En BOLETÍN SEMANAL
«Por medio de las cuales nos ha dado preciosas y grandísimas promesas» (2 Pedro 1:4)..  ​El apóstol Pedro habla acerca de las promesas como de algo «preciosísimo y grandísimo», y ciertamente exceden a todo lo que se las pueda comparar. Nadie ha hecho jamás promesas como las que ha hecho Dios. Los reyes han llegado a prometer incluso hasta la mitad de sus reinos, pero ¿y eso qué es? Dios prometió dar a su propio Hijo, e incluso darse a sí mismo, a su pueblo, y lo hizo. Los príncipes ponen un límite al llegar a un punto determinado, pero el Señor no limita los dones que ha ordenado para sus escogidos.

Hemos pensado que las promesas son nuestro tesoro y ha llegado el momento de que las estudiemos y calculemos el valor que tienen. Debido a que las promesas son nuestro patrimonio, hagamos un cálculo correcto de nuestra riqueza, ya que es muy posible que no tengamos idea de lo ricos que somos. Sería lamentable que tuviésemos que vivir sumidos en la pobreza sencillamente por no saber lo grande que es nuestra propiedad. ¡Ojalá que el Espíritu Santo nos ayude a realizar la debida evaluación de las riquezas de la gracia y de la gloria que nos están reservadas gracias al pacto de la promesa!

El apóstol Pedro habla acerca de las promesas como de algo «preciosísimo y grandísimo», y ciertamente exceden a todo lo que se las pueda comparar. Nadie ha hecho jamás promesas como las que ha hecho Dios. Los reyes han llegado a prometer incluso hasta la mitad de sus reinos, pero ¿y eso qué es? Dios prometió dar a su propio Hijo, e incluso darse a sí mismo, a su pueblo, y lo hizo. Los príncipes ponen un límite al llegar a un punto determinado, pero el Señor no limita los dones que ha ordenado para sus escogidos.
Las promesas de Dios no solamente exceden a todo lo precedente, sino que sobrepasan toda limitación. Incluso teniendo a Dios como ejemplo, nadie ha sido capaz de rivalizar con Él cuando se trata de la liberalidad. Las promesas de Jehová se encuentran muy por encima del resto de las promesas al igual que los cielos están muy por encima de la tierra.

Además las promesas sobrepasan todo cuanto esperamos de ellas. Él hace a nuestro favor «mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos». Nadie podría haberse imaginado que el Señor pudiese hacer las promesas que ha hecho y que sobrepasan los sueños más románticos. Incluso las esperanzas más optimistas quedan atrás y las más elevadas concepciones son superadas. La Biblia debe de ser verdad porque no podría haber sido inventada: las promesas que contiene son superiores en cantidad y mejores en calidad que el más expectante hubiese esperado encontrar. Dios nos sorprende con la plenitud inigualable de sus reconfortantes palabras y nos colma de favores hasta que, al igual que David, nos quedamos asombrados y clamamos: «¿Cómo ha llegado esto a mí?»

Las promesas exceden toda medida, hay un abismo de profundidad en ellas, en cuanto a su significado, un cielo de altura en cuanto a su excelencia, y un océano de anchura en cuanto a su duración. Podemos decir de cada una de ellas: «Son muy elevadas, no me es posible alcanzarlas.» En general, las promesas son una prueba de la plenitud y de la suficiencia de Dios y, al igual que sucede con Dios, todo lo llenan. Ilimitadas en su alcance, nos rodean por todas partes, tanto si estamos despiertos como si dormimos, si vamos hacia adelante o si regresamos. Cubren toda la vida, desde la cuna hasta la sepultura. Se les puede achacar una omnipresencia porque nos rodean por dondequiera que vamos y en todo tiempo. Son nuestra almohada cuando nos dormimos y cuando nos despertamos siguen a nuestro lado. « ¡Cuán preciosos me son tus pensamientos, oh Dios! ¡Cuán maravillosa la suma de ellos!» «Muy por encima» de todo lo calculado y deseado, las admiramos y adoramos al Dador, pero nunca podremos medirlas.

Las promesas exceden incluso a toda experiencia. Aquellos hombres de Dios que han conocido durante cincuenta o sesenta años al Señor no han llegado a extraerles todo el jugo a sus promesas. A pesar de lo cual se puede decir: «la flecha ha llegado aún más lejos». Algo mucho mejor y más profundo queda para que lo busquemos en el futuro, y la persona que se hunde más abajo, por experiencia, en las profundidades de las promesas divinas, es plenamente consciente de que existe una profundidad superior en cuanto a la gracia, y que el amor es insondable. La promesa es más larga que la vida, más ancha que el pecado, más profunda que el sepulcro y más alta que las nubes. La persona que más familiarizada está con el libro de oro de las promesas sigue siendo un principiante en su estudio, pues hasta los más ancianos de Israel encuentran que este volumen sobrepasa a todo conocimiento.
Sin duda no tengo necesidad de añadir que las promesas exceden a toda expresión. Si me fuesen concedidas todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, no podría deciros cuán grandes e importantes son las promesas de Dios. No solamente sobrepasan a una lengua, sino a todas, sobrepasan las palabras más entusiastas que jamás se hayan dicho. Hasta los ángeles que se encuentran delante del trono desean mirar estas cosas pues aún no han podido discernir el misterio, la longitud, el ancho y la profundidad. En Cristo Jesús todo excede a la descripción y las promesas; en Él han agotado la fuerza de todo lenguaje, ya sea humano o divino. Por tanto me resultará inútil lograr lo imposible.

Pedro dice que son «grandísimas» y él lo sabía muy bien. Proceden de un gran Dios, nos aseguran un gran amor, llegan a los grandes pecadores, producen grandes resultados y tratan temas de profunda importancia. Son tan grandes como la propia grandeza; nos acerca al gran Dios para que sea nuestro Dios para siempre jamás. La primera promesa que hizo Dios fue la de darnos a su Hijo. Podríamos decir, como es natural: «gracias a Dios por su don inefable», pero no pronunciemos esas palabras a la ligera. El hecho de que Dios diese a su Hijo unigénito es, por encima de todo concepto, un gran acto de amor, y, de hecho, la palabra «gran» se queda corta y resulta inadecuada para describir semejante milagro de amor. Cuando el Señor dio a su Hijo, entregándole gratuitamente a nuestro favor, ¿entonces que? Prometió darnos al Espíritu Santo, el Consolador, para que habitase para siempre con nosotros. ¿Podemos nosotros medir el valor de esa grandiosa promesa? El Espíritu Santo descendió en Pentecostés en cumplimiento de una antigua profecía, ¿no fue ese hecho algo sobremanera grande y precioso como don? Recordemos que el Espíritu Santo obra en todos nosotros las gracias que nos preparan para la sociedad de los cielos. ¡Gloria sea a Dios por esa gracia sin límites!

¿Qué sucederá a continuación? El Señor nos ha hecho una promesa, la de « venir de nuevo, una segunda vez, sin ofrenda por el pecado para salvación». ¿Pueden todos los santos juntos medir con exactitud la grandeza de la promesa tocante a la Segunda Venida? Esto significa una infinita felicidad para los santos. ¿qué más ha prometido? Pues que debido a que El vive nosotros también viviremos. Nosotros poseeremos la inmortalidad para dicha de nuestras almas y además gozaremos la resurrección de nuestros cuerpos, reinaremos con Cristo, estaremos glorificados a su diestra. Promesas que han sido cumplidas y otras que no, promesas para el tiempo y otras para la eternidad, son tan fantásticas que es inconcebible que puedan ser más grandes.
 
«¿Qué más puedo decirte que no te haya dicho ya? A ti que por refugio has corrido a Jesús. »
 
¡Oh vosotros, los que habéis enseñado a vuestras mentes a tener elevados pensamientos, contadme os cálculos que habéis hecho de las fieles promesas! Yo conozco la promesa del perdón de los pecados. ¡Oh, vosotros, los que habéis sido perdonados, declarad la grandeza de esta bendición! Hay una promesa de adopción. ¡Hijo de Dios, has comenzado a conocer la naturaleza del amor que siente Dios por ti en este sentido, proclama tu gozo! Hay la promesa de ayuda en todo tiempo de necesidad. ¡Los que habéis pasado por la prueba, sabéis cómo el Señor sostiene y libra a sus escogidos, proclamad la generosidad de su gracia! Hay una promesa según la cual la fortaleza será conforme a vuestro día. ¡Los que trabajáis infatigablemente por el Señor o llevando su cruz día tras día, sentís cuán grande es la promesa de su seguro apoyo. Qué gran palabra ésta: «Todas las cosas obran para bien para los que aman a Dios, a los que conforme a su propósito son llamados.» « Él no negará nada a los que andan en integridad.» ¿Quién es capaz de calcular el ancho de estas gloriosas promesas? De nada sirve que saquéis de vuestros bolsillos la cinta métrica, pues no os servirá en este caso. Si fuese tomar la distancia desde una estrella fija como base, todos los cálculos serían aún imposibles. Todas las cadenas que se han utilizado para medir los terrenos de los ricos serían inútiles en este caso. Un millonario determinado presume de que su terreno llega de un mar a otro, pero no hay ningún océano que pueda poner límite a todas las posesiones que han sido aseguradas para nosotros por la promesa de nuestro fiel Dios. El tema es tan tremendamente grande que sobrepasa mi poder de expresión y, por tanto, yo me abstengo.

El versículo sobre el que estamos pensando habla de «preciosas y grandísimas promesas», aunque lo precioso y grande rara vez van juntos, pero en este caso se han unido en grado supremo. Cuando el Señor abre su boca para hacer una promesa es siempre digna de Él, pues sus palabras hablan de supremo poder y riqueza. En lugar de intentar hablar acerca de lo preciosas que son las doctrinas, desde el punto de vista doctrinal, echaré mano de la experiencia de aquellos que las han puesto a prueba y han demostrado su veracidad.

¡Amados, cuán preciosas son las promesas para los pobres y los que están necesitados! Aquellos que son conscientes de su pobreza espiritual conocen el valor de la promesa que tiene su caso en consideración. ¡Cuán preciosas son además las promesas para aquellos que las han visto cumplidas! A veces nos es posible recordar ocasiones y momentos en los que nos sentimos deprimidos y el Señor nos ayudó conforme a su palabra. Incluso antes de que nos sacase del pozo horrible, no dejó que nos hundiésemos en la ciénaga y sí nos permitió que viviésemos con la esperanza del momento en que Él vendría a liberarnos. Su promesa evitó que nos muriésemos de hambre mucho antes de que llegásemos al banquete del amor. Al anticiparnos a las dificultades que habremos de enfrentar en el futuro nuestra confianza reposa en la promesa, por lo que es preciosa para nosotros incluso antes de que se cumpla. Cuanto más creemos en la promesa tanto más encontramos para creer en ella. Tan preciosa es la palabra de Dios para nosotros, que nos podríamos deshacer de cualquier cosa que tuviésemos antes que deshacernos de una sola frase de ella. No estamos seguros de cuál de las promesas del Señor necesitaremos la próxima vez y aquella a la que apenas hemos prestado atención puede convertirse en un momento determinado en algo esencial para nuestra vida. ¡Gracias a Dios que no tenemos necesidad de deshacernos de ninguna de las joyas de la armadura de las Sagradas Escrituras, todas ellas son sí y amén en Cristo Jesús para gloria de Dios para nosotros!
¡Cuán preciosas resultan las promesas cuando nos encontramos enfermos contemplando la eternidad día tras día, siendo puestos a prueba y tentados por el dolor y el cansancio! Todas las circunstancias deprimentes pierden su fuerza del mal cuando nuestra fe se aferra con fuerza de las promesas hechas por Dios! ¡Cuán dulce es sentir que puedo tener mi mente y mi corazón en la promesa, reposando en la verdad del Altísimo! No tengo que confiar en la vanidad terrenal, sino en la verdad celestial; ésa es mi confianza. No se puede encontrar nada en ningún lugar que tenga ni siquiera punto de comparación con esas preciosas promesas. Son realmente preciosas, pues son capaces de alentar a los moribundos y hacer que pasen a la eternidad con el mismo encanto que si fuesen a asistir a un banquete nupcial. Lo que dura eternamente y es bueno alcanza un valor infinito. Todo lo que trae y contiene es realmente precioso y tales son las promesas que ha hecho Dios.

Si las promesas son así de grandes y preciosas, aceptémoslas y creamos en ellas con gozo. ¿Tengo yo que instar al hijo de Dios a que lo haga? No, no le deshonraré haciéndolo, pues, sin duda, ¡creerá en su propio Padre! No me cabe duda alguna de que debiera ser la cosa más fácil del mundo para los hijos del Altísimo creer en el que les ha dado el poder para creer en Él, que les ha concedido el privilegio de ser hechos hijos de Dios. ¡Mis hermanos, no nos tambaleemos ante la promesa por causa de la incredulidad, sino creamos a pies juntillas!

Pero hay algo más que debemos hacer: conocer las promesas. ¿No deberíamos de sabérnoslas de memoria? ¿No deberíamos ser un clásico para los creyentes? Puede que no haya leído usted el último libro que ha salido o que no haya oído hablar del último decreto gubernativo, pero debemos de conocer a fondo lo que ha dicho el Señor y asegurarnos de que su palabra se va a cumplir. Debiéramos de ser tan versados en las Escrituras como para tener siempre en la punta de la lengua la promesa que más exactamente encaje con nuestro caso. Deberíamos, además, de ser copistas de la Escritura: la promesa divina debiera de estar grabada en nuestros corazones como lo está en las páginas del Libro. Es algo realmente triste y lamentable que un hijo de Dios no sea consciente de la existencia de la promesa real que le hace rico. Es lamentable que seamos como el hombre pobre, que le habían dejado una fortuna, pero no sabía nada acerca de ello, y por eso continúo barriendo las calles y pidiendo limosnas. ¿de qué sirve tener un ancla en el puerto cuando el barco se encuentra en medio de un mar embravecido por la tempestad? ¿De qué nos sirve una promesa que no somos capaces de recordar para poder pedirla en oración? Si hay cosas que usted no sabe, al menos intente familiarizarse con las palabras del Señor que son más necesarias para nuestra alma, más aún que el pan para nuestros cuerpos.
Hagamos también uso de las promesas. Hace poco tiempo un amigo me hizo entrega de un cheque para una cierta obra de caridad y me dijo: «Asegúrate de presentarlo hoy mismo al Banco.» Pueden estar ustedes seguros de que así lo hice. Yo no guardo los cheques sin mirarlos o jugar con ellos, sino que los llevo al Banco y recibo el dinero y lo utilizo.

Las preciosas promesas hechas por Dios fueron hechas precisamente para que se las presentemos a él y que las cambiemos por las bendiciones que garantizan. La oración es un medio para llevar la promesa al Banco de la fe y poder obtener la dorada bendición. Preste atención a su manera de orar, hágalo con toda seriedad. No permita nunca que la oración se convierta en una formalidad sin sentido. Algunas personas oran durante un largo tiempo, pero no consiguen lo que se supone que deben de tener, porque no piden la promesa de una manera seria y verdadera. Si entrase usted en un Banco y le hablase al empleado durante una hora y saliese usted de nuevo sin su dinero, ¿de qué le serviría? Yo voy a un Banco, coloco mi cheque en la ventanilla, como si recibo su importe, así es, y debe ser, la oración. Usted presenta la oración y espera la respuesta que usted desea, porque el Señor lo ha prometido. Crea usted que tiene la bendición y siga adelante. Levántese de sus rodillas cantando, porque la promesa se ha cumplido, y de esa manera su oración recibirá una contestación. Lo que hace que Dios le preste atención no es el largo de la oración, sino la fortaleza y la fuerza de la fe que tenga usted en la promesa que ha hecho suya delante del Señor.

Finalmente, háblele claro a Dios acerca de sus promesas. Repita en la casa del Rey lo que Él ha dicho. No esconda nunca la lámpara de Dios debajo de un almud. Las promesas son proclamaciones, por tanto exhíbalas sobre sus paredes y léalas en voz alta en las encrucijadas del camino. ¡Ojalá que nuestra conversación se endulzase con más frecuencia con las promesas de Dios! Después de comer nos sentamos, y durante media hora nos dedicamos a criticar cruelmente a nuestros pastores o escandalizamos a nuestros vecinos, pero mucho mejor sería que dijésemos: «Ahora, mi amigo, cite usted una promesa de la Biblia.» Y el otro contestase: « Y usted también mencione otra. » Entonces que cada uno hablara según su propio conocimiento personal acerca del cumplimiento de estas promesas del Señor y que cada uno de los presentes contara la historia de la fidelidad del Señor para con él. Esta santa conversación servirá para calentar nuestros corazones y alegrará debidamente nuestros espíritus el día de reposo.

Los hombres de negocios hablan acerca de su profesión, los viajeros lo hacen acerca de sus viajes y los granjeros hablan sobre sus cosechas. ¿No deberíamos nosotros hablar con mucha frecuencia acerca del recuento de la bondad del Señor y referir detalles de su fidelidad? Si así lo hiciésemos, refrendaríamos lo que dijo Pedro sobre el hecho de que Dios nos ha dado «preciosísimas y grandísimas promesas».
 
Extracto del libro «segun la promesa» de C. H. Spurgeon

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