En BOLETÍN SEMANAL
​Por qué desear la seguridad de salvación(I): En medio de las grandes privaciones, la seguridad de la fe sostendrá al hijo de Dios y le hará sentir tranquilidad y confianza. El alma que goza de esta seguridad dirá: "Aunque mis seres queridos sean arrebatados de mi lado, el Señor no cambia; Él es el mismo, está vivo y vive para siempre".

Porque yo ya estoy para ser sacrificado, y el tiempo de mi partida está cercano. He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida. (2 Timoteo 4:6-8)

Este punto requiere una atención muy especial. ¡Cuánto desearía que la seguridad de salvación fuera algo por lo cual se afanaran más los creyentes! Muchos son los creyentes que empiezan dudando, continúan dudando mientras viven, mueren dudando y van al cielo como envueltos en niebla.

Mal haría si hablara ligeramente de los que dicen: «Yo espero», «Yo confío». Aunque me temo que muchos de nosotros nos conformamos con lo mismo y no vamos más lejos. Me gustaría ver menos «quizás» en la familia del Señor, y más creyentes que pudieran decir: «Yo sé, y estoy bien cierto». ¡Oh, si todos los creyentes desearan los mejores dones, y no se contentaran con menos! Muchos son los que se pierden la alta marea de bendición que el Evangelio otorga. El nivel de muchas almas es bajo, y sufren hambre espiritual pese a que su Señor les dice: «Comed, bebed en abundancia, oh amados». «Pedid, y recibiréis, para que vuestro gozo sea cumplido.» (Cantares 5:1; Juan 16:24.)

1. Debemos desear la certeza de la fe, por la paz y bienestar presente que reporta. Las dudas y temores tienen poder para echar a perder gran parte de la felicidad que el creyente verdadero tiene en Cristo. La duda e incertidumbre son malas en cualquier condición y circunstancia de la vida ya sea en relación con nuestra salud, propiedades, familias, afectos, vocaciones y ocupaciones diarias. Pero aún es peor si afecta a nuestras almas. Mientras el creyente no pueda ir más allá de un mero «yo espero», «yo confío», manifestará siempre un estado de incertidumbre con respecto a su condición espiritual. Las mismas palabras que usa lo dejan en evidencia, porque dice «yo espero», porque no puede decir «yo sé».

La certeza de la fe va muy lejos para libertar al hijo de Dios de esta dolorosa esclavitud, y contribuye grandemente a que alcance un elevado bienestar espiritual. Gracias a la seguridad y certeza de la fe el creyente experimenta los beneficios de la salvación y goza realmente de los mismos. El destino eterno de su alma ya no es motivo de inquietud, pues la gran deuda del pecado ha sido pagada y la gran obra de la redención ha sido consumada. La certeza de la fe hace, además, que el creyente sea paciente en la tribulación, tranquilo en las privaciones, contento en cualquier estado y confiado ante la adversidad. Y es que la certeza de la fe es la fuente de confianza de su corazón; endulza sus copas amargas; reduce el peso de sus cruces; allana el camino de su peregrinar y alumbra el valle de sombra de muerte. Es el fundamento sólido de sus expectativas.

La certeza de la fe ayudará al creyente a sobrellevar la pobreza y la adversidad, y le enseñará a decir: «Yo sé que tengo en el cielo algo mejor y que permanece; no tengo plata ni oro, pero la gloria y la gracia son mías, y éstas no pueden hacerse alas y volar lejos». «Aunque la higuera no florezca, ni en las vides haya frutos; aunque falte el producto del olivo, y los labrados no den mantenimiento, y las ovejas sean quitadas de la majada, y no haya vacas en los corrales; con todo, yo me alegraré en el Señor.» (Habacuc 3:17-18)

En medio de las grandes privaciones, la certeza de la fe sostendrá al hijo de Dios y le hará sentir que «todo va bien». El alma que goza de esta seguridad dirá: «Aunque mis seres queridos sean arrebatados de mi lado, Jesús no cambia; Él es el mismo, y vive para siempre. Cristo, habiendo resucitado de los muertos, ya no muere. Aunque mi casa no sea tal como la carne y sangre desearían que fuera, sin embargo tengo un pacto perpetuo, firme y ordenado en todas las cosas» (2 Reyes 4:26; Hebreos 13:8; Romanos 6:9; 2 Samuel 23:5).

Aún en la prisión, la certeza de la fe hará que el creyente eleve sus alabanzas de gratitud a Dios, tal como hicieron Pablo y Silas en Filipo. Aún en la más oscura noche, la certeza de la fe dará al creyente cantos de alabanza y gozo aun cuando todo parezca ir en contra de él (Job 35:10; Salmo 42:8). Hará que el creyente pueda conciliar su sueño aún ante la perspectiva cierta de que al amanecer le aguarda la muerte. Este fue el caso de Pedro en el calabozo de Herodes. Esta seguridad hará exclamar con el Salmista: «En paz me acostaré, y asimismo dormiré; porque sólo tú, Jehová, me haces vivir confiado» (Salmo 4:8).

La certeza de la fe hará que los creyentes consideren un gozo el sufrir afrentas por amor a Cristo, tal como sucedió con los Apóstoles al ser puestos en la cárcel en Jerusalén (Hechos 5:41). Esta certeza de la fe hará que los creyentes se gocen y se alegren, y producirá en ellos un cada vez más excelente y eterno peso de gloria (Mateo 5:12; JI Corintios 4:17).

La certeza de la fe capacitará al creyente para resistir una muerte dolorosa y violenta sin temor, tal como sucedió en el caso de Esteban en los principios de la Iglesia cristiana, y más tarde con tantos de los reformadores. La certeza de la fe evocará en sus corazones textos como los de «No temáis a los que matan al cuerpo, y después nada más pueden hacer». «Señor Jesús, recibe mi espíritu» (Lucas 12:4: Hechos 7:59).

En medio del dolor y de la enfermedad, la certeza de la fe sostendrá al creyente, y hará que su lecho de muerte sea suave. Le capacitará para que pueda decir: «Porque si nuestra morada terrestre, este tabernáculo, se deshiciere, tenemos de Dios un edificio, una casa no hecha de manos, eterna en los cielos». «Tengo deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor». «Mi carne y corazón desfallecen; mas la roca de mi corazón y mi porción es Dios para siempre» (2 Corintios 5:1; Filipenses 1:23; Salmo 73:26).

La fuerte consolación que en la hora de la muerte una certeza de la fe puede proporcionar al creyente, es un punto de gran importancia. Es en la hora de la muerte, más que nunca, cuando lo precioso de la certeza de la fe se echa de ver. En esta hora terrible, pocos son los creyentes que no lleguen a darse cuenta del valor y privilegio de «una esperanza firme» y segura. Mientras el sol brilla y el cuerpo es fuerte, los «yo espero» y «yo confío» nos van más o menos bien, pero cuando nos llegue la hora de la muerte, desearemos poder decir: «Yo sé» y «yo siento». Las corrientes del río de la muerte son frías, y debemos cruzarlas solos. Nadie en esta vida podrá ayudarnos. Nuestro último enemigo, el rey de los terrores, es un adversario formidable. En la hora en que nuestras almas estén a punto de abandonar este mundo, sabemos que nuestro Dios nos acompañará mas allá de la muerte por la certeza de la fe.

2. La certeza de la fe debe desearse por cuanto hace del creyente un cristiano activo. En general, los que hacen más por Cristo son aquellos que gozan de una plena confianza de salvación. El creyente que no tiene seguridad de salvación, empleará la mayor parte de su tiempo escudriñando su corazón y considerando su estado espiritual. Tal como sucede con la persona hipocondríaca, este creyente se sumergirá en sus dolencias, en sus dudas, en sus interrogantes, en sus luchas, en sus conflictos y en su propia corrupción. Es decir, estará tan preocupado con su pelea espiritual, que no le sobrará tiempo para otras cosas ni para hacer un poco de obra para el Señor.

Pero el creyente que, como Pablo, goza de una plena seguridad de la salvación, se verá libre de todas estas incómodas distracciones. Su alma no se verá atormentada con dudas sobre su perdón y aceptación delante de Dios; considerará su salvación como algo decidido y estable. Y no podría pensar ni sentir de otro modo, pues el pacto eterno está sellado con la sangre de Cristo; la obra de la redención es perfecta y acabada, y jamás una palabra de su Dios y Salvador ha dejado de cumplirse. Su salvación es un hecho, y en consecuenciar puede conceder una atención especial a la obra del Señor y aumentar sus esfuerzos para la causa de Su Reino.

Para ilustrar lo dicho, imaginémonos a dos emigrantes ingleses que se han establecido en Nueva Zelanda o en Australia, y a los cuales el gobierno les ha concedido en propiedad sendas extensiones de terreno para cultivar. La posesión de estas propiedades viene respaldada por un documento público y oficial, y no hay posibilidad de error; las garantías de propiedad no pueden ser más ciertas ni más seguras: los terrenos les pertenecen, son bienes suyos.

Supongamos que uno de los emigrantes, sin duda de ninguna clase en cuanto a la realidad y veracidad de la propiedad que le ha otorgado el gobierno, se pone a trabajar para dejar el terreno limpio para el cultivo; trabaja día y noche. Pero el otro emigrante, continuamente deja el trabajo para presentarse a los organismos oficiales preguntando si el terreno es realmente suyo, y si no se ha cometido alguna equivocación, o hay algún error que anule la donación.

El primero, sin dudar de su título de propiedad, trabajará con diligencia. El otro, dudando continuamente de su título de propiedad, poco trabajo hará; la mitad de su tiempo lo pasará yendo a Melbourne, o Sydney, o Auckland, con sus dudas y preguntas superfluas. Después de un año, ¿cuál de los dos habrá hecho más progresos en su trabajo? ¿Cuál de los dos habrá conseguido mejor y más abundante cosecha? Cualquier persona con sentido común podrá contestar a esta pregunta. Aquellos cuya atención no está dividida, siempre cosecharán un mayor éxito.

Y algo similar sucede con el título que a las mansiones celestes posee el creyente. Los creyentes que trabajarán más serán aquellos que no tienen dudas sobre la validez del título, ni se distraen en incrédulas conjeturas sobre el mismo. El gozo del Señor será fuente de energía para los tales. «Vuélveme el gozo de tu salvación, entonces enseñaré a los transgresores tus caminos», nos dice el salmista (Salmo 51 :12).

Nunca ha habido obreros cristianos más activos que los Apóstoles; parecía como si vivieran para trabajar. Verdaderamente la obra de Cristo era su bebida y su comida. No estimaban para sí sus vidas; éstas eran vividas y eran gastadas en pro del cumplimiento de la misión recibida. A los pies de la cruz se despojaron del amor a la buena vida, a las riquezas, a la salud y al bienestar del mundo. Y la razón principal de todo esto es que eran hombres que gozaban de una firme seguridad de la salvación; podían decir: «Sabemos que somos de Dios, y el mundo entero está bajo el maligno». (1 Juan 5:19).

Extracto del libro: «El secreto de la vida cristiana» de J.C. Ryle

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