En BOLETÍN SEMANAL
La única manera de entender la doctrina de la salvación en el Nuevo Testamento es comenzar con la doctrina del pecado. Aparte de lo que el pecado pueda ser, es por lo menos algo que sólo se podía resolver con la venida del Hijo eterno de Dios desde el cielo a este mundo y con su muerte en la cruz. Así tenía que ser; no había otra salida. Dios, y lo digo con toda reverencia, nunca hubiera permitido que su amado Hijo unigénito sufriera como sufrió de no haber sido absolutamente esencial: y fue esencial debido al pecado.

​Pasamos ahora a los versículos 27-30, segunda ilustración que ofrece nuestro Señor de su enseñanza respecto a la ley. ‘Oísteis que fue dicho: No cometerás adulterio. Pero yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón.’ Los escribas y fariseos habían reducido el mandamiento que prohíbe el adulterio al simple acto físico de adulterar; y habían pensado que, siempre que no cometieran el acto mismo, el mandamiento no se les aplicaba, quedaba perfectamente cumplido. Estamos frente a lo mismo otra vez. Una vez más habían tomado la letra de la ley y la habían reducido a un punto concreto, con lo que la habían destruido. En concreto, habían olvidado todo el espíritu de la ley. Como hemos visto, esto es algo muy vital para una verdadera comprensión del evangelio del Nuevo Testamento: ‘la letra mata, pero el espíritu vivifica.’


Hay una forma muy sencilla de considerar esto. El problema de los escribas y fariseos era que ni siquiera habían leído bien los Diez Mandamientos. Si los hubieran examinado y estudiado, habrían visto que no se pueden tomar por separado. Por ejemplo, el décimo dice que no hay que desear la mujer del prójimo, y esto, obviamente, debería tomarse en relación con este mandamiento de no cometer adulterio. El apóstol Pablo, en esa afirmación vigorosa de Romanos 7, confiesa que él mismo había caído en ese error. Dice que fue cuando se dio cuenta de que la ley decía ‘No codiciarás’ que comenzó a entender el significado del deseo. Antes de eso había pensado en la ley en función de actos solamente; pero la ley de Dios no se limita a las acciones, dice ‘No codiciarás.’ La ley siempre había insistido en la importancia del corazón, y esa gente, con sus ideas ritualistas del culto a Dios y su concepto puramente mecánico de la obediencia, lo había olvidado por completo. Nuestro Señor, por tanto, quiere subrayar esa importante verdad para dejarla bien grabada en sus seguidores. Los que piensen que pueden adorar a Dios y conseguir la salvación con sus propias acciones son culpables de tal error. Por esto nunca entienden el camino cristiano de la salvación. No han llegado a ver que en última instancia es una cuestión del corazón, sino que piensan que, mientras no hagan ciertas cosas y traten de hacer ciertas buenas obras, quedan justificados ante Dios. A esto, como hemos visto antes, nuestro Señor siempre responde, ‘Vosotros sois los que os justificáis a vosotros mismos delante de los hombres; mas Dios conoce vuestros corazones; porque lo que los hombres tienen por sublime, delante de Dios es abominación.’ Nuestro Señor quiere poner una vez más de relieve ese principio. Esas personas decían, ‘Con tal de que uno no cometa adulterio ya se ha cumplido esta ley.’ Jesucristo dice, ‘Cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón.’

Volvemos a encontrar, pues, la enseñanza de nuestro Señor respecto a la naturaleza del pecado. Todo el propósito de la ley, como Pablo nos recuerda, era mostrar la malicia extraordinaria del pecado. Pero, al interpretarlo mal, los fariseos lo habían debilitado. Quizá en ninguna otra parte tenemos una acusación tan terrible del pecado tal como realmente es que en las palabras de nuestro Señor en este caso.

Claro que sé que la doctrina del pecado no goza de buena reputación hoy día. A la gente no le gusta la idea, y trata de explicarla de forma psicológica, en función de desarrollo y temperamento. El hombre procede por evolución de seres inferiores, dicen, y poco a poco se va sacudiendo de encima estas reliquias de su pasado y naturaleza inferiores. De este modo se niega por completo la doctrina del pecado. Pero, claro está que si así pensamos, las Escrituras nos resultan sin significado, porque en el Nuevo Testamento, y también en el Antiguo, esas ideas son básicas. Por esto, debemos analizarlas, porque en los tiempos actuales nada hay tan apremiante y necesario como entender bien la doctrina bíblica acerca del pecado. Creo que la mayor parte de los fracasos y problemas de la Iglesia, y también del mundo, se deben al hecho de que no hemos entendido bien esta doctrina. Todos estamos bajo la influencia del idealismo que ha predominado en los últimos cien años, esa idea de que el hombre va perfeccionándose, y de que la educación y la cultura van a mejorar a la humanidad. Por ello, nunca hemos tomado en serio esta enseñanza tan tremenda que se encuentra en la Biblia, desde el principio hasta el fin; y la mayor parte de nuestros problemas proceden de ahí.

Permítanme ilustrar esta idea. Me parece que a no ser que tengamos una idea clara de la doctrina del pecado nunca entenderemos bien el camino de salvación que enseña el Nuevo Testamento. Tomemos, por ejemplo, la muerte de nuestro Señor en la cruz. ¡Cuántos malos entendidos hay en cuanto a esto! La pregunta básica que hay que contestar es, ¿Por qué murió en la cruz? ¿Por qué quiso proseguir hasta Jerusalén y no permitió que sus seguidores lo defendieran? ¿Por qué dijo que, de haberlo querido, hubiera podido ordenar a doce legiones de ángeles que lo protegieran, pero que en este caso no hubiera podido satisfacer la justicia? ¿Qué significado tiene la muerte en la cruz? Creo que si no entendemos bien la doctrina del pecado, nunca podremos contestar estas preguntas. La cruz sólo se explica por el pecado. Es más, la encarnación no hubiera sido necesaria de no haber sido por el pecado. Tan profundo es el problema del pecado. No basta decirle al género humano lo que tiene que hacer. Dios lo había hecho en la ley dada por medio de Moisés, pero no la observaron. ‘No hay justo, ni aun uno.’ Todas las exhortaciones que se han hecho a los hombres para que vivan mejor han fracasado antes de la venida de Cristo. Los filósofos griegos habían vivido y enseñado antes de su nacimiento. Saber y estar informado y todo lo demás no basta. ¿Por qué? Debido al pecado que hay en el corazón humano. Así pues la única manera de entender la doctrina de la salvación del Nuevo Testamento es comenzar con la doctrina de] pecado. Aparte de lo que el pecado pueda ser, es por lo menos algo que sólo se podía resolver con la venida del Hijo eterno de Dios desde el cielo a este mundo y con su muerte en la cruz. Así tenía que ser; no había otra salida. Dios, y lo digo con toda reverencia, nunca hubiera permitido que su amado Hijo unigénito sufriera como sufrió de no haber sido absolutamente esencial: y fue esencial debido al pecado.

Lo mismo es cierto de la doctrina de la regeneración en el Nuevo Testamento. Pensemos en toda la enseñanza acerca del nacer de nuevo, de la nueva creación, que se encuentra en los Evangelios y las Cartas. No tiene significado a no ser que se entienda la doctrina del pecado del Nuevo Testamento. Pero si se entiende, entonces se puede ver con mucha claridad que a no ser que el hombre nazca de nuevo, y reciba una naturaleza y corazón nuevos, no puede salvarse. Pero la regeneración no tiene sentido para los que tienen una idea negativa del pecado y no se dan cuenta de su hondura. Por ahí, pues, debemos empezar. De modo que si a uno no le gusta la doctrina del pecado del Nuevo Testamento, quiere decir que no es cristiano. Porque no se puede serlo sin creer que hay que nacer de nuevo y sin darse cuenta de que nada, si no es la muerte de Cristo en la cruz, lo salva a uno y lo reconcilia con Dios. Todos los que confían en sus propios esfuerzos niegan el evangelio, y la explicación de ello está en que nunca se han visto a sí mismos como pecadores ni han entendido la doctrina del pecado que presenta el Nuevo Testamento. Es un asunto crucial.

Esta doctrina, por tanto, es absolutamente vital para formar un concepto adecuado del evangelismo. No hay evangelismo verdadero sin la doctrina del pecado, y sin entender qué es el pecado. No quiero ser injusto, pero les digo que un evangelio que se limita a decir ‘Venid a Jesús/ y lo presenta como amigo, y ofrece una vida nueva maravillosa, sin convencer de pecado, no es evangelismo bíblico. La esencia del evangelismo es comenzar con la predicación de la ley; y como no se ha predicado la ley tenemos tanto evangelismo superficial. Pasemos revista al ministerio de nuestro Señor mismo, y no se puede sino, sacar la impresión de que a veces, lejos de incitar al pueblo a que lo siguiera y a que lo aceptara, les ponía muchos obstáculos. Venía a decirles de hecho, ‘¿Os dais cuenta de lo que hacéis? ¿Habéis pensado en el costo? ¿Os dais cuenta de a dónde os puede conducir? ¿Sabéis que significa negarse, tomar la cruz y seguirme?’ El verdadero evangelismo, debido a la doctrina del pecado, siempre debe comenzar con la predicación de la ley. Esto quiere decir que debemos explicar que el género humano está frente a la santidad de Dios, a sus exigencias, y también a las consecuencias del pecado. El Hijo de Dios mismo es quien habla de ser arrojado al infierno. Si no nos gusta la doctrina del infierno estamos en desacuerdo con Jesucristo. El, el Hijo de Dios, creía en el infierno; y cuando habla de la naturaleza del pecado enseña que el pecado conduce en última instancia al infierno. Por tanto, el evangelismo debe comenzar por la santidad de Dios, la condición pecadora del hombre, las exigencias de la ley, el castigo que la ley conlleva y las consecuencias eternas del mal y del obrar mal. Sólo el hombre que llega a ver su maldad y culpa de esta forma acude a Cristo para hallar liberación y redención. La fe en el Señor Jesucristo que no se basa, en eso no es fe genuina. Se puede tener incluso fe sicológica en el Señor Jesucristo; pero la fe genuina ve en El al que nos libera de la maldición de la ley. El verdadero evangelismo comienza así, y es obviamente un llamamiento al arrepentimiento, arrepentimiento ante Dios y fe en nuestro Señor Jesucristo.

Del mismo modo la doctrina del pecado también es vital para una idea acertada de la santidad; también en esto se puede ver la importancia que tiene para estos tiempos. No sólo nuestro evangelismo ha sido superficial, sino también nuestra idea de la santidad. Demasiado a menudo ha habido quienes han vivido satisfechos de sí mismos porque no se han visto culpables de ciertas cosas —adulterio, por ejemplo— y por ello han creído que todo iba bien. Pero nunca se han examinado el corazón. La satisfacción en sí mismo, la complacencia y la presunción son la antítesis misma de la doctrina de la santidad que presenta el Nuevo Testamento. El Nuevo Testamento presenta la santidad como algo del corazón, y no simplemente de conducta; no sólo cuentan las acciones del hombre sino también sus deseos; no solo no debemos hacer sino tampoco codiciar. Penetra en lo más hondo, y por esto este concepto de la santidad conduce a una vigilancia y auto examen constante. ‘Examinaos a vosotros mismos,’ escribe Pablo a los corintios, ‘si estáis en la fe; probaos a vosotros mismos.’ Examinar el corazón para descubrir si hay mal en él. Esta es la santidad del Nuevo Testamento. Turba mucho más que ese concepto superficial de la santidad que sólo piensa en acciones. 

Sobre todo, esta doctrina del pecado nos hace ver la necesidad absoluta de un poder mayor que nosotros mismos para liberarnos. Es una doctrina que hace que el hombre vaya a Cristo y confíe en El; le hace caer en la cuenta que sin El nada puede. Por esto repetiría que la forma en que el Nuevo Testamento presenta la santidad no consiste en sólo decir, ‘¿Quieres vivir la vida con V mayúscula? ¿Quieres ser siempre feliz?’ No, consiste en predicar esta doctrina de pecado, es hacer que el hombre se descubra como es a fin de que, como consecuencia, se aborrezca, se vuelva pobre en espíritu y manso, llore, tenga hambre y sed de justicia, acuda a Cristo y more en El. No es una experiencia que se recibe sino una vida que hay que vivir y un Cristo al que hay que seguir.

Finalmente, sólo una idea genuina de la doctrina del pecado que presenta el Nuevo Testamento nos permite comprender la grandeza del amor de Dios por nosotros. ¿Sienten que el amor que le tienen a Dios es flojo y débil y que no lo aman tanto como deberían? Permítanme volver a recordarles que ésta es la prueba definitiva de nuestra profesión. Tenemos que amar a Dios y no sólo creer ciertas cosas acerca de Él. Estos hombres del Nuevo Testamento lo amaban, y amaban al Señor Jesucristo. Lean las biografías de los santos y verán que tenían un amor a Dios que iba siempre en aumento. ¿Por qué no amamos a Dios como deberíamos? Porque nunca nos damos cuenta de lo que ha hecho por nosotros en Cristo, y esto a su vez ocurre porque no hemos caído en la cuenta de la naturaleza y problema del pecado. Sólo cuando vemos qué es realmente el pecado delante de Dios, y caemos en la cuenta, sin embargo, de que no escatimó a su propio Hijo, comenzamos a entender y a medir su amor. Por esto, si quieren amar más a Dios, traten de entender esta doctrina del pecado, y cuando vean lo que significó para El, y lo que hizo, verán que su amor es realmente sorprendente, maravilloso.

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Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martin Lloyd-Jones

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