Cuando señalamos la función profética de Cristo nos estamos remontando a un aspecto que se nos presenta en el Antiguo Testamento. Abraham, el padre del pueblo hebreo, fue llamado profeta (Gn. 20:7). Moisés fue un profeta, posiblemente el más grande de todos los profetas (Dt. 34:10). …. David y Salomón fueron profetas en el sentido que recibieron parte de la revelación inspirada de Dios y contribuyeron así a completar el Antiguo Testamento. Comenzando por Elías y Elíseo se lanza el gran movimiento profético, con nombres de la talla de Isaías, Jeremías, Ezequiel, Daniel y los conocidos como los profetas menores. Moisés dice: «Ojalá todo el pueblo de Jehová fuese profeta» (Nm. 11:29). Sin embargo, en medio de este enfoque sobre el papel desempeñado por los profetas surge una sensación creciente de que ningún profeta humano podía ser del todo apropiado para poder suplir la necesidad humana.
Aparece, por lo tanto, una expectativa cada vez más intensa de que vendría un «gran profeta». La primera afirmación clara de esto la encontramos en el capítulo 18 de Deuteronomio, donde tenemos una profecía sobre una futura figura profética como Moisés, alguien a quien todos atenderían. Moisés mismo hace este anuncio: «Profeta de en medio de ti, de tus hermanos, como yo, te levantará Jehová tu Dios; a él oiréis» (Dt. 18:15).
Esta declaración es luego conservada en las palabras de Dios: «Profeta les levantaré de en medio de sus hermanos, como tú; y pondré mis palabras en su boca, y él les hablará todo lo que yo le mandare (Dt. 18:18).
Una lectura superficial podría hacernos interpretar este pasaje como refiriéndose a alguna figura humana futura, tal como Isaías o algún otro de los grandes profetas. Podría incluso ser aplicado al profeta tan especial que vino justo antes que el Mesías, Juan el Bautista. (Mal 4:5; Jn. 1:25). Sin embargo, en el Nuevo Testamento esta cita de Deuteronomio se aplica particularmente a Jesús, como se evidencia en uno de los sermones de Pedro (Hch. 3:22) o en la defensa de Esteban frente al concilio (Hch. 7:37).
Hay otros pasajes que desarrollan el mismo tema. En varias ocasiones el pueblo, que había sido testigo de una obra extraordinaria por parte de Cristo, respondió identificándolo con un profeta o el profeta que tenía que venir en los postreros tiempos (Mt. 21:46; Lc. 7:16; Jn. 6:14). Los discípulos que iban camino de Emaús lo identificaron como tal (Lc. 24:19). Y en cierta ocasión Jesús dijo hablando sobre sí mismo: «No hay profeta sin honra sino en su propia tierra, y entre sus parientes, y en su casa» (Mr.6:4). Pero quizá el pasaje más importante, desde un punto de vista teológico, sea la introducción al libro de Hebreos: «Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo» (He. 1:1-2).
Un profeta es alguien que habla en nombre de otra persona. En estos versículos, Jesús es presentado como alguien que, del mismo modo que hicieron los profetas del Antiguo Testamento, habla de parte de Dios. Se trata, por lo tanto, de alguien que habla con toda autoridad. El tema de la autoridad fue particularmente evidente para los que recibían el mensaje de Cristo.
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Extracto del libro “Fundamentos de la fe cristiana” de James Montgomery Boice