En BOLETÍN SEMANAL
​Cómo deben ser nuestras oraciones (I): Debemos perseverar en la oración. Nuestras oraciones deben ser fervorosas. Nuestras oraciones deben ser elevadas con fe. Nuestras oraciones deben estar llenas de valor y confianza. 


«Es necesario orar siempre» «Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar.» (Lucas 18:1; 1 Timoteo 2:8).

Hago notar, a continuación, la importancia de la oración espiritual. Y con esto quiero decir que debemos esforzarnos para obtener la ayuda directa del Espíritu Santo en nuestras oraciones, y evitar, a toda costa, la formalidad y la rutina. Fácilmente podemos caer en el hábito de recurrir a las palabras más apropiadas y elevar peticiones netamente bíblicas, y con todo, nuestra oración no ser más que una mera rutina desprovista de sentimiento, algo así como el sendero del caballo que mueve la noria. Deseo mencionar este punto con delicadeza y precaución. Ya sé que hay ciertas cosas por las cuales debemos orar siempre, y quizá con las mismas palabras: el mundo, el diablo, nuestros propios corazones, constituyen los obstáculos a vencer cada día. Pero aun siendo así, debemos ir con mucho cuidado. Aunque la pauta de nuestras oraciones siempre sea más o menos la misma, esforcémonos para que esté llena del Espíritu. No me satisfacen las oraciones que se hacen de memoria o se leen de un libro. Si al médico le podemos decir el estado de nuestros cuerpos sin tener que recurrir a un libro, debemos también presentar a Dios el estado de nuestras almas directamente y sin plegarias formuladas. No tengo objeción al uso de muletas cuando alguien se recupera de la rotura de algún miembro; pero si el uso de las mismas se perpetuara para toda la vida, en verdad sería motivo de tristeza. Mi deseo es que la persona, en su vida de oración, ande sin muletas.

Es importante, también, que nuestra vida de oración esté regulada y ordenada. Dios es un Dios de orden. En el templo judío, las horas del sacrificio de la mañana y de la tarde estaban reguladas, y no sin motivo. El desorden es, evidentemente, uno de los frutos del pecado. No deseo llevar a nadie a la esclavitud de alguna práctica; pero sí que insisto en que es esencial para la salud de nuestras almas, el que hagamos de la oración un hábito integrado en las veinticuatro horas de nuestro día. De la misma manera que destinamos cierto tiempo para comer, para dormir y para los asuntos de la vida, debemos también destinar cierto tiempo para la oración. Debemos escoger las horas y momentos más apropiados. Hablemos con Dios por la mañana antes de hablar con el mundo; y hablemos con Dios por la noche después de haber hablado con el mundo. Dejemos bien sentado en nuestras mentes que la oración debe ser una de las grandes ocupaciones de cada día.

Debemos perseverar en la oración. Una vez hemos Iniciado el hábito de la oración, no lo abandonemos. Quizás a veces estés tentado a decir: «Como ya tuvimos el culto y la oración familiar, no es necesario que tenga mi oración privada.” En alguna ocasión quizá el cuerpo os diga: «No me encuentro bien, me encuentro cansado y tengo sueño, dejemos la oración.” Quizás en alguna otra ocasión la mente diga: «Hoy tengo asuntos muy importantes que decidir, será conveniente acortar las oraciones.” Todas estas sugerencias vienen directamente del diablo, y lo que en realidad quieren decir es esto: «Descuida tu alma.” No es que yo diga que todas las oraciones han de ser igual de largas, pero lo que sí afirmo es que no debemos abandonar la oración bajo ningún pretexto o excusa. No es sin motivo que Pablo exhortara: «Perseverad en la oración.” «Orad sin cesar.» (Colosenses 4:2; 1 Tesalonicenses 5:17). El Apóstol no quería decir que debemos estar continuamente sobre nuestras rodillas, como la vieja secta de los eutiquianos enseñaba. Lo que en realidad Pablo quería dar a entender es que nuestras oraciones han de ser como un continuo holocausto, celebrado cada día y con regularidad. Nuestras oraciones deberían ser como el fuego del altar, no siempre consumiendo el sacrificio, pero sin extinguirse nunca. No te olvides que puedes unir las devociones de la mañana y de la noche a través de una continua cadena de breves oraciones durante todo el día. Incluso en compañía, u ocupado en los negocios, o andando por la calle puedes enviar cortos mensajes a Dios, tal como hizo Nehemías en presencia de Artajerjes (Nehemías 2:1). Y nunca pienses que el tiempo que tú das a Dios es un tiempo perdido.
Nuestras oraciones deben ser fervorosas. No es necesario chillar, ni hablar en voz muy alta y estridente para probar que nuestras oraciones son fervorosas. Lo importante es que salgan del corazón y lleven el sello inconfundible de la sinceridad. Es la «oración del justo» que «obrando eficazmente puede mucho» y no la oración fría, apagada e indiferente.

En las Escrituras se nos habla de la oración ferviente de distintas maneras: a veces como llamar de forma urgente; otras como luchar y pelear con Dios; otras como un trabajo incesante. Y así, en los siguientes ejemplos bíblicos, se nos dice que en Peniel Jacob luchó; en Daniel vemos este llamar incesante de toda oración fervorosa: «Oye, Señor; oh Señor, perdona; presta oído, Señor, y haz; no pongas dilación, por amor de ti mismo, Dios mío.” (Daniel 9:19). Del Señor Jesús se nos dice que «en los días de su carne» ofreció «ruegos y súplicas con gran clamor.” (Hebreos 5:7). ¡Qué poco se parecen a todo esto nuestras súplicas! ¡Qué frías y sin color son éstas! Cuán verdaderamente Dios podría decir a muchos de nosotros: «En realidad no deseáis las cosas por las cuales oráis.”

Esforcémonos para corregirnos de este defecto. Llamemos con persistencia y con todas nuestras fuerzas a las puertas de la gracia con aquel sentir angustioso del personaje del «Peregrino» que a menos que se nos oiga pereceremos. Convenzámonos de que las oraciones frías son como un sacrificio sin fuego. Acordémonos de Demóstenes, el gran orador, que en cierta ocasión, al rogarle un hombre que intercediera por su causa, hizo como si no lo oyera; y es que dicho hombre presentó su caso de una manera muy fría. De nuevo reclamó ante el orador sus derechos, pero esta vez con verdadera ansiedad. «Ah», dijo Demóstenes, ahora te creo.”

Nuestras oraciones deben ser elevadas con fe. Hemos de creer que nuestras oraciones son oídas y que, si son conformes con la voluntad de Dios, serán siempre contestadas. Este es el tácito mandamiento del Señor Jesús: «Por tanto os digo que todo lo que orando pidiéreis, creed que lo recibiréis, y os vendrá.” (Marcos 11:24). La fe es a la oración, lo que la pluma a la flecha: sin ella la oración no daría al blanco. Debemos ejercitar la costumbre de suplicar las promesas de Dios en nuestras oraciones. Debemos adueñarnos de algunas de estas promesas, y decir: «Señor, la palabra que has hablado sobre tu siervo, y sobre su casa, despiértala para siempre, y haz conforme a lo que has dicho.” (2 Samuel 7:25.) Esta fue la costumbre de Jacob, de Moisés y de David. En el salmo 119 hay muchas cosas que han sido pedidas por ser «conforme a tu Palabra.”

Sobre todas las cosas deberíamos estar siempre persuadidos de que nuestras oraciones serán contestadas. Deberíamos ser como el comerciante que envía a sus navíos a los lejanos mares, pero que confía en que regresarán al puerto patrio. En este punto, ¡cuántos cristianos son de censurar! La Iglesia de Jerusalén oró incesantemente en favor de Pedro cuando éste fue puesto en la cárcel, pero una vez salió, no lo podían creer (Hechos 12:15). Cuán ciertas son las palabras de aquel viejo predicador: «La señal más evidente de que no damos importancia a la oración, es la de que no nos preocupamos de los resultados que obtenemos.” (Traill.)

Nuestras oraciones deben estar llenas de valor y confianza. Hay cierto tipo de familiaridad en las oraciones de algunas personas, que no puedo aprobar. Sin embargo, existe lo que llamamos valor en la oración, y que es una virtud muy deseable. Ejemplo de esto es el valor mostrado por Moisés en sus súplicas a Dios para que Israel no fuera destruido: «¿Por qué han de hablar los egipcios, diciendo: ¿para mal los sacó, para matarlos en los montes, y para raerlos de sobre la faz de la tierra? Vuélvete del furor de tu ira.” (Éxodo 32:12). También en Josué hay ejemplo de este valor cuando al ser los hijos de Israel derrotados ante las puertas de Hai, dijo: Porque los cananeos y todos los moradores de la tierra oirán, y nos cercarán, y raerán nuestro nombre de sobre la tierra: entonces, «¿qué harás tú a tu grande nombre?» (Josué 7:9.)

Lutero también se distinguía por este valor en sus súplicas a Dios. Alguien que le oyó orar, en cierta ocasión comentaba: «¡Qué espíritu, y qué confianza había en sus súplicas! ¡Con qué reverencia pleiteaba con Dios!, pero parecía que en realidad suplicara con extrema sumisión; su fe y su esperanza eran como si hablara con un padre condescendiente o con un amigo!» Este valor también era característico en Bruce, el gran teólogo y predicador escocés del siglo XVII. Se decía que sus oraciones eran «como dardos disparados al cielo.”

También en este aspecto nuestras vidas de oración tienen mucho que desear. No nos damos suficiente cuenta de los grandes privilegios del creyente. No elevamos con la frecuencia debida aquella súplica de «Señor, ¿no somos tu propio pueblo? ¿No es para Tu propia Gloria el que nosotros seamos santificados? ¿No es para Tu Honor que deseamos que la obra del Evangelio prospere?»

Extracto del libro: «El secreto de la vida cristiana» de J.C. Ryle

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