Al considerar este relato de la mujer sirofenicia, leemos : "Saliendo Jesús de allí, se fue a la región de Tiro y de Sidón. Y he aquí una mujer cananea que había salido de aquella región”. Jesús, va hacia la costa de Sidón desde el interior, y la mujer Cananea viene desde la costa a su encuentro, y de ese modo ambos coinciden en el mismo pueblo. Veamos ahora la forma en que la gracia de Dios ordena las cosas. Jesús y la persona que busca, tienen una atracción mutua. Él viene, y ella viene. De nada hubiera servido su venida desde las costas de Tiro y Sidón si el Señor Jesús no hubiera también descendido a la frontera de Israel y Fenicia para encontrarla. El que Jesús haya ido es lo que convierte el venir de ella en un éxito. ¡Qué feliz circunstancia cuando Cristo encuentra al pecador, y el pecador encuentra a su Señor!
Nuestro Señor Jesucristo, como el Buen pastor, vino por ese camino llevado por el instinto de su corazón. Estaba buscando a los perdidos y parecía sentir que había que encontrar a alguien en los términos de Tiro y Sidón, y por lo tanto, debía ir en esa dirección a encontrar a ese alguien. No parece que haya predicado o hecho algo especial mientras estaba en camino. Dejó las noventa y nueve ovejas junto al Mar de Galilea y salió a buscar la pérdida junto a las costas del Mediterráneo. Cuando hubo tratado con ella regresó a sus antiguos lugares en Galilea.
Nuestro Señor fue llevado hacia esta mujer, pero ésta también fue llevada hacia Él. ¿Qué hizo que ella lo buscara? Aunque parezca extraño decirlo, un demonio tenía una mano en este asunto, pero no como dar al demonio alguna palabra de elogio. La verdad es que el Dios de toda gracia usó al diablo para conducir a esta mujer a Jesús: su hija estaba «gravemente atormentada por el demonio,» y ella no podía soportar el quedarse en casa viendo a su hija en tal miseria. ¡Oh, con cuánta frecuencia un gran pesar lleva a hombres y mujeres a Cristo, así como un viento salvaje impulsa al marinero a dirigirse precipitadamente a un puerto! He conocido casos en que una aflicción doméstica, una hija enferma, influye en el corazón de una madre para que busque al Salvador. Y sin lugar a dudas muchos padres, quebrantados en espíritu por la probabilidad de perder un hijo amado, han vuelto su rostro al Señor Jesús en su angustia. ¡Ah, mi Señor! Tú tienes muchas formas de traer de regreso tu oveja que vaga descarriada, y para el resto debes enviar el negro perro del dolor y de la enfermedad tras ellas. Este perro entra en la clase y sus aullidos son tan terribles que la pobre oveja vuela hacia el pastor en busca de refugio. Dios lo haga así con cualquiera de vosotros que tenga un gran problema en su hogar!
Ahora bien, vosotros podríais suponer que cuando estos dos se buscaban mutuamente, la feliz reunión y la bendición de gracia se produjeron fácilmente. Pero se dice que «el camino del amor verdadero nunca se recorre con tranquilidad.» Y por cierto, el camino de la fe verdadera no se ve libre de problemas. Aquí había amor genuino en el corazón de Cristo hacia esta mujer y fe genuina en su corazón hacia Cristo; pero surgieron dificultades que no podríamos haber esperado. Es para el bien de todos nosotros que han ocurrido, pero no podríamos imaginarlas. Quizás había más dificultades en el camino de esta mujer que en el de cualquier otra persona que haya venido a Cristo en los días de su carne. Nunca antes vi al Salvador en una actitud como la que tenía al hablar a esta mujer de gran fe ¿Habéis leído alguna vez de que haya hablado palabras duras como estas? ¿Salió de su boca alguna vez una frase tan dura como «No está bien tomar el pan de los hijos y echarlo a los perrillos»? ¡Ah! Él la conocía bien y sabía que ella iba a soportar la prueba, y recibiría un gran beneficio por ello, y que El podría ser glorificado por la fe de ella a través de los siglos venideros. Por lo tanto, por buenas razones Él la hizo pasar por los ejercicios atléticos que forman una fe vigorosa. Sin lugar a dudas, por amor a nosotros Él hizo que ella pasara por una prueba a la que nunca la hubiera expuesto si hubiera sido débil e incapaz de soportarla. Ella fue formada y desarrollada por su desaire. Mientras Su sabiduría la probaba, Su gracia la sustentaba.
Ahora bien, veamos cómo comenzó. El Salvador había venido a la aldea, dondequiera que estuviera; pero no estaba allí públicamente, porque estaba buscando tener un tiempo a solas. Marcos nos dice, en 7:24: «Levantándose de allí, se fue a la región de Tiro y de Sidón y entrado en una casa, no quiso que nadie lo supiese; pero no pudo esconderse. Porque una mujer, cuya hija tenía un espíritu inmundo, luego que oyó de Él, vino y se postró a sus pies.»
¿Por qué se estaba escondiendo de ella? El normalmente no elude la búsqueda de un alma necesitada. ¿Dónde está Él? pregunta ella a sus discípulos. Ellos no le dan información alguna. Tenían órdenes del Maestro para atender su deseo de permanecer incógnito. Buscaba la quietud y la necesitaba, de modo que ellos podían discretamente cuidar sus lenguas. Sin embargo, ella lo descubrió y cayó a sus pies. Una pequeña pista le fue dada. Ella descubrió el hilo y lo siguió hasta encontrar la casa, y al Salvador en su lugar de alojamiento. Entonces vino el principio de su prueba. El Salvador se escondía, «pero no se pudo esconder» de su insis¬tente búsqueda. Ella era todo oídos y ojos para Él, y nada puede esconderse de una madre ansiosa, deseosa de una bendición para su hija. Perturbado por ella, el Bendito Señor sale a la calle y sus discípulos lo rodean. Ella está decidida a hacer¬se oír por encima de las cabezas de ellos y por lo tanto comienza a gritar: «¡Ten misericordia de mí, Señor, hijo de David!» A medida que Él sigue caminado, ella sigue gritando en voz alta, y suplicando, hasta que las calles retumban con el sonido de su voz, y Aquel que no quería que nadie lo supiera fue proclamado en la plaza del mercado. A Pedro no le gusta; prefiere la adoración silenciosa. Juan se siente perturbado por el ruido: ha perdido una frase del Señor, una frase muy preciosa que el Señor estaba pronunciando en esos momen¬tos. El ruido que la mujer hacía distraía a todo el mundo, de modo que los discípulos vinieron a Jesús y le dijeron: «Despídela, despídela, haz algo por ella, o dile que se vaya; porque grita tras nosotros, y su clamor no nos deja en paz. No podemos oír lo que dices debido a sus lamentos.»
Mientras tanto, al darse cuenta que ellos le hablan a Jesús, se acerca, se introduce al círculo más íntimo, se arroja a sus pies, le adora y pronuncia su lastimera oración: «¡Señor, ayúdame!» Hay más poder en la adoración que en el bullicio; ella ha avanzado un paso. Nuestro Señor aun no le ha res¬pondido una palabra. Sin lugar a dudas Él ha oído lo que ella ha dicho, pero todavía no le ha respondido una sola palabra. Él se ha limitado a decirle a sus discípulos: «No soy enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel.» Eso no ha impedido que ella se acerque más, ni detuvo su oración, porque ahora ella suplica, «¡Señor, socórreme!» Finalmente el Bendito Señor le habla. Para gran sorpresa nuestra, se trata de un frío desaire. ¡Qué palabra tan fría! ¡Qué cortante! No me atrevo a decir, ¡Qué cruel! Sin embargo, así parece: «No es bueno tomar el pan de los hijos y darlo a los perrillos.»
Y ahora, ¿qué hará la mujer? Está cerca del Salvador, tiene audiencia con Él, así como está; está de rodillas delante de Él, y Él parece rechazarla. ¿Cómo actuará ahora? Este es el punto del cual quiero hablar. No será rechazada, ella persevera y avanza más aun, en realidad convierte el rechazo en un argumento. Ha venido en busca de una bendición y una bendición es lo que obtendrá, y seguirá con sus súplicas hasta obtenerla. Así que trata con el Salvador de una manera heroica, y en el estilo más sabio que le es posible, de lo cual quiero que cada uno que busca la salvación aprenda una lección en esta oportunidad, y que, como ella, pueda prevalecer con Cristo, y oír que el Maestro le dice esta mañana: «Grande es tu fe, hágase contigo como quieres.»
Del ejemplo de esta mujer obtengo tres consejos. Primero, reconoce todo lo que el Señor te diga. Dile: «Sí, Señor,» «Verdad, Señor.» Dile «Sí: a todas sus palabras. En segundo lugar, argumenta con el Señor —»Sí, Señor, «pero.» Piensa en otra verdad, y menciónasela como argumento. Dile: «Señor, debo aprovechar el punto hasta el que he llegado: todavía tengo argumentos que ofrecerte.» Y en tercer lugar, en todo caso, ten fe en el Señor, sea lo que fuere que El diga. No importa cómo te trate, cree en Él con fe sin vacilaciones, y sabe con certeza que Él merece toda tu confianza en su amor y poder.
C.H. Spurgeon