’Cualquiera que le diga: Fatuo, quedará expuesto al infierno de fuego.’ Estamos, sin duda, frente a una afirmación muy importante. ‘¿Quiere decir,’ pregunta alguien, ‘que la ira es mala siempre? ¿Que siempre está prohibida?’ ‘¿Acaso no hay ejemplos,’ pregunta otro, ‘en el mismo Nuevo Testamento en los que nuestro Señor habló de esos fariseos en términos fuertes; cuando, por ejemplo, se refirió a ellos como a «ciegos» e «hipócritas», o cuando se volvió a la gente para decirles, «¡Oh insensatos, y tardos de corazón para creer», e «insensatos y ciegos»? ¿Cómo puede prohibir eso y luego emplear él mismo esos términos? ¿Cómo reconciliar esta enseñanza con Mateo 23 donde maldice a los fariseos? Estas preguntas no son difíciles de contestar.
Nuestra ira debe dirigirse sólo contra el pecado; nunca debemos enojarnos con el pecador, sino sólo sentir pesar y compasión. 'Los que amáis a Jehová, aborreced el mal,' dice el Salmista. Ante el pecado, la hipocresía, la injusticia, y todo lo malo deberíamos sentir ira. Así se cumple, desde luego, la exhortación del apóstol Pablo a los efesios: 'Airaos, pero no pequéis.' Las dos cosas no son incompatibles. La ira de nuestro Señor fue siempre una indignación justa, ira santa, expresión de la ira de Dios mismo.
Cuando nuestro Señor lanzó las maldiciones, lo hizo con carácter judicial. Lo hizo como quien ha recibido autoridad de Dios. Nuestro Señor pronuncia sentencia final sobre los fariseos y escribas. Colmo Mesías, tiene autoridad para hacerlo. Les había ofrecido el evangelio; se les había brindado todas las oportunidades. Pero ellos las habían rechazado. No sólo esto, debemos recordar que nuestro Señor siempre dice tales cosas contra la religión falsa y la hipocresía. Lo que en realidad censura es la justicia propia que repudia la gracia de Dios e incluso se justificaría a sí misma delante de Dios y lo rechazaría. Es judicial, y si ustedes y yo en alguna ocasión podemos decir que empleamos tales expresiones en ese sentido, entonces no caemos en ese pecado.
Lo mismo ocurre con los Salmos imprecatorios, que turban a tanta gente. El Salmista, bajo inspiración del Espíritu Santo, pronuncia sentencia no sólo contra sus propios enemigos, sino contra los enemigos de Dios y contra aquellos que ultrajan a la Iglesia y al Reino de Dios tal como aparecen en él y en la nación. En otras palabras, nuestra ira debe dirigirse sólo contra el pecado; nunca debemos enojarnos con el pecador, sino sólo sentir pesar y compasión. ‘Los que amáis a Jehová, aborreced el mal,’ dice el Salmista. Ante el pecado, la hipocresía, la injusticia, y todo lo malo deberíamos sentir ira. Así se cumple, desde luego, la exhortación del apóstol Pablo a los efesios: ‘Airaos, pero no pequéis.’ Las dos cosas no son incompatibles. La ira de nuestro Señor fue siempre una indignación justa, ira santa, expresión de la ira de Dios mismo. Recordemos que ‘La ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que detienen con injusticia la verdad’ (Ro. 1:18). ‘Nuestro Dios,’ contra el pecado, ‘es fuego consumidor.’ No cabe duda de ello. Dios odia el mal. La ira de Dios se desencadena contra él y se derrama sobre él. Esto es parte esencial de la enseñanza bíblica.
Cuanto más santo nos hacemos, tanta más ira sentimos contra el pecado. Pero nunca debemos, repito, airarnos contra el pecador. Nunca debemos airarnos con una persona como tal; debemos distinguir entre la persona y lo que hace. Nunca debemos ser culpables de sentir desprecio ni de ofender. Así, creo, se puede distinguir entre ambas cosas. ‘No imaginéis que entendéis bien este mandato,’ dice de hecho Cristo, ‘sólo porque no habéis cometido homicidio.’ ¿En qué estado está vuestro corazón? ¿Cómo reaccionáis ante lo que sucede? ¿Sentís el corazón lleno de furia cuando alguien os hace algo? ¿U os airáis contra alguien que en realidad no os ha hecho nada? Esto es lo que importa. Esto quiere decir Dios cuando afirma, ‘No matarás.’ ‘Jehová mira el corazón,’ y no le preocupa sólo la acción externa. Dios no permita que creemos una especie de auto justicia convirtiendo la ley de Dios en algo que sabemos que ya hemos cumplido, o que estamos seguros no es probable que violemos. Que cada uno se examine.
Pasemos ahora a la segunda afirmación. ‘Nuestra actitud no ha de ser negativa, sino positiva. Nuestro Señor lo dice así. Después de haber subrayado el aspecto negativo pasa a formularlo de manera positiva así: ‘Por tanto, si traes tu ofrenda al altar, y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y anda, reconcíliate primero con tu hermano, y entonces ven y presenta tu ofrenda.’ Estamos frente a algo muy importante y significativo. No solo no hay que anidar pensamientos malos y homicidas en el corazón contra otro; el mandamiento de no matar significa realmente que deberíamos tomar medidas para reconciliarnos con nuestro hermano. El peligro es que nos detengamos en lo negativo, y creamos que, como no hemos cometido homicidio, ya todo está bien. Pero hay un segundo paso que hemos olvidado. ‘Muy bien,’ decimos, ‘no debo cometer homicidio ni debo decir cosas desagradables contra la gente. Debo vigilar las palabras; aunque tenga ganas de decir algo, no debo hacerlo.’ Y tendemos a detenernos ahí y decir: ‘Mientras no diga cosas así todo va bien.’ Pero nuestro Señor nos dice que no debemos detenernos ni siquiera ahí, es decir, en el no anidar pensamientos y sentimientos en el corazón. Ahí se detienen muchos. En cuanto esos pensamientos feos e indignos quieren salir a flote, tratan de pensar en cosas agradables y positivas. Está muy bien esto, con tal de no detenerse ahí. No sólo debemos reprimir estos pensamientos indignos y ofensivos, dice Cristo; tenemos que hacer más que esto. De hecho debemos eliminar la causa del problema; debemos aspirar a algo positivo. Debemos llegar a tal punto que no haya ningún malentendido ni siquiera en espíritu entre nuestro hermano y nosotros.
Nuestro Señor resume esto recordándonos en los versículos 23 y 24 un peligro muy sutil en la vida espiritual, el terrible peligro de tratar de justificar los fracasos morales tratando de compensar el mal con el bien. Me parece que sabemos algo de esto; todos debemos reconocernos culpables de ello. Se trata del peligro de ofrecer ciertos sacrificios rituales para cubrir los fracasos morales. Los fariseos eran expertos en esto. Iban al templo con regularidad; eran siempre meticulosos en estas materias de detalles y minucias de la ley. Pero juzgaban y condenaban constantemente a los demás con desprecio. Evitaban que la conciencia los acusara diciendo, ‘Después de todo doy culto a Dios; llevo mi ofrenda al altar.’ Me parece que puedo repetir que todos sabemos algo de esta tendencia a no enfrentarnos directamente con la acusación que el Espíritu Santo hace que sintamos en el corazón y a decirnos: ‘Bien, a fin de cuentas hago esto y aquello; hago muchos sacrificios; ayudo en eso; dedico tiempo a esa actividad cristiana.’ Mientras tanto no nos enfrentamos con la envidia que sentimos hacia otro cristiano, o con algo en nuestra vida personal, privada. Compensamos una cosa con otra, pensando que este bien compensa aquel mal. No, no, dice nuestro Señor. Dios no es así: ‘Vosotros sois los que os justificáis a vosotros mismos delante de los hombres; mas Dios conoce vuestros corazones; porque lo que los hombres tienen por sublime, delante de Dios es abominación’ (Le. 16:15). Esto, nos dice, es tan importante, que, incluso si me encontrara frente al altar con una ofrenda para Dios, y de repente recordara algo que he dicho o hecho, algo que hace que otra persona tropiece o yerre; si descubriera que en mi corazón anidan pensamientos ofensivos e indignos contra él o que le crean obstáculos, entonces nuestro Señor nos dice (y lo quiero decir con toda reverencia), que deberíamos, en cierto sentido, incluso dejar esperando a Dios en lugar de seguir ahí. Debemos reconciliarnos con el hermano y luego volver a hacer la ofrenda. Delante de Dios de nada vale el acto de culto si aceptamos un pecado conocido.
El Salmista lo dice así, ‘Si veo iniquidad en mi corazón, el Señor no me oirá.’ Si, en la presencia de Dios, y cuando trato de darle culto, sé que hay pecado en mi corazón y que no lo he confesado, mi culto de nada vale. Si uno está enemistado conscientemente con alguien, si uno no le habla a otra persona, o si uno anida pensamientos desagradables que le crean obstáculos a esa otra persona, la Palabra de Dios asegura que para nada sirve el culto que pretendemos darle. De nada valdrá, el Señor no oirá. O tomemos lo que dice 1 Juan 3:20: ‘Si nuestro corazón nos reprende, mayor que nuestro corazón es Dios, y él sabe todas las cosas.’ De nada sirve orar a Dios si se sabe que se está en enemistad contra un hermano. Dios no puede querer saber nada del pecado y la iniquidad. Es tan puro, que ni siquiera lo puede mirar. Según nuestro Señor el asunto es tan vital que incluso hay que interrumpir la oración, se debe, por así decirlo, dejar esperando a Dios. Vayamos a reconciliarnos, dice; no se puede estar en paz con Dios hasta que se esté en paz con los hombres.
Unas palabras tan sólo acerca del último principio. Permítanme insistir en el apremio de todo esto dada nuestra relación con Dios. ‘Ponte de acuerdo con tu adversario pronto, entre tanto que estás con él en el camino, no sea que el adversario te entregue al juez, y el juez al alguacil, y seas echado en la cárcel. De cierto te digo que no saldrás de allí, hasta que pagues el último cuadrante.’ Sí, dice Cristo, así es de apremiante y urgente. Se debe hacer de inmediato; no te demores para nada, por qué ésta es tu situación. Es su manera de decir que debemos siempre recordar nuestra relación con Dios. No sólo tenemos que pensar en función de nuestro hermano al que hemos agraviado, o por el que sentimos enemistad, debemos siempre pensar en nosotros frente a Dios. Dios es el Juez, Dios es el Justificador. Siempre nos exige estas cosas, y tiene poder sobre todos los tribunales del cielo y de la tierra. Es el Juez, y sus leyes son absolutas. Tiene derecho a exigir hasta el último cuadrante. ¿Qué debemos hacer, pues? Llegar lo más pronto posible a un acuerdo con Dios. Cristo dice aquí que estamos ‘en el camino.’ Estamos en este mundo, en la vida, caminando, por así decirlo, por la senda. Pero de repente llega nuestro adversario y nos dice: ‘¿Qué pasa con lo que me debes?’ Bien, dice Cristo, poneos de inmediato de acuerdo con él o se pondrá en marcha el proceso legal, y se os exigirá hasta el último cuadrante. Esto no es más que un símbolo. Ustedes y yo estamos de viaje por este mundo, y ahí está la ley con sus exigencias. Es la ley de Dios. Dice: ‘¿Qué ocurre con tu relación con el hermano, qué ocurre con eso que hay en tu corazón? No les has prestado atención. Arréglalo de inmediato, dice Cristo. Quizá no estés aquí mañana y vas a ir a la eternidad como estás. ‘Ponte de acuerdo con tu adversario pronto, entre tanto que estás con él en el camino.’
¿Cómo se sienten ante todo esto? Al ver la exposición que nuestro Señor hace de esta santa ley, ¿sentimos las exigencias de la ley? ¿Estamos conscientes de la condenación? ¿Qué piensan de lo que han dicho y pensado, de lo que han hecho? ¿Estamos conscientes de todo esto, de la condenación absoluta de todo ello? Es Dios quien exige por medio de la ley. Doy gracias a Dios por el mandato que nos dice que actuemos cuanto antes mientras estamos de camino. Doy gracias a Dios porque no pide mucho. Sólo pide esto, que reconozca este pecado y lo confiese, que deje de utilizar la autodefensa y auto justificación, aunque esa otra persona me provocó. Debo limitarme a confesarlo y a admitirlo delante de Dios sin reservas. Si puedo de hecho hacer algo en la práctica respecto a ello, debo hacerlo de inmediato. Debo humillarme, ponerme en ridículo por así decirlo, y permitir que la otra persona se regocije en mi mal si es necesario, con tal de que haga todo lo que pueda para eliminar la barrera y el obstáculo. Luego Él me dirá que todo está bien. Dirá, ‘te lo perdonaré todo porque, aunque eres un pecador terrible, y lo que me debes nunca lo podrás pagar, he enviado a mi Hijo a tu mundo para que pague por ti. Él lo ha borrado todo. No lo hizo porque tú seas bueno, amable y agradable, no lo hizo porque no hayas hecho nada contra mí. Lo hizo mientras tú eras enemigo, odioso, con odio hacia mí y hacia otros. A pesar de tu indignidad e inmundicia lo envié. Y vino voluntariamente y se entregó a la muerte. Por todo esto te perdono por completo.’ Demos gracias a Dios por ello, por tanta bondad para con nosotros, pecadores inmundos. Sólo pide esto, confesión y arrepentimiento total, hacer lo que pueda en cuanto a restitución, y reconocer que recibo el perdón sólo como resultado de la gracia de Dios manifestada perfectamente en el sacrificio amoroso y desinteresado del Hijo de Dios en la cruz. Reconciliémonos cuanto antes. No nos demoremos. Sea de lo que fuere de lo que en estos momentos seamos culpables, dejemos la ofrenda, y salgamos a reconciliarnos. ‘Ponte de acuerdo con tu adversario pronto, entre tanto que estás con él en el camino.’
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Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martin Lloyd-Jones