En BOLETÍN SEMANAL

​Recordemos que nos acercamos al Dios todopoderoso, eterno, y santo; pero también que ese Dios, en Cristo, es nuestro Padre, quien conoce todo lo que respecta a nosotros porque es omnisciente y también porque un padre lo sabe todo acerca de su hijo. Sabe lo que es bueno para el hijo. Juntemos estas dos cosas. Dios en su omnipotencia nos mira con amor santo y conoce todas nuestras necesidades. Oye todos nuestros suspiros y nos ama con amor eterno. Nada desea tanto como nuestra felicidad, gozo y prosperidad

Examinemos ahora brevemente este tema de cómo orar y para qué orar.

Respecto a lo primero, recordemos de nuevo la importancia vital del enfoque justo, porque esta es la clave para entender la oración fructífera. La gente dice a menudo, “Oré mucho pero no sucedió nada. No pude encontrar la paz. No encontré ninguna satisfacción en ello”. Casi todo el problema radica en que se han acercado a la oración de forma equivocada, en que no han caído en la cuenta de lo que estaban haciendo. Al orar tendemos a estar tan centrados en nosotros mismos, que cuando nos arrodillamos ante Dios, pensamos sólo en nosotros y en nuestros problemas. Comenzamos a hablar sobre ellos de inmediato y, claro está, no sucede nada. Según la enseñanza de nuestro Señor, no deberíamos esperar nada. Esta no es la forma de acercarse a Dios. Antes de hablar en oración debemos hacer una pausa.

Los grandes maestros de la vida espiritual, a lo largo de los siglos, tanto católicos como protestantes, han estado de acuerdo en cuanto a esto, que el primer paso en la oración ha sido siempre lo que han llamado ‘recogimiento’. En cierto sentido, todo hombre, al comenzar a orar a Dios, debería ponerse la mano en la boca. Este fue el problema de Job. En medio de sus desgracias había estado hablando mucho. Sentía que Dios no lo había tratado bien, y él, Job, había expresado libremente su sentir. Pero cuando, hacia el final del libro, Dios comenzó a tratar con él de forma íntima, cuando comenzó a revelársele y manifestársele, ¿qué hizo Job? Sólo una cosa podía hacer. Dijo, “He aquí que yo soy vil; ¿qué te responderé? Mi mano pongo sobre mi boca”. Por extraño que parezca, se comienza a orar no diciendo nada; uno se recoge para pensar en lo que va a hacer.

Sé lo difícil que es esto. No somos más que humanos, y vivimos bajo la presión de la situación en que nos encontramos, de los cuidados, ansiedades, problemas, angustias mentales, heridas emocionales, lo que sea. Estamos tan llenos de todo esto que, como niños, comenzamos a hablar de inmediato. Pero si uno quiere establecer contacto con Dios y sentir sus brazos alrededor, hay que ponerse la mano sobre la boca por unos instantes. ¡Recogimiento! Detenerse por un momento para recordar lo que uno va a hacer.   ¿Sabemos que la esencia de la verdadera oración se encuentra en las dos palabras del versículo 9, ‘Padre Nuestro’? Me parece que si uno puede decir de corazón, cualquiera que sea la condición en que se encuentre, ‘Padre mío’, en un cierto sentido la oración ya ha sido contestada. Lo que tristemente nos falta es precisamente tener conciencia de nuestra relación con Dios.

Quizá lo podríamos decir de otra manera. Hay quienes creen que es bueno orar porque siempre nos hace bien. Aducen varias razones psicológicas. Claro que esto no es la oración como la Biblia la entiende. La oración significa hablar con Dios, olvidarnos de nosotros mismos y darnos cuenta de su presencia. Hay otras personas también, y a veces creo que atribuirían a sí mismas un grado poco frecuente de espiritualidad, las cuales más bien creen que el distintivo de la verdadera vida de oración, de la facilidad en la oración, es que la oración debería ser muy breve y concreta. Que habría que hacer simplemente una petición específica. Pero esto no es lo que enseña la Biblia respecto a la oración. Tomemos cualquiera de las grandes oraciones que se encuentran en el Antiguo Testamento o en el Nuevo. Ninguna de ellas encaja con esta clase de oración práctica que simplemente da a conocer a Dios una petición y ahí termina. Todas las oraciones que se mencionan en la Biblia, comienzan por una invocación. No importa lo desesperada que sea la circunstancia; no importa el problema específico en el que se encuentren los que oran. De forma invariable comienzan con esta adoración, con esta invocación.

Un ejemplo de esto lo encontramos en el capítulo 9 de Daniel. El profeta, lleno de una angustia terrible, ora a Dios. Pero no comienza de inmediato con su petición; comienza alabando a Dios. Jeremías, también perplejo por su situación, hace lo mismo. Ante la orden de que compre un pedazo de tierra en un país al parecer condenado, Jeremías no podía entenderlo; le parecía totalmente equivocado. Pero no se precipita a la presencia de Dios sólo para decirle esto; comienza adorando a Dios. Y lo mismo se encuentra en todas las oraciones de la Biblia. De hecho, incluso se ve en la gran oración sacerdotal de nuestro Señor mismo, recogida en Juan 17. También se recordará lo que Pablo escribió a los filipenses. Dice, “por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias” (Fil. 4:6). Éste es el orden: siempre hay que empezar con una invocación aun antes de pensar en la petición; y en esta oración modelo se nos expone, de una vez por todas, dicha enseñanza.

Tomaría demasiado tiempo explicar cómo me gustaría que se entendiera el significado de esta afirmación, ‘Padre Nuestro’. Permítaseme decirlo de una forma que podría parecer dogmática: sólo los que son verdaderos creyentes en el Señor Jesucristo pueden decir, ‘Padre Nuestro’. Sólo aquellos a quienes se aplican las Bienaventuranzas pueden decir con confianza, ‘Padre Nuestro’. Sé que actualmente esta doctrina no es popular, pero es la doctrina de la Biblia. El mundo de hoy cree en la paternidad universal de Dios y en la hermandad universal de los hombres. Esto no se encuentra en la Biblia. Fue nuestro Señor quien dijo a ciertos judíos religiosos que eran de su ‘padre el diablo’, y no hijos de Abraham, hijos de Dios. Sólo a ‘los que le recibieron’ les da el derecho (la autoridad) ‘de ser hechos hijos de Dios’.

“Pero —dirá alguno— ¿qué quiere decir Pablo cuando afirmó, ‘linaje suyo somos’? ¿Acaso no significa esto que todos nosotros somos hijos suyos y que Él es el Padre Universal?” Bien, si se analiza este pasaje, se verá que Pablo habla de Dios como Creador de todas las cosas y de todas las personas, que Dios, en ese sentido, ha dado vida y ser a todo lo existente (Hech. 17). Pero ese no es el significado de Dios como Padre en el sentido en el que Pablo lo emplea en otros pasajes, aplicado a los creyentes, ni tampoco en el sentido en el que, como hemos visto, lo utiliza nuestro Señor mismo. La Biblia distingue claramente entre los que pertenecen a Dios y los que no le pertenecen. Se puede ver en la Oración Sacerdotal del Señor en Juan 17:9; “Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que me diste; porque tuyos son”. Es una distinción absoluta, total; sólo aquellos que están en el Señor Jesucristo son verdaderamente los hijos de Dios. Pasamos a ser hijos de Dios sólo por adopción. Nacemos ‘hijos de ira’, ‘hijos del diablo’, ‘hijos de este mundo’; y hemos de ser sacados de ese reino y transferidos a otro reino antes de poder llegar a ser hijos de Dios. Pero si creemos verdaderamente en el Señor Jesucristo, somos adoptados en la familia de Dios, y recibimos “el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre!”.

Al hombre del mundo no le gusta esta doctrina. Dice que todos somos hijos de Dios; y sin embargo, en su corazón alberga odio hacia Dios, y cuando, desesperado ora a Dios, no tiene confianza de que está hablando con su Padre. Siente que Dios es alguien que está en contra de él. Habla acerca de la paternidad de Dios, pero no ha recibido el Espíritu de adopción. Sólo el que está en Cristo conoce esto.

Así pues, cuando nuestro Señor dice, ‘Padre Nuestro’, obviamente piensa en el pueblo cristiano, y por eso digo que esta oración es una oración cristiana. Cualquiera puede decir, ‘Padre Nuestro’, pero la pregunta que debe hacerse es, ¿está consciente de ello, lo cree y lo experimenta? La piedra de toque final de la profesión que cualquier hombre haga es que pueda decir con confianza y seguridad, ‘Padre Mío’, ‘Dios Mío’. ¿Es Dios su Dios? ¿Lo conocen realmente como Padre suyo? Y cuando acuden a Él en oración, ¿siente realmente que acude a su Padre? Esta es la forma de empezar a darse cuenta, dice nuestro Señor, de que se ha pasado a ser hijo de Dios: por lo que Él ha hecho a través del Señor Jesucristo. Esto se halla implícito en esta enseñanza de Cristo. Sugiere y esboza todo lo que iba a hacer por nosotros, todo lo que iba a hacer posible para los suyos, aunque en aquel momento no lo entendieran. Sin embargo, dice, esta es la forma de orar, así hay que orar, vais a orar así.

Fijémonos, sin embargo, que de inmediato agrega, ‘Que estás en los cielos’. Esto es algo maravilloso —Padre nuestro que estás en los cielos’. Estas dos frases deben tomarse siempre juntas. Nuestras ideas acerca de la paternidad a menudo se han deteriorado y, en consecuencia, siempre necesitan correctivos. ¿Hemos advertido con qué frecuencia el apóstol Pablo utiliza en sus cartas una frase sumamente sorprendente? Habla acerca de ‘Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo’. Esto es sumamente significativo. No es más que llamar la atención acerca de lo que nuestro Señor dice en este pasaje. ‘Padre Nuestro’. Sí; pero debido a nuestro pobre concepto de la paternidad, se apresura a decir, ‘Padre nuestro que estás en los cielos’, el ‘Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo’. Ésta es la clase de Padre que tenemos.

Pero lamentablemente hay muchas personas en este mundo para quienes la idea de paternidad no es sinónima de amor. Imagínese al niño que es hijo de un borracho, que golpea a su esposa, y que no es más que una bestia cruel. Este niño no conoce nada en la vida sino golpes constantes e inmerecidos. Ve a su padre que se gasta todo el dinero en sí mismo y en sus placeres en tanto que en casa pasan hambre. Ésta es la idea que tiene de paternidad. Si uno le dice que Dios es su Padre, y no agrega nada más, de poco sirve, y es muy poco agradable. El pobre niño tiene necesariamente una idea equivocada acerca de la paternidad. Su noción de padre es la de un hombre cruel. Por ello nuestras ideas humanas y pecadoras de la paternidad necesitan corregirse constantemente.

Nuestro Señor dice, ‘Padre nuestro que estás en los cielos’; y Pablo: ‘el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo’. Cualquiera que sea como Cristo, dice Pablo, debe tener un Padre maravilloso, y, Dios es esa clase de Padre, el Padre de nuestro Señor Jesucristo. Es vital que cuando oremos a Dios y lo llamemos nuestro Padre, recordemos que es ‘Nuestro Padre que está en los cielos’, con toda su majestad, grandeza y poder absoluto. Cuando llenos de debilidad y de humildad caemos de rodillas delante de Dios, en medio de tormentas mentales y afectivas, recordemos que Él lo sabe todo sobre nosotros. La Biblia dice, “todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos a Aquel a quien tenemos que dar cuenta”. Recordemos también que si a veces acudimos a la presencia de Dios y deseamos algo para nosotros mismos, o pedimos perdón por un pecado cometido, Dios ya lo ha visto todo y lo sabe todo. No sorprende que, cuando escribió el salmo 51, David dijera en medio de la angustia del corazón: “Tú amas la verdad en lo íntimo”. Si uno quiere las bendiciones de Dios, se debe ser completamente honesto; debemos tener presente que Él lo sabe todo, y que nada hay que se oculte a sus ojos. Recordemos también que tiene todo el poder para castigar, y todo el poder para bendecir. Puede salvar y puede destruir. En realidad, como lo escribió el sabio autor de Eclesiastés, es imprescindible que cuando oremos a Dios no olvidemos que ‘Dios está en el cielo, y tú sobre la tierra’.

Recordemos siempre su santidad y justicia, su justicia absoluta y total. Dice el autor de la Carta a los Hebreos que siempre que nos acerquemos a Él debemos hacerlo “con temor y reverencia; porque nuestro Dios es fuego consumidor”.

Para orar, dice Cristo, hay que tomar estas dos cosas juntas, nunca separar estas dos verdades. Recordemos que nos acercamos a Dios todopoderoso, eterno, y santo; pero también que ese Dios, en Cristo, es nuestro Padre, quien conoce todo lo que respecta a nosotros porque es omnisciente y también porque un padre lo sabe todo acerca de su hijo. Sabe lo que es bueno para el hijo. Juntemos estas dos cosas. Dios en su omnipotencia nos mira con amor santo y conoce todas nuestras necesidades. Oye todos nuestros suspiros y nos ama con amor imperecedero. Nada desea tanto como nuestra felicidad, gozo y prosperidad. Luego recordemos esto, que Él es “poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos”. Como ‘Padre nuestro, que está en los cielos’, está mucho más ansioso de bendecirnos de lo que nosotros lo estamos de ser bendecidos. Tampoco su omnipotencia tiene límites. Nos puede bendecir con todas las bendiciones de los cielos. Las ha puesto todas en Cristo, y nos ha puesto a nosotros en Cristo. Por ello nuestra vida se puede ver enriquecida con toda la gloria y las riquezas de la gracia de Dios mismo.

Ésta es la forma de orar. Antes de comenzar a formular cualquier petición, antes de comenzar a pedir, incluso el pan de cada día, antes de empezar a pedir cualquier cosa, debemos ser conscientes de que nosotros, tal como somos, estamos en la presencia de un Ser así, de nuestro Padre que está en los cielos, del Padre de nuestro Señor Jesucristo. ‘Dios mío’. ‘Padre mío’.

Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones

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