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Antes de que Dios soplara el aliento de vida sobre el polvo inerte, se produjo un diálogo en la economía del Ser divino: “Hagamos al hombre a Nuestra imagen, conforme a Nuestra semejanza” (Gn. 1:26) Esto demuestra:

En primer lugar, que cada Persona divina tenía un trabajo bien definido en la creación del hombre- “Hagamos al hombre”. Antes de esto se utiliza el singular de Dios, “Él habló”, “Él vio”; pero ahora se utiliza el plural “Hagamos al hombre”, lo que implica que, aquí especialmente y con mayor claridad que en cualquier pasaje que le precede, las acciones de las Personas se deben diferenciar.

En segundo lugar, que el hombre no fue creado vacío, para luego ser dotado de mayores facultades y poderes espirituales, sino que en el propio acto de la creación fue hecho a la imagen de Dios, sin ninguna adición posterior a su ser. Porque leemos: “Hagamos al hombre a Nuestra imagen, conforme a Nuestra semejanza”. Esto nos afirma que el hombre recibió, por creación inmediata, la impresión de la imagen divina; que en la creación, cada una de las Personas divinas realizó una obra definida,…

Y por último, que la creación del hombre en relación con su destino superior, fue efectuada por el aliento de Dios. Esta es la base para nuestra declaración, respecto al hecho de que la obra creativa del Espíritu estaba haciendo de todos los poderes y dones del hombre, instrumentos para Su propio uso, conectándolos de forma vital e inmediata con los poderes de Dios. Esto concuerda con las enseñanzas bíblicas acerca de la obra regeneradora del Espíritu Santo, que aunque en forma diferente, también hace que el poder y la santidad de Dios entren en contacto inmediato con los poderes humanos.

Por lo tanto, negamos la frecuente afirmación de teólogos éticos, que dicen que el Espíritu Santo creó la personalidad del hombre, ya que esto se opone a toda la economía de las Escrituras. Porque, ¿qué es nuestra personalidad, sino la realización del plan de Dios en relación con nosotros? Tal como desde la eternidad, Dios nos ha ideado a cada uno como distinto de los otros hombres, con nuestro propio sello, historia de vida, vocación y destino y, como tal, cada uno debe desarrollarse y mostrarse para llegar a ser una persona. Sólo de esa manera, cada uno obtiene carácter; cualquier otra cosa así llamada es orgullo y arbitrariedad.

Si nuestra personalidad es consecuencia directa del plan de Dios, entonces ella y todo lo que tenemos en común con todas las demás criaturas no puede provenir del Espíritu Santo, sino del Padre; como todas las otras cosas, recibe su disposición del Hijo, y el Espíritu Santo actúa sobre ella como sobre cualquier otra criatura, encendiendo la chispa e impartiendo el resplandor de la vida.

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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper

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