En BOLETÍN SEMANAL
​Lo que la santificación no es: No es sólo con la lengua con lo que debemos servir a Cristo. Dios no quiere que los creyentes sean meros tubos vacíos, metal que resuena, o címbalo que retiñe; debemos ser santificados, “no sólo en palabra y en lengua, sino en obra y en verdad” (1 Juan 3:18).

«Santifícalos en tu verdad». «Porque la voluntad de Dios es vuestra santificación» (Juan 17:17; 1 Tesalonicenses 4:3)

¿Cuáles son las señales visibles de una obra de santificación? Esta parte del tema es amplia y a la vez difícil. Amplia, por cuanto exigiría que hiciéramos mención de toda una serie de detalles y consideraciones que me temo van más allá de los horizontes de este documento; y es difícil, por cuanto no podemos desarrollarla sin herir la susceptibilidad y creencias de algunas personas. Pero sea cual sea el riesgo, la verdad ha de ser dicha; y especialmente en nuestro tiempo, la verdad sobre la doctrina de la santificación ha de ser proclamada.

La verdadera santificación no consiste en un mero hablar sobre religión. No nos olvidemos de esto. Hay un gran número de personas que han oído tantas veces la predicación del Evangelio, que han contraído una familiaridad poco santa con sus palabras y sus frases, e incluso hablan con tanta frecuencia sobre las doctrinas del Evangelio como para hacernos creer que son cristianos. A veces hasta resulta nauseabundo, y en extremo desagradable, oír como la gente se expresa en un lenguaje frío y petulante sobre «la conversión, el Salvador, el Evangelio, la paz espiritual, la gracia, etc.», mientras de una manera notoria sirven al pecado o viven para el mundo. No podemos dudar de que este hablar es abominable a los oídos de Dios, y no es mejor que el blasfemar, el maldecir y el tomar el Nombre de Dios en vano. No es sólo con la lengua con lo que debemos servir a Cristo. Dios no quiere que los creyentes sean meros tubos vacíos, metal que resuena, o címbalo que retiñe; debemos ser santificados, “no sólo en palabra y en lengua, sino en obra y en verdad” (1 Juan 3:18).

La verdadera santificación no consiste en sentimientos religiosos pasajeros. Unas palabras de aviso sobre este punto son muy necesarias. Los cultos misioneros y las reuniones de avivamiento cautivan la atención de la gente y dan pie a un gran sensacionalismo. Iglesias que hasta ahora estaban más o menos dormidas, parece ser que despiertan como resultado de estas reuniones, y demos gracias al Señor de que sea así. Pero junto con las ventajas, estas reuniones y corrientes avivacionistas encierran grandes peligros. No olvidemos que allí donde se siembra la buena semilla, Satanás siembra también cizaña. Son muchos los que aparentemente han sido alcanzados por la predicación del Evangelio, y cuyos sentimientos han sido despertados, pero sus corazones no han sido cambiados. Lo que en realidad sucede no es más que un emocionalismo vulgar que se produce con el contagio de las lágrimas y emociones de los otros. Las heridas espirituales que así se producen son leves, y la paz que se profesa no tiene raíces ni profundidad. Al igual que los de corazón pedregoso, estos oyentes «reciben la Palabra con gozo» («Mateo 13:20), pero después de poco tiempo la olvidan y vuelven al mundo, y llegan a ser más duros y peores que antes. Son como la calabaza de Jonás: brotan en menos de una noche, para secarse también en menos de una noche. No nos olvidemos de estas cosas. Vayamos con mucho cuidado, no sea que curemos livianamente las heridas espirituales diciendo, «Paz, paz, donde no hay paz». Esforcémonos para convencer a los que muestran interés por las cosas del Evangelio a que no se contenten con nada que no sea la obra sólida, profunda y santificadora del Espíritu Santo. Los resultados de una falsa excitación religiosa son terribles para el alma. Cuando en el calor de una reunión de avivamiento Satanás ha sido lanzado fuera del corazón por sólo unos momentos o por un tiempo muy corto, no tarda en volver de nuevo a su casa y el estado postrero de la persona es mucho peor que el primero. Es mil veces mejor empezar despacio, y continuar firmemente en la Palabra, que empezar a toda velocidad, sin tener en cuenta el coste, para luego, como la mujer de Lot, mirar hacia atrás y volver al mundo. Cuán peligroso resulta para el alma tomar los sentimientos y emociones experimentados en ciertas reuniones como evidencia segura de un nuevo nacimiento y de una obra de santificación. No conozco ningún peligro mayor para el alma.

La verdadera santificación no consiste en un mero formalismo y devoción externa. – ¡Cuán terrible es esta ilusión! ¡Y por desgracia cuán común también! Miles y miles de personas se imaginan que la verdadera santidad consiste en la cantidad y abundancia del elemento externo de la Religión; en una asistencia rigurosa a los servicios de la iglesia, la recepción de la Cena del Señor, la observancia de las fiestas religiosas, la participación a un culto litúrgico elaborado, la imposición propia de austeridades y la abnegación en pequeñas cosas, una manera peculiar de vestir, etc., etc. Muy posiblemente algunas personas hacen estas cosas por motivos de conciencia, y realmente creen que con ello benefician a sus almas, pero en la mayoría de los casos esta religiosidad externa no es más que un sustituto para la santidad.

La santificación no consiste en un abandono del mundo y de las obligaciones sociales. – En el correr de los siglos muchos han sido los que han caído en esta trampa en sus intentos de buscar la santidad. Cientos de ermitaños se han ocultado en algún desierto, y miles de hombres y mujeres se han encerrado entre las paredes de monasterios y conventos, movidos por la vana idea de que de esta manera escaparían del pecado y conseguirían la santidad. Se olvidaron de que ni las cerraduras, ni las paredes pueden mantener al diablo fuera y que allí donde vayamos llevamos en nuestro corazón la raíz del mal. El camino de la santificación no consiste en hacerse monje, o monja, o en hacerse miembro de la Casa de Misericordia. La verdadera santidad no aísla al creyente de las dificultades y de las tentaciones, sino que hace que éste les haga frente y las supere. La gracia de Cristo en el creyente no es como una planta de invernadero, que sólo puede desarrollarse bajo abrigo y protección, sino que es algo fuerte y vigoroso que puede florecer en medio de cualquier relación social y medio de vida. Es esencial para la santificación que nosotros desempeñemos nuestras obligaciones allí donde Dios nos ha puesto, como la sal en medio de la corrupción y la luz en medio de las tinieblas. No es el hombre que se esconde en una cueva, sino el hombre que glorifica a Dios como amo o sirviente, como padre o hijo, en la familia o en la calle, en el negocio o en el comercio, quien responde al tipo bíblico del hombre santificado. Nuestro Maestro dijo en su última oración: «No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal» (Juan 17:15).

La santificación no consiste en obrar de vez en cuando acciones buenas. – La santificación es un nuevo principio celestial en el creyente que hace que éste manifieste las evidencias de un llamamiento santo, tanto en las cosas pequeñas como en las grandes de su conducta diaria. Este principio ha sido implantado en el corazón y se deja sentir en todo el ser y conducta del creyente. No es como una bomba que sólo saca agua cuando se la acciona desde fuera, sino como una fuente intermitente cuyo caudal fluye espontánea y naturalmente. El rey Herodes cuando oyó a Juan el Bautista «hizo muchas cosas», pero su corazón no era recto delante de Dios (Marcos 6:20). Así sucede con muchas personas que parecen tener ataques espasmódicos de «bondad» como resultado de alguna enfermedad, prueba, muerte en la familia, calamidades públicas o en medio de una relativa calma de conciencia. Sin embargo, tales personas no son convertidas, y nada saben de lo que es la santificación. El verdadero santo, lo es como Ezequías, con todo su corazón; y con el salmista dice: «De tus mandamientos he adquirido inteligencia; por tanto he aborrecido todo camino de mentira» (II Crónicas 31:21; Salmo 119:104).

Extracto del libro: «El secreto de la vida cristiana» de J.C. Ryle

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