Texto: «Y todo el que invocare el nombre de Jehová será salvo.” Joel 2:32.
IV. Quiero que meditéis por un minuto EN LA BENDICIÓN MISMA. «Todo el que invocare el nombre del Señor será salvo.»
No necesito decir mucho al respecto, porque ya lo he expuesto. Es una regla muy buena, cuando un hombre te hace una promesa debes entenderla en el sentido más estricto. Es justo para él que lo hagas así. Que él la inter¬prete libremente, si él quiere, pero realmente sólo está obligado a darte no más que lo que literalmente su promesa implica. Ahora bien, es una regla que todo el pueblo de Dios podría bien poner en práctica el entender las promesas de Dios siempre en el sentido más amplio posible. Si a las palabras se le puede dar una interpretación mayor que la que a primera vista sugieran naturalmente, puedes entenderlas en ese sentido mayor. «Es poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos.» Dios nunca pone una línea de término en su promesa, que lo obligue a cumplirla estrechamente. Pero con el Gran Dios ocurre igual que con su amado Hijo que, aunque fue enviado a las ovejas perdidas de la casa de Israel, pasó la mayor parte de su tiempo en Galilea, que era llamada «Galilea de los gentiles,» y fue hasta los límites mismos de Cananea para encontrar una mujer cananea a fin de darle su bendición. Tú puedes dar el sentido más grande y el más liberal a un texto como este, porque Pedro lo hizo así. El Nuevo Testamento tiende a dar un sentido amplio a las palabras del Antiguo Testamento. Y lo hace correctamente, porque quiere que tratemos su palabra con la amplitud de la fe.
Si estás sujeto a juicio de Dios, entonces, ven; Si crees que la mano de Dios te ha visitado a cuenta de tus pecados, invócale, y él te salvará tanto del juicio como de la culpa que provocó el juicio, del pecado y de lo que sigue al pecado. El te ayudará a escapar. Pruébale, te lo suplico.
Si tu caso es diferente, si eres hijo de Dios y estás preocupado, y esta preocupación te corroe el espíritu, y te hace andar diariamente agobiado de espíritu, y con el corazón quebrantado, invoca al Señor. El te va a quitar la preocupación y el problema. «Todo el que invocare el nombre del Señor será salvo.» Podría ocurrir que tengas que soportar el problema, pero será transformado de tal manera como para que sea una bendición más que un mal, y te encariñarás con tu cruz puesto que la naturaleza de ella habrá sido cambiada.
Si el pecado es la gran causa de tu problema presente, y ese pecado te ha hecho esclavo de los malos hábitos, si has sido un borracho y no sabes cómo aprender a ser sobrio, si has faltado a la castidad y te has enredado en conexiones viciosas, invoca a Dios, y Él te puede apartar del pecado librándote de todas sus complicaciones. Él te puede poner en libertad esta misma noche con la gran espada de su gracia, y dejarte convertido en un hombre libre. Te digo que, aunque seas como una pobre oveja entre las fauces de un león, listo para ser devorado de inmediato por el monstruo, Dios puede venir y arrancarte de las fauces del león. La presa será quitada al poderoso y el cautivo será liberado. Solamente invoca el nombre del Señor y serás salvo.
V. Para concluir, debo recordaros un pensamiento lamentable. Permitidme que os advierta DEL LAMENTABLE DESCUIDO QUE COMUNMENTE SE PRESTA A ESTA BENDICIÓN.
Uno podría pensar que todos invocarían el nombre del señor. Pero el texto dice: «Porque en el monte de Sion y en Jerusalén habrá salvación, como ha dicho Jehová.» Será como el Señor ha dicho. Entonces, ¿no la tendrán? ¡Notad! «Y entre el remanente al cual Él habrá llamado.» Esa palabra «remanente» me parece resumir el todo. ¡Qué! ¿No vendrán? ¿Están locos? ¿No vendrán? No, solamente un remanente, y aun ese remanente no invocará el nombre del Señor, mientras Dios no lo llame primero por su gracia. Esta es una maravilla casi tan grande como el amor con que lleno de gracia los invita. ¿Podrían los demonios conducirse en peor forma? Si fuesen llamados a invocar a Dios y ser salvos, ¿se negarían a hacerlo?
¡Desdichado asunto! El camino es claro, pero «son pocos los que lo encuentran.» Después de toda la predicación, y de toda la invitación, y de la ilimitada amplitud de la promesa son sólo los que se hallen contenidos en el remanente que el Señor llamará los que se salvan. ¿No es nuestro texto una invitación generosa, la apertura de la puerta, más aun, el sacar la puerta de sus goznes, para que no pueda volver a cerrarse? Sin embargo, «ancha es la puerta y ancho es el camino que lleva a la perdición y muchos son los que entran por ella.» Allí vienen, corrientes de personas, que impacientemente se apresuran, precipitándose a la muerte y al infierno, sí, palpitando ansiosamente, apresurándose, lanzándose unos contra otros para descender hacia el horrible precipicio desde el cual no hay retorno. No se necesitan misioneros ni ministros para que supliquen a los hombres que vayan al infierno. No se necesitan libros que los persuadan y les exhorten a que se arrojen a la eterna ruina.
Nunca habló nuestro Maestro una palabra que en forma más clara fuera demostrada por la observación que cuando dijo: «y no queréis venir a mí para que tengáis vida.» Asistiréis a vuestras capillas, pero no invocaréis al Señor. Jesús clama: «Escudriñáis las Escrituras, porque vosotros pensáis que en ella tenéis vida eterna, y ellas son las que dan testimonio de mí; y no queréis venir a mí para que tengáis vida.» Haréis cualquier cosa que no sea venir a Jesús. Voso-tros os quedáis sin invocarle. Oh, mis queridos lectores, ¡qué no sea así con vosotros! Muchos de vosotros sois salvos. Os ruego que intercedáis por aquellos que no son salvos. Oh, que los inconversos que hay entre vosotros puedan ser movidos a orar. Antes que dejéis este lugar, haced una ferviente oración a Dios diciendo: «Dios, sé propicio a mí pecador. Señor, necesito ser salvado. Sálvame. Yo invoco tu nombre.» Uníos a mí en oración en este momento, os suplico. Orad conmigo mientras oro poniendo palabras en vuestra boca, y las pronuncio en vuestro favor: «Señor, yo soy culpable. Merezco tu ira. Señor, no puedo salvarme a mí mismo. Señor, yo quisiera tener un corazón nuevo y un espíritu recto, pero, ¿qué puedo hacer? Señor, nada puedo hacer, ven y obra en mí el querer y el hacer por tu buena voluntad.
Le alabaré en vida, le alabaré en la muerte,
le alabaré mientras me conceda aliento;
y cuando el frío rocío de la muerte esté en mi frente,
Pero ahora desde mi alma invoco tu nombre. Temblando, pero creyendo, me arrojo a tus brazos, oh Señor. Confío en la sangre y la justicia de tu amado Hijo. Confío en tu misericordia y tu amor, y en tu poder, según se revela en Él. Me atrevo a tomar tu Palabra de que todo el que invoca el nombre del Señor será salvo. Señor, sálvame esta noche, en el nombre de Jesús, Amén.»
C.H. Spurgeon