permanece ataviada delante de Dios.

  A pesar de esto es triste decir, que incluso un escritor muy leído y en general respetado como el fallecido Sir Rob. Anderson, dijo en su libro, «El evangelio y su ministerio» (Capítulo sobre la Justificación por la Sangre), «La obediencia vicaria [en representación de otros] es una idea totalmente desmesurada; ¿Cómo podría un Dios de justicia y verdad considerar a un hombre que ha quebrantado la ley como si hubiese guardado la ley? El ladrón no es declarado honesto porque su vecino o su pariente es un buen ciudadano.» ¡Qué lamentable arrastrar hasta el tribunal de la razón humana manchada por el pecado, y hasta una estimación por comparaciones mundanas, a aquella transacción divina en donde fue ejercida «la multiforme sabiduría de Dios»! Lo que es imposible para los hombres es posible para Dios. ¿Nunca leyó Sir Robert aquel preanuncio del Antiguo Testamento donde el Dios altísimo declaró, «por tanto, he aquí que nuevamente excitaré yo la admiración de este pueblo, con un prodigio grande y espantoso; porque perecerá la sabiduría de sus sabios, y se desvanecerá la prudencia de sus prudentes.» (Isa. 29:14)?

  Se ha señalado que, «En el dominio humano, tanto la inocencia como la justicia son transferibles en sus efectos, pero que en sí mismas ellas son intransferibles.» A partir de esto se argumenta que ni el pecado ni la justicia son en sí mismos capaces de ser transferidos, y que aunque Dios trató a Cristo como si Él fuera el pecador, y trata con el creyente como si él fuera justo, no obstante, no debemos suponer que ninguno de los dos sea realmente el caso; menos aún deberíamos afirmar que Cristo mereció sufrir la maldición, o que Su pueblo tiene derecho a ser llevado al cielo. Esto es una clara muestra de la ignorancia teológica de estos tiempos degenerados, es un ejemplo representativo de como las cosas divinas están siendo medidas con patrones humanos; por medio de semejantes argumentos engañosos está siendo actualmente repudiada la verdad fundamental de la imputación.

  Correctamente W. Rushton, en su obra «Redención Particular,» afirma, «En el gran asunto de nuestra salvación, nuestro Dios permanece singular y completamente solo. En esta la más gloriosa obra, hay una exhibición de justicia, misericordia, sabiduría y poder, como jamás el corazón del hombre imaginó, y en consecuencia, no puede tener comparación con las acciones de los mortales. ‘¿Quién hizo oír esto desde el principio, y lo tiene dicho desde entonces, sino yo Jehová? Y no hay más Dios que yo; Dios justo y Salvador: ningún otro fuera de mí’: Isaías 45:21.» No, en la verdadera naturaleza del caso no puede encontrarse una analogía entre cualquier transacción humana con la transferencia que Dios hace de nuestros pecados a Cristo o de la obediencia de Cristo a nosotros, por la simple pero suficiente razón de que no existe una unión semejante entre las personas de este mundo como la que se logra entre Cristo y Su pueblo. Pero dejemos para luego la ampliación de esta imputación doble y opuesta [de los pecados nuestros a Cristo y de la justicia de Cristo a nosotros].

  Las aflicciones que el Señor Jesús experimentó fueron no solamente sufrimientos provocados por las manos del hombre, sino también el persistente castigo de la mano de Dios: «Jehová quiso quebrantarlo» (Isa. 53:10); «Levántate, oh espada, sobre el pastor, y sobre el hombre compañero mío, dice Jehová de los ejércitos. Hiere al pastor» (Zac. 13:7) fue Su edicto. Pero el «castigo» legal presupone la criminalidad; un Dios justo nunca hubiera aplicado la maldición de la ley sobre Cristo a menos que Él la hubiera merecido. Somos conscientes de que este es un lenguaje fuerte, pero no más fuerte de lo que las Santas Escrituras plenamente autorizan, y se necesita que las cosas sean dichas hoy fuertemente y directamente si queremos que un pueblo indiferente sea despertado. Porque Dios ha transferido al Sustituto todos los pecados de Su pueblo fue que, de oficio, Cristo debió efectuar el pago por el pecado.

  El traspaso de nuestros pecados a Cristo fue claramente preanunciado en la Ley: «Y pondrá Aarón ambas manos suyas sobre la cabeza del macho cabrío vivo (expresando identificación con el sustituto), y confesará sobre él todas las iniquidades de los hijos de Israel, y todas sus rebeliones, y todos sus pecados, poniéndolos así sobre la cabeza del macho cabrío (denotando transferencia), y lo enviará al desierto por mano de un hombre destinado para esto. Y aquel macho cabrío llevará sobre sí todas las iniquidades de ellos a tierra inhabitada» (Lev. 16:21, 22). Así también fue especialmente anunciado por los profetas: «Jehová cargó en Él el pecado de todos nosotros… Él llevará las iniquidades de ellos» (Isa. 53:6, 11). En aquel gran salmo mesiánico, el salmo 69, oímos al Fiador diciendo, «Dios, tu sabes mi locura; y mis delitos no te son ocultos» (v. 5) –¿cómo podría hablar así el Redentor sin mancha, a menos que los pecados de Su pueblo hubieran sido puestos sobre Él?

  Cuando Dios imputó el pecado a Cristo como el Fiador del pecador, puso sobre Él el pecado, y lo trató en consecuencia. Cristo no podría haber sufrido en lugar del culpable a menos que su culpa hubiera sido primeramente transferida a Él. Los sufrimientos de Cristo fueron penales. Dios por un acto de gracia trascendente (hacia nosotros) puso las iniquidades de todos los que son salvados sobre Cristo, y en consecuencia, la justicia divina encontrando pecado sobre Él, le castigó. El que de ningún modo tiene por inocente al culpable debe atacar al pecado y herir a su portador, no importa si éste es el pecador mismo o Uno quien vicariamente toma su lugar. Pero como G. S. Bishop bien dijo, «Cuando la justicia golpea una vez al Hijo de Dios, la justicia queda exhausta. El pecado es castigado en un Objeto Infinito.» ¡El pago realizado por Cristo fue contrario a nuestros procesos legales porque éste se eleva por encima de sus limitaciones finitas!

  Entonces como los pecados de los que creen fueron transferidos e imputados por Dios a Cristo de manera que Dios le consideró y trató en consecuencia –visitando sobre Él la maldición de la ley, que es la muerte; así como la obediencia o justicia de Cristo es transferida e imputada por Dios al creyente así que Dios ahora considera y trata con él en consecuencia –dándole la bendición de la ley, que es la vida. Y cualquier negación de este hecho, no importa quien la realice, es un repudio al principio fundamental del Evangelio. «En el momento que el pecador creyente acepta a Cristo como su Sustituto, él se encuentra no solamente liberado de sus pecados, sino también recompensado: él obtiene todo el cielo a causa de la gloria y méritos de Cristo (Rom. 5:17). Entonces, la expiación que predicamos es una de absoluto intercambio (1 Pedro 3:18). Esto significa que Cristo tomó literalmente nuestro lugar, para que nosotros pudiéramos tomar literalmente Su lugar –que Dios consideró y trató a Cristo como el Pecador, y que Él considera y trata al pecador creyente como a Cristo.

  «No es suficiente para un hombre ser perdonado. Él, por supuesto, es inocente –lavado de sus pecados– vuelve, como Adán en el Edén, exactamente donde él estaba. Pero eso no es suficiente. A Adán en el Edén le era requerido que verdaderamente debía guardar el mandamiento. No era suficiente que no lo quebrantara, o que fuera considerado, por medio de la Sangre, como si él no lo hubiera quebrantado. Él debe guardarlo: él debe permanecer en todas las cosas que están escritas en el libro de la ley para hacerlas. ¿Cómo es satisfecha esta necesidad? El hombre debe tener una justicia, o Dios no puede aceptarlo. El hombre debe tener una obediencia perfecta, o si no Dios no puede recompensarle» (G. S. Bishop). Esa necesaria y perfecta obediencia es encontrada solamente en aquella perfecta vida, vivida por Cristo en obediencia a la ley, antes de que Él fuera a la cruz, la cual es puesta en la cuenta del creyente.

  No es que Dios trate como justo a uno que realmente no lo es (eso sería una ficción), sino que Él verdaderamente hace justo al creyente, no por poner una naturaleza santa en su corazón, si no por poner la obediencia de Cristo a su cuenta. La obediencia de Cristo es legalmente transferida a él de manera que él es ahora debida y justamente estimado como justo por la Ley divina. Éste es muchísimo más que un mero pronunciamiento de justicia sobre uno que es sin ningún fundamento suficiente para el juicio de Dios para declararle justo. No, éste es un positivo acto judicial de Dios «por medio del cual, sobre la consideración de la mediación de Cristo, Él hace una eficaz concesión y donación de una verdadera, real, perfecta justicia, igual a aquella de Cristo mismo a todos los que creen, y contada como de ellos, por Su propio acto de gracia, a la vez les perdona del pecado, y les otorga el derecho y el título a la vida eterna» (John Owen).

  Ahora nos resta mostrar el fundamento sobre el cual Dios actúa en esta contra-imputación de pecado a Cristo y de justicia a Su pueblo. Ese fundamento fue el Pacto Eterno. La objeción de que es injusto que el inocente sufriera para que el culpable pudiera escapar pierde toda su fuerza una vez que se ven la jefatura del Pacto y la responsabilidad de Cristo, y el pacto de unión con Él de aquellos cuyos pecados Él soportó. No podría haber existido una cosa tal como un sacrificio vicario, [en nuestro lugar,] a menos que hubiera habido alguna unión entre Cristo y aquellos por quienes Él murió, y esa relación de unión debe haber existido antes de que Él muriera, ciertamente, antes de que nuestros pecados fueran imputados a Él. Cristo se encargó de hacer completa satisfacción [la reparación o el pago] de la ley para Su pueblo porque Él mantuvo con ellos la relación de un Fiador. ¿Pero qué justificó Su actuación como el Fiador de ellos? Él permaneció como su Fiador porque Él fue su Sustituto: Él actuó en su beneficio, porque Él se puso en su lugar. ¿Pero qué justificó la sustitución?
 
No se puede dar una respuesta satisfactoria a la última cuestión hasta que la gran doctrina del eterno pacto de unión es considerada: esa es la gran relación fundamental. La unión representativa entre el Redentor y los redimidos [rescatados], la elección de ellos en Cristo antes de la fundación del mundo (Ef. 1:4), por la cual una unión legal fue establecida entre Él y ellos, es la que sola responde y explica todo lo otro. «Porque el que santifica y los que son santificados, de uno son todos: por lo cual no se avergüenza de llamarlos hermanos» (Heb. 2:11). Como Cabeza del Pacto de Su pueblo, Cristo estuvo tan relacionados a ellos que sus responsabilidades necesariamente llegan a ser Suyas, y nosotros estamos tan relacionados a Él que sus méritos necesariamente llegan a ser nuestros. Así, como dijimos en un capítulo anterior, tres palabras nos dan la clave y resumen toda la transacción: sustitución, identificación, imputación –todo lo cual se apoya en el pacto de unión. Nosotros fuimos sustituidos por Cristo, porque Él es uno con nosotros –identificado con nosotros, y nosotros con Él. Así Dios nos trata como ocupando el lugar de Cristo en cuanto a valía y aprobación.

Extracto del libro: «la justificación» de A. W. Pink

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