El sermón del Monte: Introducción:
Al examinar cualquier enseñanza, es norma sabia proceder de lo general a lo particular. Sólo así se puede evitar el peligro de que ‘los árboles no dejen ver el bosque’. Esta norma tiene importancia particular en el caso del Sermón del Monte. Debemos tener en cuenta, por tanto, que hay que empezar por plantearse ciertos problemas generales respecto a este famoso Sermón y al lugar que ocupa en la vida, pensamiento y perspectivas del pueblo cristiano.
No me parece que sea juzgar con dureza decir que la característica más obvia de la vida de la Iglesia cristiana de hoy es, por desgracia, su superficialidad. Esta apreciación se basa no sólo en observaciones actuales, sino todavía más en tales observaciones hechas a la luz de épocas anteriores de la vida de la Iglesia. Nada hay más saludable para la vida cristiana que leer la historia de la Iglesia, volver a leer lo referente a los grandes movimientos del Espíritu de Dios, y observar lo que ha sucedido en la Iglesia en distintos momentos de su historia. Ahora bien, creo que cualquiera que contemple el estado actual de la Iglesia cristiana a la luz de ese marco histórico llegará a la conclusión indeseada de que la característica destacada de la vida de la Iglesia de hoy es, como he dicho ya, la superficialidad. Cuando digo esto, pienso no sólo en la vida y actividad de la Iglesia en un sentido evangelizador. A este respecto me parece que todos estarían de acuerdo en que la superficialidad es la característica más obvia.
Pienso no sólo en las actividades evangelizadoras modernas en comparación y contraste con los grandes esfuerzos evangelizadores de la Iglesia en el pasado, la tendencia actual a la palabrería, por ejemplo, y el empleo de recursos que hubieran horrorizado y chocado a nuestros padres. Pienso también en la vida de la Iglesia en general; de ella se puede decir lo mismo, incluso en diversas materias, por ejemplo… su concepto de la santidad y su enfoque todo de la doctrina de la santificación.
Lo importante es que descubramos las causas de esto. En cuanto a mí, sugeriría que una causa básica es la actitud que tenemos respecto a la Biblia, nuestra falta en tomarla en serio, en tomarla como es y en dejar que nos hable. Junto a esto, quizás, está nuestra tendencia invariable a ir de un extremo a otro. Pero lo principal, me parece, es la actitud que tenemos respecto a las Escrituras. Permítanme explicar con algo más de detalle qué quiero decir con esto.
Nada hay más importante en la vida cristiana que la forma en que tratamos la Biblia, y la forma en que la leemos. Es nuestro texto, nuestra única fuente, nuestra autoridad única. Nada sabemos de Dios y de la vida cristiana en un sentido verdadero sin la Biblia. Podemos sacar conclusiones de la naturaleza (y posiblemente de varias experiencias místicas) por medio de las que podemos llegar a creer en un Creador supremo. Pero creo que la mayoría de los cristianos están de acuerdo, y ésta ha sido la persuasión tradicional a lo largo de la historia de la Iglesia, que no hay autoridad aparte de este Libro. No podemos depender sólo de experiencias subjetivas porque hay espíritus malos además de los buenos; hay experiencias falsas. Ahí, en la Biblia, está nuestra única autoridad.
Sin duda es importante que tratemos a la Biblia de una forma adecuada. Debemos comenzar por estar de acuerdo en que no basta leer la Biblia. Se puede leerla de una forma tan mecánica que no saquemos ningún provecho de ello. Por esto creo que debemos tener cuidado de todas las reglas y normas en materia de disciplina en la vida espiritual. Es bueno leer la Biblia a diario, pero puede ser infructuoso si lo hacemos sólo para poder decir que leemos la Biblia todos los días. Soy un gran defensor de los esquemas para la lectura de la Biblia, pero debemos andar con cuidado de que con el empleo de tales esquemas no nos contentemos con leer la parte asignada para el día sin luego reflexionar ni meditar acerca de lo leído. De nada serviría esto. Debemos tratar la Biblia como algo que es de importancia vital.
La Biblia misma nos lo dice. Sin duda recuerdan la famosa observación del apóstol Pedro respecto a los escritos del apóstol Pablo. Dice que hay cosas en ellos que son ‘difíciles de entender, las cuales los indoctos e inconstantes tuercen… para su propia perdición’. Lo que quiere decir es lo siguiente. Leen estas Cartas de Pablo, desde luego; pero las deforman, las desvirtúan para su propia destrucción. Se puede muy bien leer estas Cartas y no ser mejor al final que lo que se era al comienzo debido a lo que uno le ha hecho decir a Pablo, desvirtuándolo para destrucción propia. Esto es algo que siempre debemos tener presente respecto a la Biblia en general. Puedo estar sentado con la Biblia abierta frente a mí; puedo estar leyendo sus palabras y recorriendo sus capítulos; y con todo puedo estar sacando una conclusión que no tiene nada que ver con las páginas que he leído.
No cabe duda de que la causa más común de todo esto es la tendencia frecuente de leer la Biblia con un prejuicio ya en mente. Nos acercamos a la Biblia con dicho prejuicio, y todo lo que leemos queda coloreado por él. Todos nosotros sabemos que así sucede.
En un sentido es cierto lo que se dice que con la Biblia se puede probar todo lo que se quiere. Así nacieron las herejías. Los herejes no eran hombres poco honrados; eran hombres equivocados. No debería pensarse que eran hombres que se propusieron expresamente equivocarse y enseñar algo erróneo; se cuentan más bien entre los hombres más sinceros que la Iglesia ha tenido. ¿Qué les ocurrió entonces? El problema fue este: llegaron a tener una teoría y se sintieron complacidos con ella; luego fueron con esta teoría a la Biblia, y les pareció encontrarla allí. Si lees medio versículo e insistes demasiado en otro medio versículo de otro pasaje, pronto habrás demostrado tu teoría.
Ahora bien, debemos tener cuidado con esto. Nada hay más peligroso que ir a la Biblia con una teoría, con ideas preconcebidas, con alguna idea favorita propia, porque en cuanto se hace esto, se pasa por la tentación de insistir demasiado en un aspecto y dejar de lado otro.
Este peligro tiende a manifestarse sobre todo en el problema de la relación entre ley y la gracia. Siempre ha sucedido así en la historia de la Iglesia desde su comienzo y sigue sucediendo hoy día. Algunos insisten tanto en la ley que reducen el evangelio de Jesucristo con su libertad gloriosa a poco más que una colección de máximas morales. Para ellos todo es ley y no queda nada de gracia. Hablan de tal modo de la vida cristiana como de algo que debemos hacer para llegar a ser cristianos, que se convierte en puro legalismo y la gracia desaparece de ella. Pero recordemos también que es igualmente posible insistir tanto en la gracia a costa de la ley que también se llegue a perder el evangelio del Nuevo Testamento.
Permítanme darles un ejemplo de esto. El apóstol Pablo, nada menos que él, se vio constantemente ante semejante dificultad. Nunca hubo un hombre cuya predicación, con su poderosa insistencia en la gracia, fuera más a menudo mal entendida. Seguro recuerdan la conclusión que algunos habían sacado en Roma y en otros lugares.
Decían, «Bueno, pues, si esto es lo que enseña Pablo, hagamos el mal para que la gracia pueda abundar, porque, sin duda alguna, esta enseñanza conduce a esa conclusión y no a otra. Pablo había dicho simplemente, «Cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia.» Bien pues, sigamos pecando a fin de que la gracia pueda sobreabundar.’ ‘Dios no lo quiera’, dice Pablo; y lo tiene que repetir constantemente.
Decir que porque estamos bajo la gracia ya no tenemos nada que ver con la ley, no es lo que enseñan las Escrituras. Desde luego que ya no estamos bajo la ley sino bajo la gracia. Pero esto no significa que no necesitemos observar la ley. No estamos bajo la ley en el sentido de que nos condene; ya no nos juzga ni condena. [¡No! pero debemos observarla, e incluso ir más allá. El argumento del apóstol Pablo es que debería vivir, no como el que está bajo la ley, sino como hombre libre en Cristo. Cristo observó la ley, vivió la ley; como este mismo Sermón del Monte subraya, nuestra justicia debe exceder la de los escribas y fariseos. En realidad, no ha venido a abolir la ley; cada uno de sus detalles debe cumplirse. Y esto es algo que vemos muchas veces olvidado en este intento de situar a la ley y la gracia como antítesis, y la consecuencia es que hay hombres y mujeres que prescinden de la ley de forma total.
Pero, déjenme decir lo siguiente. ¿No es cierto que en el caso de muchos de nosotros, en la práctica nuestra idea de la doctrina de la gracia es tal que muy pocas veces tomamos la sencilla enseñanza del Señor Jesucristo con seriedad? Hemos insistido tanto en la enseñanza de que todo es gracia y de que no deberíamos tratar de imitar su ejemplo para ser cristianos, que quedamos virtualmente en la posición de prescindir por completo de su enseñanza y de decir que no tenemos nada que ver con ella porque estamos bajo gracia. Pero me pregunto con cuánta seriedad tomamos el evangelio de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. La mejor forma de enfrentarse con este problema me parece que es examinar el Sermón del Monte. ¿Qué idea tenemos, me pregunto, de este Sermón? Suponiendo que en este momento sugiriera que escribiéramos todas las respuestas a las siguientes preguntas: ¿Qué significa para nosotros el Sermón del Monte? ¿En qué sentido entra a formar parte de nuestras vidas y qué lugar ocupa en nuestro pensar y en nuestra perspectiva de la vida? ¿Qué relación tenemos con este Sermón extraordinario que ocupa un lugar tan prominente en estos tres capítulos del Evangelio según San Mateo? Creo que encontrarían el resultado muy interesante y quizá muy sorprendente. Sí, claro, estamos muy enterados de la doctrina de la gracia y del perdón, y tenemos los ojos puestos en Cristo. Pero aquí en estos documentos, que decimos tienen autoridad, se encuentra este Sermón. ¿En qué punto entran a formar parte de nuestra perspectiva?
Esto quiero decir cuando hablo de trasfondo e introducción. Sin embargo, demos un paso más; planteémonos otra pregunta vital. ¿A quién está destinado el Sermón del Monte? ¿A quién se aplica? ¿Cuál es en realidad el propósito de este Sermón; qué importancia tiene? En cuanto a esto, ha habido opiniones opuestas. Hubo una vez el llamado punto de vista ‘social’ del Sermón del Monte. Decía que el Sermón del Monte es en realidad lo único importante en el Nuevo Testamento, que en él está el fundamento del llamado evangelio social. Los principios, se decía, que contiene hablan de cómo deben vivir los hombres, y lo único que hay que hacer es aplicar el Sermón del Monte.
Con ello se puede establecer el reino de Dios en la tierra, la guerra se acabará y todos los problemas concluirán. Este es el punto de vista típico del evangelio social, pero no tenemos por qué gastar tiempo en él. Ha pasado de moda ya; sólo perdura entre ciertas personas que se podrían considerar como reliquias de la mentalidad de hace treinta años. Las dos guerras mundiales han acabado con este punto de vista. Aunque en muchos sentidos critiquemos la teología de Barth, debemos rendirle este tributo: ha puesto de una vez por todas en completo ridículo al evangelio social. Pero desde luego que la verdadera respuesta a este punto de vista acerca del Sermón del Monte es que siempre ha prescindido de las Bienaventuranzas, de esas afirmaciones con que comienza el Sermón, —’Bienaventurados los pobres en espíritu’; ‘bienaventurados los que lloran.’ Como esperamos demostrarles, estas afirmaciones significan que nadie puede vivir el Sermón del Monte por sí mismo, sin ayuda. Los defensores del evangelio social, después de haber prescindido de las Bienaventuranzas según conveniencia, han insistido en la consideración de los mandatos y han dicho, ‘Este es el evangelio.’
Otro punto de vista, que quizá resulte más grave para nosotros, es el que considera el Sermón del Monte como una simple elaboración o exposición de la ley mosaica. Nuestro Señor, dicen, se dio cuenta de que los fariseos, los escribas y otros maestros del pueblo interpretaban mal la Ley que Dios había dado a su pueblo por medio de Moisés; lo que hace, pues, en el Sermón del Monte es elaborar y explicar la ley mosaica, dándole un contenido espiritual más elevado. Este punto de vista es más grave, desde luego; y con todo me parece que es completamente inadecuado aunque no sea por otra cosa sino porque también prescinde de las Bienaventuranzas.
Las Bienaventuranzas nos colocan de inmediato en un terreno que va más allá de la ley de Moisés. El Sermón del Monte sí explica y expone la ley en algunos puntos, pero va más allá de esto.
Extracto del libro: El Sermón del Monte, del Cr. Martyn LLoyd-Jones