Todos nuestros problemas son causados, en última instancia, por el hecho de que somos gobernados por nuestros corazones y sentimientos en vez de guiarnos por un pensar claro y un honesto análisis de las cosas delante de Dios. El corazón es una facultad muy poderosa dentro de nosotros. Cuando el corazón llega a controlar al hombre, lo intimida. Nos hace estúpidos; se apodera de nosotros de tal manera que nos volvemos irracionales y no podemos pensar claramente.
Tenemos que aprender a mirarnos a nosotros mismos y tratarnos con firmeza. Esto es primordial en la vida cristiana. ¿Cuáles son los pasos? He procurado dividirlos de la siguiente manera.
Primeramente, tenemos que confesar honestamente lo que hemos hecho. No nos gusta hacer esto. Nos damos cuenta de lo que hemos hecho, y la tendencia es decir: «He vuelto a Cristo, enseguida me ha perdonado y todo está bien». Esto es un error. Tenemos que confesar que hemos hecho esto. El salmista perdió mucho tiempo en compadecerse de sí mismo, en mirar a otras personas y envidiarlas. Perdió mucho tiempo con pensamientos indignos acerca de Dios y sus caminos. Sin embargo, después de su recuperación en el santuario, se dijo a sí mismo: «Yo debo pasar la misma cantidad de tiempo mirándome a mí mismo, y a lo que he hecho». Debemos en verdad confesar lo que hemos hecho, que equivale a decir que debemos deliberadamente poner estas cosas delante de nosotros. No debemos protegernos de ninguna manera; no debemos ceder a la tentación de escaparnos de nuestro pecado; no debemos mirarlo de forma casual. Debemos deliberadamente poner los hechos delante de nosotros y decir: «Esto es lo que he hecho, esto es lo que he pensado y esto es lo que he dicho».
Pero no solamente esto. Debo analizar y desmenuzar esto en todos sus detalles y considerar todo lo que involucra e implica. Esto es lo que por medio de la disciplina propia debemos hacer implacable y resueltamente. Es indudable que el salmista hizo esto. Es por esto que termina diciendo: «igual que una bestia». Nosotros nunca nos aborreceremos si no hacemos esto. Debemos poner nuestro pecado delante de nosotros hasta que lo veamos tal cual es.
Enfatizaré que debemos particularizarlo y analizarlo en detalle. Sé que esto es penoso. Significa que no sólo es suficiente ir a Dios y decir: «Dios, soy un pecador». Debemos detallar nuestro pecado, debemos confesarlo a nosotros mismos y a Dios minuciosamente. Ahora bien, es más fácil decir: «soy un pecador», que: «he dicho algo que no debería haber dicho, o pensado algo que no debería haber pensado», o, «he abrigado un pensamiento impuro». La esencia del asunto es llegar hasta el detalle, particularizarlo, expresarlo todo, poner todos los detalles delante de uno mismo, analizarse a uno mismo y enfrentar el horrible carácter del pecado hasta su más profundo detalle. Esto es lo que los maestros en la vida espiritual han hecho. Leamos sus manuales, leamos las publicaciones de los hombres más santos que han adornado la vida de la Iglesia y nos daremos cuenta que siempre han procedido así. Ya he recordado a Juan Fletcher. El no solamente se hacía doce preguntas a sí mismo antes de acostarse por la noche sino que enseñó a su congregación a que hiciera lo mismo. No se contentó con un rápido examen general; se examinó en detalle con preguntas tales como ¿me enojo?, ¿me he enojado hoy? ¿He hecho la vida ingrata para alguien hoy?, ¿he escuchado hoy a alguna sugerencia que el diablo puso en mi mente, algún pensamiento impuro?, ¿he persistido en pensarlo, o lo he rechazado de inmediato? Debemos hacer un recuento de todo lo del día y ponerlo delante de nosotros. Esto es verdaderamente un examen de conciencia.
Luego debemos examinarlo todo a la vista de Dios, «ante El». Debemos llevar todas estas cosas incluyéndonos a nosotros mismos a la presencia de Dios y antes de hablar con Dios, debemos condenarnos a nosotros mismos. Notemos las palabras de Pablo en 2 Corintios 7:11: «qué indignación». Ellos estaban indignados consigo mismos. El problema es que nosotros no estamos indignados con nosotros mismos, y tendríamos que estarlo, porque todos somos culpables de los pecados que ya he enumerado. Estas son cosas horribles a la vista de Dios, y no estamos indignados. Nos llevamos muy bien con nosotros mismos; es por eso que nuestro testimonio es tan poco eficaz. Tenemos que aprender a humillarnos, tenemos que aprender cómo humillarnos, tenemos que aprender a golpearnos. Pablo nos dice en 1Corintios 9:27: “. Lo pongo en servidumbre». Metafóricamente él se castiga, se golpea hasta estar morado: esa es la derivación de la palabra traducida «poner en servidumbre». Nosotros debemos hacer lo mismo. Es una parte esencial de la disciplina. Indudablemente el autor del Salmo lo hizo porque termina diciendo: «Tan torpe era yo, que no entendía: ¡era como una bestia delante de ti! Solamente una persona que haya pasado por el proceso de un profundo examen de conciencia puede llegar a esta conclusión. Si queremos, entonces, llegar a esto, debemos persistir en este camino que hemos indicado y examinarnos de verdad para vernos tal como somos realmente.
El próximo punto que debemos considerar es éste: ¿qué es lo que descubrimos cuando hemos hecho todo esto? No puede haber ninguna duda a la respuesta dada en este Salmo. Lo que el autor encontró después de haberse examinado, y de haber realmente corregido su pensamiento acerca de sí mismo, fue que la causa principal, quizás la única causa de sus problemas, era él mismo. Este es siempre el problema. Nuestro yo es nuestro principal y constante enemigo; y es una de las más prolijas causas de nuestra infelicidad. Como resultado de la caída de Adán, nos centramos en nuestro ego. Somos sensibles en cuanto a nosotros mismos. Somos siempre egoístas, estamos siempre protegiéndonos, siempre listos a imaginarnos ofensas, siempre listos a decir que hemos sido engañados y tratados injustamente. ¿Acaso no estoy hablando de nuestra experiencia real? Que Dios tenga misericordia de nosotros. Es la verdad acerca de todos nosotros. El yo, este enemigo que aun trata de hacer que un hombre sea orgulloso de su propia humillación. El salmista encontró que ésta era la causa de todos sus problemas. Estaba errado su pensamiento acerca de los impíos, estaba equivocado en su juicio acerca de Dios. Pero la causa primordial de todos sus problemas estaba radicada en su pensar acerca de sí mismo. Era porque siempre estaba dando vueltas alrededor de sí mismo que todas las demás cosas le parecieron terriblemente malas, y totalmente injustas.
Quiero presentarles la psicología enseñada en este versículo, la verdadera psicología bíblica. ¿Lo hemos notado? Cuando el yo toma control de nosotros hay algo que sucede inevitablemente. Nuestros corazones comienzan a controlar nuestras mentes y esto es lo peor que nos puede pasar. Escuchemos al salmista. El se recuperó en la casa de Dios; su opinión acerca de los impíos y en cuanto a Dios fue corregida. Ahora se dirige a sí mismo y dice: «Se llenó de amargura mi alma y en mi corazón sentía punzadas» —nuevamente una parte de la sensibilidad— «tan torpe era yo, que no entendía; ¡era como una bestia delante de Ti!» Notemos el orden. Pone el corazón antes que la mente.
Hace notar que su corazón estuvo lleno de amargura’ antes de que su mente comenzara a funcionar mal: el corazón primero, luego la cabeza.
Esta es una de las partes más profundas de la psicología que jamás podamos entender. El problema real está en que cuando uno se defiende a sí mismo, logra que se invierta el verdadero orden y el sentido exacto de proporción. Todos nuestros problemas son causados, en última instancia, por el hecho de que somos gobernados por nuestros corazones y sentimientos en vez de guiarnos por un pensar claro y un honesto análisis de las cosas delante de Dios. El corazón es una facultad muy poderosa dentro de nosotros. Cuando el corazón llega a controlar al hombre, lo intimida. Nos hace estúpidos; se apodera de nosotros de tal manera que nos volvemos irracionales y no podemos pensar claramente. Esto es lo que le pasó a este hombre. Pensó que era puramente un asunto de factores: ¡allí están los impíos, mírenlos y mírenme a mí! Pensó que era racional. Descubrió en el santuario que en verdad no fue racional, sino que su pensamiento estaba gobernado por sus sentimientos.
Extracto del Libro: La fe a prueba, del Dr. Martin Lloyd-Jones