En BOLETÍN SEMANAL
​La prueba de la santidad es la relación que uno tiene con Dios, nuestra actitud con El y nuestro amor por El. ¿Cómo salimos de esta prueba? Ser santo no quiere decir simplemente evitar ciertas cosas, ni tampoco pensar ciertas cosas; significa la actitud del corazón del hombre respecto a ese Dios santo y amoroso, y en segundo lugar, nuestra actitud respecto a los demás.

​La siguiente acusación que nuestro Señor les hace, sin embargo, es que se preocupaban principalmente de sí mismos y de su justicia, con el resultado de que la mayoría de ellos se sentían satisfechos de sí mismos. En otras palabras el objetivo final de los fariseos no era glorificar a Dios, sino a sí mismos. En el cumplimiento de los deberes religiosos pensaban en sí mismos y en el cumplimiento del deber, no en la gloria y honor de Dios. Nuestro Señor muestra, en esa presentación del fariseo y el publicano en el templo, que el fariseo lo hizo y dijo todo sin adorar a Dios en absoluto. Dijo, ‘Te doy gracias porque no soy como los otros hombres.’ Fue ofender a Dios; no hubo adoración. El hombre estaba lleno de sí mismo, de sus acciones, de su vida religiosa y de lo que hacía. Desde luego que si uno empieza por ahí y tiene sus propias normas, se escoge las cosas que uno cree que hay que hacer. Y mientras uno se conforme a esas cosas específicas se siente satisfecho. Los fariseos se sentían satisfechos de sí mismos y se concentraban siempre en sus logros y no en su relación con Dios. Me pregunto si a veces no somos culpables de esta misma actitud. ¿No es este uno de los pecados que acecha más a los que nos llamamos evangélicos? Vemos a otros que niegan la fe y viven vidas alejadas de Dios. Qué fácil es sentirse satisfecho de uno mismo por ser mejor que esas personas — ‘Te doy gracias por no ser como otros hombres y sobre todo como ese modernista.’ Nuestro problema es que nunca nos contemplamos frente a Dios; no nos acordamos del carácter, del ser y de la naturaleza de Dios. Nuestra religión consiste en unas cuantas cosas que hemos decidido hacer; y una vez que las hacemos pensamos que todo está bien. Complacencia, desidia, autosatisfaccion; se encuentran demasiadas veces entre nosotros.

Esto nos lleva a considerar la actitud lamentable y trágica de los fariseos respecto a los demás. La censura final del fariseo es que en su vida hay una ausencia completa del espíritu propuesto en las Bienaventuranzas. Ahí radica la diferencia entre él y el cristiano. El cristiano es alguien que reproduce las Bienaventuranzas. Es ‘pobre en espíritu,’ ‘manso’, ‘misericordioso’. No queda satisfecho por haber llevado a cabo una tarea determinada. No; ‘tiene hambre y sed de justicia.’ Anhela ser como Cristo. Esta es la piedra de toque según la que hemos de juzgarnos. En última instancia nuestro Señor censura a estos fariseos por no cumplir la ley. Los fariseos, dice, dan el diezmo de la menta, el enceldo y el comino, pero se olvidan de los puntos más graves de la ley, que son el amor de Dios y el amor al hombre. Este es el centro mismo de la religión y el propósito de nuestra adoración de Dios. Les recordaré una vez más que lo que Dios nos pide es que lo amemos a Él con todo el corazón, con todo el alma, y con todas las fuerzas, y con toda la mente, y al prójimo como a nosotros mismos. El hecho de que demos el diezmo de la menta, el eneldo y el comino, de que uno insista en estas cuestiones de diezmos hasta el más mínimo detalle, esto no es santidad. La prueba de la santidad es la relación que uno tiene con Dios, nuestra actitud con El y nuestro amor por El. ¿Cómo salimos de esta prueba? Ser santo no quiere decir simplemente evitar ciertas cosas, ni tampoco pensar ciertas cosas; significa la actitud del corazón del hombre respecto a ese Dios santo y amoroso, y en segundo lugar, nuestra actitud respecto a los demás.

El problema de los fariseos fue que se interesaban por los detalles y no por los principios, por las acciones y no por los motivos, por hacer y no por ser. El resto de este Sermón del Monte no es más que una exposición de esto. Nuestro Señor les dijo de hecho, ‘Os sentís satisfechos de vosotros mismos porque no cometéis adulterio; pero si miráis con deseo, eso es adulterio.’ Es el principio, no la acción sola, lo que importa; es lo que uno piensa y desea, es el estado del corazón lo importante. Uno no es cristiano por abstenerse de ciertas acciones y hacer otras; el cristiano es alguien que tiene una relación específica con Dios y cuyo deseo supremo es conocerlo mejor y amarlo más de verdad. Esta no es una ocupación para ratos, por así decirlo, no se consigue con la observancia religiosa de una parte del domingo; exige todo el tiempo y la atención que tenemos. Lean las vidas de los grandes hombres de Dios y verán que este es el principio que siempre aparece.

Permítanme ahora hacerles una pregunta que probablemente les está bullendo en la mente. ¿Qué enseña entonces nuestro Señor? ¿Enseña la salvación por obras? ¿Dice que tenemos que vivir una vida mejor que la de los fariseos a fin de entrar en el reino? Desde luego que no, porque ‘no hay justo, ni aun uno.’ La ley de Dios dada a Moisés condenó a todo el mundo; ‘para que toda boca se cierre y todo el mundo quede bajo el juicio de Dios’; todos ‘están destituidos de la gloria de Dios.’ Nuestro Señor no vino para enseñarnos la justificación o salvación por obras, por nuestra propia justicia. ‘Muy bien,’ dice la escuela contraria; ‘¿acaso no enseña que la salvación es por medio de la justicia de Cristo solo, de modo que no importa en absoluto lo que hagamos? Él lo ha hecho todo y por tanto nosotros no tenemos que hacer nada.’ Este es el error opuesto. Respecto a esto digo que este versículo no se puede explicar así debido a la partícula ‘porque’ con la que comienza el versículo 20. Va unido al versículo 19 donde se dice, ‘Cualquiera que quebrante uno de estos mandamientos muy pequeños, y así enseñe a los hombres, muy pequeño será llamado en el reino de los cielos; mas cualquiera que los haga y los enseñe, éste será llamado grande en el reino de los cielos.’ Subraya el cumplimiento práctico de la ley. Este es el propósito del párrafo. No es hacérnoslo fácil ni permitirnos poder decir, ‘Cristo lo ha hecho todo por nosotros y por tanto no importa lo que hagamos.’ Siempre tendemos en nuestra necedad a considerar como opuestas cosas que son complementarias. Nuestro Señor enseña que la prueba de que hemos recibido de verdad la gracia de Dios en Jesucristo es que vivimos una vida justa. Conocemos la antigua discusión acerca de la fe y las obras. Unos dicen que lo importante es lo primero y otros lo segundo. La Biblia enseña que ambas ideas son erróneas; la señal del verdadero cristiano es la fe que se manifiesta en obras.

Para que no piensen que esta es mi doctrina, permítanme citar al apóstol Pablo, quien es el apóstol por excelencia de la fe y de la gracia. ‘No erréis,’ dice —no al mundo, sino a los miembros de la iglesia de Corinto— ‘no erréis; ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros… ni los estafadores, heredarán el reino de Dios.’ ‘De nada vale que digáis, «Señor, Señor,» si no hacéis lo que os mando,’ dice Cristo. Se resume en esto, que si mi vida no es justa, debe tener sumo cuidado antes de alegar que estoy bajo la gracia de Dios en Jesucristo. Porque recibir la gracia de Dios en Jesucristo significa no sólo que mis pecados son perdonados a causa de su muerte por mí en la cruz del Calvario, sino también que Cristo se está formando en mí, que me he convertido en partícipe de la naturaleza divina, que todo lo viejo ha pasado y todo ha sido hecho de nuevo. Significa que Cristo mora en mí, y que el Espíritu de Dios está en mí. El que ha nacido de nuevo, el que tiene en sí la naturaleza divina, es justo y su justicia sí excede a la de los escribas y fariseos. Ya no vive para sí y para sus propios intereses, ya no se siente satisfecho de sí mismo. Se ha convertido en pobre en espíritu, manso y misericordioso; tiene hambre y sed de justicia; se ha convertido en pacificador. Su corazón es purificado. Ama a Dios, sí, indignamente, pero lo ama y ansía su honor y gloria. Desea glorificar a Dios y cumplir, honrar y guardar la ley. Los mandamientos de Dios no le resultan gravosos al hombre así. Desea observarlos, porque los ama. Ya no está en enemistad con Dios; ve la santidad de la ley y nada lo atrae tanto como vivir esta ley y ser ejemplo de la misma en su vida diaria. Es una justicia que supera en mucho a la de los escribas y fariseos.

Algunas de las preguntas más vitales que se pueden plantear son, pues, éstas. ¿Conocemos a Dios? ¿Amamos a Dios? ¿Podemos decir sinceramente que lo primero y más importante de la vida es glorificarlo y que deseamos tanto hacerlo que no nos importa lo que nos pueda costar? ¿Sentimos que lo primero no es que seamos mejores que otros sino que honremos, amemos y glorifiquemos a ese Dios que, aunque hemos pecado contra El gravemente, ha enviado a su único Hijo a la cruz del Calvario para que muriera por nosotros, a fin de que pudiéramos conseguir perdón y volver a estar en armonía con Él? Que cada uno se examine.

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Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martin Lloyd-Jones

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