En BOLETÍN SEMANAL
​Una lucha necesariaNadie puede excusarse de esta lucha ni escaparse de ella. Tanto los predicadores como las congregaciones, tanto los adultos como los jóvenes, tanto los ricos como los pobres, tanto los reyes como los súbditos, tanto los instruidos como los ignorantes, deben tomar las armas e ir a la guerra.

«Pelea la buena batalla de la fe» (1 Timoteo 6:12)

¿Qué dice la Escritura? «Pelea la buena batalla de la fe, echa mano de la vida eterna.» «Tú pues, sufre penalidades como fiel soldado de Jesucristo.» «Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes. Por tanto, tomad toda la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo, y habiendo acabado todo, estar firmes.» «Esforzaos a entrar por la puerta angosta.» «Trabajad por la comida que a vida eterna permanece.» «No penséis que he venido para traer paz a la tierra. No he venido para traer paz, sino espada.» «El que no tiene espada, venda su capa, y compre una.» «Velad, estad firmes en la fe; portaos varonilmente, y esforzaos.» «Milita la buena milicia, manteniendo la fe y buena conciencia.» (1 Timoteo 6:12; 11 Timoteo 2:3; Efesios 6:11- 13; Lucas 13:24; Juan 6:27; Mateo 10:34; Lucas 22:36; 1 Corintios 16:13; 1 Timoteo 1:18-19). Estas palabras de la Escritura son claras, sencillas y no dan lugar a equivocación. Todos estos versículos coinciden en enseñar la misma cosa: el verdadero cristianismo es una lucha, una pelea, una batalla.

Sea cual fuere nuestra denominación cristiana, este hecho no admite controversia alguna: el verdadero cristianismo es una lucha. Nos es impuesta necesidad: debemos luchar. Las promesas del Señor Jesús para las Siete Iglesias del Apocalipsis son para los «que vencieren». Allí donde hay gracia divina, allí hay conflicto. El creyente es un soldado. No hay santidad sin lucha. Las almas que se han salvado, son almas que han luchado.

La necesidad de esta lucha es absoluta. No pensemos que en esta lucha podemos permanecer neutrales y mantenernos sin hacer nada. Tal línea de conducta puede seguirse con respecto a las contiendas entre diferentes naciones, pero es completamente imposible seguirla en el conflicto que concierne al alma. La política de no interferencia tan alabada por los estadistas, es algo que no tiene cabida en la pelea cristiana. En esta batalla nadie puede escaparse alegando aquello de que es «un hombre de paz». Tener paz con el mundo, la carne y el diablo, implica estar en enemistad con Dios y andar en el camino ancho que conduce a la destrucción. No hay elección u opción posibles. Debemos luchar; de no hacerlo nos perderemos.

La necesidad de esta lucha es universal. Nadie puede excusarse de esta lucha ni escaparse de la misma. Tanto los predicadores como las congregaciones, tanto los adultos como los jóvenes, tanto los ricos como los pobres, tanto los reyes como los súbditos, tanto los instruidos como los ignorantes, deben tomar las armas e ir a la guerra. Todos tienen por naturaleza un corazón lleno de orgullo, incredulidad, negligencia, mundanalidad y pecado. Todos viven en un mundo lleno de cepos, trampas y ardides para el alma. Todos tienen alrededor a un diablo malicioso, incansable y siempre activo. Todos, desde el rey en su palacio hasta el pobre en su choza, deben luchar para ser salvos.

La necesidad de esta lucha es continua. Es una lucha que no conoce armisticio, tregua o respiro. Tanto en los días de la semana como durante el domingo, tanto en privado como en público, tanto en el círculo familiar como al ausentarse del hogar, tanto en las pequeñas cosas como en las grandes, la batalla cristiana debe proseguir. El enemigo con el cual contendemos no conoce días de fiesta ni momentos de descanso. Mientras tengamos vida debemos llevar puesta la armadura y recordar que estamos en territorio enemigo. «Aun en las márgenes del Jordán» -decía un santo varón en los últimos momentos de su vida- «encuentro que Satanás me está mordiendo los talones». Debemos luchar hasta la misma hora de la muerte.

Pensemos bien en todo esto. Cuidémonos de que nuestra religión sea verdadera, genuina y real. El síntoma más triste que puede observarse en tantas personas que se llaman cristianas es el de una ausencia total de conflicto y de lucha en su profesión cristiana. Estas personas comen, beben, trabajan, se divierten, ganan dinero, gastan dinero, una o dos veces a la semana hacen demostraciones formalistas de su fe y asisten a los cultos, pero de la gran contienda espiritual, con sus desvelos, esfuerzos, agonías, ansiedades, batallas y contiendas, no parecen conocer absolutamente nada. Vayamos con cuidado para que no sea éste nuestro caso. El peor estado de un alma es cuando se cree que está  como «el fuerte armado guardando su palacio», pero no es consdiente del trabajo de Satanás quien conduce a hombres y mujeres «cautivos a voluntad de él», y estos no oponen resistencia. Las peores cadenas son aquellas que el prisionero ni siente ni ve (Lucas 11:21; 11 Timoteo 2:26).

Si conocemos algo de este conflicto y lucha interior en nuestra experiencia cristiana, entonces tomemos aliento y confortémonos con el pensamiento de que la lucha es el compañero de la genuina santidad cristiana. ¿Se desarrolla en lo más íntimo de nuestro corazón una lucha espiritual? ¿Experimentamos aquello de que la carne combate contra el espíritu, y el espíritu contra la carne, para que no hagamos lo que deseamos hacer? (Gálatas 5:17). ¿Tenemos conciencia de la lucha de estos dos principios? ¿Nos percatamos de esta guerra que se entabla en el hombre interior? Si es así, ¡demos gracias al Señor por ello! Es una buena señal. Es una gran evidencia de que existe una gran obra de santificación. Todos los verdaderos santos son soldados. Terrible es para el alma el estado de apatía, indiferencia y estancamiento. Satanás, al igual que los reyes de este mundo, no pelea contra sus súbditos. Por tanto, el hecho mismo de que él nos asalte y haga frente, debería llenarnos de esperanzas. Lo digo otra vez: confortémonos. El hijo de Dios se distingue y se conoce no solo por su paz interior, sino también por su lucha interior.

Extracto del libro: «El secreto de la vida cristiana» de J.C. Ryle

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