No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan. Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón (Mateo 6:19-21).
Veamos ahora el lado positivo de este mandamiento: “Haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan”. Esto es maravilloso. Pedro lo expresa en una sola frase. Dice “para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros” (1 P. 1:4). “Las cosas que no se ven son eternas”, dice Pablo; son las que se ven las que son temporales (2Cor. 4:18).
Estas cosas celestiales son imperecederas y los ladrones no pueden entrar a robarlas. ¿Por qué? Porque Dios mismo las está cuidando para nosotros. No hay enemigo que pueda jamás robárnoslas, o que pueda entrar. Es imposible, porque Dios mismo es el custodio. Los placeres espirituales son invulnerables, están en un lugar que es inexpugnable. “Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro” (Ro. 8:38, 39). Además, no hay nada impuro allí, nada puede entrar que corrompa. No hay pecado allí, no hay elementos de descomposición. Es el reino de la vida eterna y de la luz eterna. “Habita en luz inaccesible”, como dice el apóstol Pablo (1 Ti. 6:16). El cielo es el reino de la luz, de la vida y de la pureza, y nada que pertenezca a la muerte, nada contaminado o manchado puede entrar en él. Es perfecto; y los tesoros del alma y del espíritu pertenecen a ese reino. Hagámonoslos allí, dice nuestro Señor, porque no hay polilla ni orín, y ningún ladrón puede jamás entrar a robar.
Es un llamamiento al sentido común. ¿No sabemos acaso que estas cosas son verdad? ¿No lo vemos todos al vivir en este mundo? Tomemos el periódico matutino, examinemos las páginas mortuorias y veamos lo que sucede. Todos nosotros conocemos estas cosas. ¿Por qué en consecuencia no las practicamos y vivimos? ¿Por qué nos hacemos tesoros en la tierra cuando sabemos lo que va a suceder? ¿Y por qué no nos hacemos tesoros en los cielos donde sabemos que hay pureza y gozo, santidad y felicidad eterna?
Este, sin embargo, no es más que el primer argumento, el argumento del sentido común. Pero nuestro Señor no se detiene ahí. Su segundo argumento se basa en el terrible peligro espiritual implicado en el hacerse tesoros en la tierra y no en los cielos. Ese es un tema general, pero nuestro Señor lo divide en ciertas subsecciones. Lo primero que nos advierte, en este sentido espiritual, es el terrible poder de las cosas terrestres en nosotros. Adviértanse los términos que emplea. Dice, “Donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón”. ¡El corazón! Luego en el versículo 24 habla acerca de la mente. “Ninguno puede servir a dos señores” —y deberíamos advertir la palabra ‘servir’. Estos son los términos expresivos que emplea a fin de inculcarnos la idea del control terrible que estas cosas tienden a ejercer sobre nosotros. ¿Acaso no somos conscientes de ello en el momento en que nos detenemos a pensar? ¿La tiranía de las personas, la tiranía de mundo? Esto es algo acerca de lo cual no podemos pensar a distancia, por así decirlo. Todos estamos envueltos en ello; todos estamos bajo la garra de este poder terrible del mundo que realmente nos dominará, a no ser que estemos al tanto de ello.
Pero no solamente es poderoso; es muy sutil. Es lo que realmente ejerce el control en la mayor parte de las vidas de los hombres. ¿Nos hemos fijado en el cambio, el imperceptible cambio, que tiende a ocurrir en las vidas de los hombres a medida que triunfan y prosperan en este mundo? Esto no sucede a los que son hombres verdaderamente espirituales; pero si no lo son, sucede de forma inevitable. ¿Por qué el idealismo se asocia generalmente con la juventud y no con la edad adulta y anciana? ¿Por qué los hombres tienden a hacerse más cínicos a medida que envejecen? ¿Por qué tiende a desaparecer la visión noble de la vida? Es porque todos nos convertimos en víctimas de los ‘tesoros de la tierra’, y si abrimos los ojos, lo podemos ver en la vida de los hombres. Lean las biografías. Muchos jóvenes comienzan con una visión brillante; pero de una forma casi imperceptible —no que caiga en pecados brutales— se dejan influir, quizá cuando están en la universidad, por una perspectiva que es esencialmente mundana. Aunque pueda ser muy intelectual, sin embargo pierde algo que era vital en su alma y espíritu. Sigue siendo una persona buena y, además, justa y sabia; pero no es el hombre que era cuando comenzó. Algo se ha perdido. Sí; este fenómeno es muy conocido: “Las sombras del mundo comienzan a cernirse cada vez más sobre el muchacho que crece”. ¿Acaso no lo sabemos nosotros? Ahí está; es como una cárcel que nos encierra a menos que reaccionemos a tiempo. Este poder, esta tenaza, nos domina y nos convierte en esclavos.
Sin embargo, nuestro Señor no se detiene en lo general. Está tan deseoso de mostrarnos este terrible peligro que elabora su explicación en detalle. Nos dice que esto que nos atenaza tiende a afectar la personalidad entera; no sólo una parte de nosotros, sino al hombre por completo. Y lo primero que menciona es el ‘corazón’. Una vez establecido el mandamiento dice, “Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón”. Esos tesoros terrenales atenazan y dominan nuestros sentimientos, nuestros afectos y toda nuestra personalidad. Toda esa parte de nuestra naturaleza se ve atenazada por ellos porque los amamos. Leamos Juan 3:19. “Esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas”. Amamos estas cosas. Pretendemos creer que sólo nos gustan, pero en realidad las amamos. Nos mueven profundamente. Lo siguiente que dice acerca de ellas es un poco más delicado. No sólo atenazan el corazón, sino también la mente. Nuestro Señor lo expresa así: “La lámpara del cuerpo es el ojo; así que, si tu ojo es bueno, todo tu cuerpo estará lleno de luz; pero si tu ojo es maligno, todo tu cuerpo estará en tinieblas. Así que, si la luz que en ti hay es tinieblas, ¿cuantas no serán las mismas tinieblas?” (versículos 22-23). Esta ilustración del ojo es el ejemplo del cual se vale para explicarnos la manera en que miramos las cosas. Y según nuestro Señor, no hay sino dos maneras de mirar todas las cosas del mundo. Hay lo que Él llama ojo ‘bueno’, el ojo del hombre espiritual que ve las cosas realmente como son, verdaderamente y sin dobleces. Sus ojos miran con claridad y ve todo normalmente. Pero hay el otro ojo que llama el ojo ‘malo’, que es una especie de visión doble, o, si se prefiere, es el ojo en el cual la lente no está limpia. Hay sombras y opacidades, y se ven las cosas de una manera confusa. Éste es el ojo maligno. Está coloreado por ciertos prejuicios, por ciertos placeres y deseos. No es una visión clara; todo está nublado, coloreado por estos varios tintes y matices variados. Éste es el significado de la afirmación que tan a menudo ha confundido a la gente, porque no la toma en su contexto. Nuestro Señor en ese cuadro sigue tratando acerca del tema de hacerse tesoros. Habiendo mostrado que el corazón está donde está el tesoro, dice que no toca solamente al corazón, sino también a la mente. Esto es lo que domina al hombre.
Elaboremos el principio. ¿No es sorprendente advertir cuántos pensamientos nuestros se basan en estos tesoros terrenales? Los pensamientos divididos, en casi todos los ámbitos, se deben casi completamente al prejuicio, no al pensamiento puro. Cuan poco se piensa en este país con ocasión de las elecciones generales, por ejemplo. Ninguno de los protagonistas razona; simplemente presentan prejuicios. Cuan poco pensamiento hay en ambos lados. Esto es muy obvio en el ámbito político. Pero por desgracia no se limita a la política. Esta visión confusa debida al amor de los tesoros terrenales tiende a afectarnos también moralmente. ¡Somos muy inteligentes para explicar que algo que estamos haciendo no es realmente deshonesto! ¡Claro que si un hombre rompe una ventana y roba joyas es un ladrón; pero si yo me limito a manipular la declaración de impuestos… claro que esto no es robar!, decimos, y nos persuadimos a nosotros mismos de que está bien. En último término, no hay sino una razón por la cual hacemos estas cosas, y esto es nuestro amor por los tesoros terrenales. Semejantes cosas controlan la mente tanto como el corazón. Nuestros puntos de vista y toda nuestra perspectiva ética se ven dominadas por ellas.
Incluso, peor que eso, nuestra perspectiva religiosa también se ve dominada. “Demas me ha desamparado” — escribe Pablo. ¿Por qué? “Amando este mundo”. Cuan a menudo se ve esto en asuntos del servicio cristiano. Esas son las cosas que determinan nuestra acción, aunque no lo reconozcamos. Nuestro Señor dice en otro lugar: “Mirad también por vosotros mismos, que vuestros corazones no se carguen de glotonería y embriaguez y de los afanes de esta vida, y venga de repente sobre vosotros aquel día. Porque como un lazo vendrá sobre todos los que habitan sobre la faz de toda la tierra. Velad, pues, en todo tiempo orando que seáis tenidos por dignos de escapar de todas estas cosas que vendrán, y de estar de pie delante del Hijo del Hombre” (Le. 21: 34-36). No son solamente las acciones malas las que embotan la mente y nos hacen incapaces de pensar con claridad. Los cuidados de este mundo, el establecerse en la vida, el disfrutar de nuestra vida y nuestra familia, nuestra posición en el mundo o nuestras comodidades, todas estas cosas son tan peligrosas como el comer excesivamente o la borrachera. No cabe duda de la llamada sabiduría que los hombres se atribuyen en este mundo, en último análisis, no es más que la preocupación por las cosas terrenales.
—
Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones