toda maldad" (1 In. 1:9). Confesar significa básicamente ser realmente conscientes de que hemos transgredido la ley de Dios, y cuando confesamos nuestros pecados estamos de acuerdo con Dios en que son perversos, que contaminan, y que no tienen lugar en la vida de aquellos que le pertenecen a Él.
Es difícil confesar pecados. Es especialmente difícil lograr que un niño admita que hizo algo malo. Proverbios 28:13 dice: «El que encubre sus pecados no prosperará, pero el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia». John Stott dice: «Uno de los antídotos más seguros en contra del proceso de endurecimiento moral es la práctica disciplinada de poner al descubierto nuestros pecados de pensamiento y actitud, así como de palabra y obra, y abandonarlos con un corazón arrepentido».
Si no confiesas tus pecados apagarás el gozo y la comunión con la barrera creada por tu pecado sin confesar. El verdadero cristiano no ve la promesa que hizo Dios del perdón como un permiso para pecar, ni como una manera de abusar de su amor y presumir de su gracia. En cambio, ve el perdón clemente de Dios como medio para lograr crecimiento espiritual y santificación. Él continuamente le agradece a Dios su gran amor y su misericordia las perdonar.
La confesión del pecado también es crucial porque le da a Dios la gloria cuando castiga al cristiano desobediente. Tal respuesta positiva a su disciplina remueve cualquier posible queja de injusticia porque el pecador está admitiendo que merece lo
que Dios le da.
PERDONAR A LOS DEMÁS ES LA PRUEBA FINAL
Jesús nos da el prerrequisito de perdonar a los demás con las palabras: «Como también nosotros perdonamos a nuestros deudores» (Mat. 6: 12). El principio es sencillo pero aleccionador: Si hemos perdonado, seremos perdonados; si no hemos perdonado, no seremos perdonados.
Debemos perdonarnos mutuamente por varias razones. Una caracteristica de los santos. Como ciudadanos del reino de Dios somos bienaventurados y recibimos misericordia porque nosotros mismos somos misericordiosos (Mar. 5:7). Debemos amar incluso a nuestros enemigos porque tenemos la naturaleza de nuestro Padre celestial morando en nosotros. Justo antes de entregar esta oración modelo, Jesús instruyó a su público: «Habéis oído que fue dicho: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo
os digo: Amad a vuestros enemigos, y orad por los que os persiguen; de modo que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos» (Mat. 5:43-45). Bendecir a aquellos que lo persiguen equivale a perdonar. Al amar a sus enemigos, manifiesta que es un hijo de Dios.
El perdón es la marca de un corazón verdaderamente regenerado.
Cuando un cristiano no perdona a otra persona, se establece como juez superior a Dios e incluso cuestiona la realidad de su fe.
El ejemplo de Cristo. El apóstol Pablo nos manda a ser «bondadosos y misericordiosos los unos con los otros, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo» (Efe. 4:32). Juan nos dice: «El que dice que permanece en él debe andar como él anduvo» (l In. 2:6). Jesús mismo es nuestro modelo para el perdón. Por aquellos que clavaron sus manos, le escupieron el rostro, se burlaron de él y aplastaron una corona de espinas sobre su cabeza, Jesús dijo: «Padre, perdónales» (Luc. 23:34). Él es nuestro modelo de conducta. La severidad de cualquier ofensa hacia nosotros no se puede comparar con lo
que soportó Cristo. El escritor de Hebreos dijo: «Todavía no habéis resistido hasta la sangre combatiendo contra el pecado» (Heb. 12:4).
Extracto del libro: A solas con Dios, de John MacArthur