Alguien dijo una vez, y con muchísima razón, que “Toda experiencia espiritual comienza en la mente”. Para que una experiencia espiritual sea genuina debe estar enraizada en la verdad, debe ser una respuesta a la verdad de Dios revelada; y la verdad es entendida y asimilada con la mente.
Dios hizo al hombre a Su imagen y semejanza, como un ser personal, para poder tener con él una relación personal, y eso incluye nuestra capacidad de razonamiento.
El problema es que el hombre no permaneció en la condición original en que fue creado. La caída trastornó radicalmente la personalidad humana, de tal manera que todas nuestras facultades fueron afectadas, incluyendo nuestro entendimiento.
Pablo dice en 2Cor. 4:4 que “el dios de este siglo cegó el entendimiento de los incrédulos, para que no les resplandezca la luz del evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios”.
Es tal la ceguera espiritual del hombre que se requiere de una obra de la gracia de Dios iluminando su mente, para que sea capaz de obtener ese entendimiento del evangelio que guía a la salvación. Sigue diciendo Pablo en el vers. 6: “Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (2Cor. 4:6).
La luz de Dios debe iluminar nuestro entendimiento, para que podamos ver Su gloria en la faz de Jesucristo. Y esa obra de iluminación la lleva a cabo el Espíritu de Dios usando la verdad revelada como instrumento (comp. 2Ts. 2:13; 1P. 1:22-25).
Pues así como el entendimiento de la verdad jugó un papel protagonista en nuestra conversión, así es también en la adoración. En la verdadera adoración la facultad del entendimiento tiene la supremacía, como vemos claramente en las palabras del Señor a la mujer samaritana, en Jn. 4:23-24. “Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren. Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren”.
Hay adoradores verdaderos y hay adoradores falsos, esa es la implicación; y lo que distingue a unos de otros es que los verdaderos adoradores adoran en espíritu y en verdad, involucrando su ser interior en la recepción, entendimiento y meditación de la verdad. La adoración falsa, en cambio, apela primeramente a lo externo y a lo sensorial, minimizando o dejando de lado el entendimiento.
Es por eso que no podemos hacer de nuestra respuesta emocional el estándar primario de juicio para decidir qué hacer y qué no hacer en nuestra adoración a Dios. Lo importante no es lo que siento, lo que me agrada, lo que apela a mis sentidos. No.
Aunque nuestras emociones deben estar involucradas en la adoración, siempre deben estar subordinadas y gobernadas por el entendimiento, no al revés, porque la adoración gira en torno a la verdad de Dios revelada en Su Palabra. A mayor comprensión de estas verdades, mayor capacidad de adoración.
Herbert Carson dice al respecto: “… aunque los jóvenes convertidos pueden adorar verdaderamente a Dios con los primeros destellos de entendimiento espiritual, al mismo tiempo una experiencia de adoración más profunda estará ligada a un entendimiento más profundo. Mientras más conocemos el carácter de Dios, Sus propósitos y Sus deseos, más capaces seremos de responder a Sus obras”.
Consecuentemente, lo primero que debemos evaluar en un culto de adoración es la centralidad de la verdad de Dios en todo lo que se hace. Se adora en la misma medida en que la verdad de Dios es proclamada y entendida y en la medida en que nosotros respondemos apropiadamente a ella.
Pensemos en los himnos, por ejemplo. La calidad poética de los himnos es importante – si no fuera así nos contentaríamos con proclamar la verdad en prosa – como también es importante la melodía que lo acompaña; pero el estándar final para juzgar un himno es el contenido de verdad que posee.
Su calidad poética y su melodía pueden contribuir a que recibamos la verdad que el himno proclama con más claridad y fuerza, y de una forma más memorable, más fácil de recordar. Pero la calidad poética y la melodía de un himno de adoración, no son un fin en sí mismos; son un vehículo para lograr un fin. ¿Cuál es ese fin? La proclamación más efectiva de la verdad.
Ése es el énfasis de Pablo en las dos referencias al canto que encontramos en sus epístolas: “La Palabra de Cristo more en abundancia en vosotros, enseñándoos y exhortándoos unos a otros en toda sabiduría, cantando con gracia en vuestros corazones al Señor con salmos e himnos y cánticos espirituales” (Col. 3:16).
Pablo nos exhorta a procurar una morada abundante de la Palabra en nuestros corazones, y luego añade tres participios que expresan la manera como eso será posible: enseñándonos y exhortándonos unos a otros cantando. En otras palabras, al cantar debemos enseñarnos y exhortarnos.
Así que al participar del culto público debemos hacerlo con la conciencia de que, a la vez que estamos exaltando a Dios y dándole gloria, estamos enseñando, redarguyendo, corrigiendo e instruyendo a nuestros hermanos en la fe a través de los himnos que cantamos. Pero eso sólo puede ser llevado a cabo con himnos que sean teológicamente sanos y ricos en contenido bíblico.
Leí recientemente de un himnario que se titula: “Cantemos la Biblia”; no conozco esa obra y no sé si sus himnos son recomendables, pero este título resume la idea que estamos tratando de transmitir.
La tabla principal de evaluación para escoger los himnos que vamos a usar en el culto público son las verdades bíblicas que esos himnos expresan o reflejan; esa no es la única tabla de evaluación, pero debe ser la principal. Por supuesto, eso demanda de nosotros un esfuerzo mental consciente mientras participamos de los cantos en la iglesia, lo mismo que durante la predicación de la Palabra.
La Verdad que no es entendida y meditada, es una verdad que no es aprovechada. Y sin esa obra de la verdad en nuestros corazones no puede haber adoración en el verdadero sentido de ese término. Tan pronto apagas tu mente en el culto, apagas el generador de la verdadera adoración.
Así que no exageramos al decir que “Toda experiencia espiritual comienza en la mente”. La facultad del entendimiento es la ventana a través de la cual nuestro ser interior es iluminado con la gloria de Dios, para que entonces podamos adorarle “en espíritu y en verdad”.
© Por Sugel Michelén. Todo pensamiento cautivo