Por tanto os digo: No os afanéis por vuestra vida, qué habéis de comer o qué habéis de beber; ni por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir. ¿No es la vida más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas? ¿Y quién de vosotros podrá, por mucho que se afane, añadir a su estatura un codo? 28Y por el vestido, ¿por qué os afanáis? Considerad los lirios del campo, cómo crecen: no trabajan ni hilan; pero os digo, que ni aun Salomón con toda su gloria se vistió así como uno de ellos. Y si la hierba del campo que hoy es, y mañana se echa en el horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho más a vosotros, hombres de poca fe? No os afanéis, pues, diciendo: ¿Qué comeremos, o qué beberemos, o qué vestiremos? Porque los gentiles buscan todas estas cosas; pero vuestro Padre celestial sabe que tenéis necesidad de todas estas cosas. Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas. Así que, no os afanéis por el día de mañana, porque el día de mañana traerá su afán. Basta a cada día su propio mal. (Mateo 6:25-34)
No hay duda en cuanto al peligro verdadero de lo que en este pasaje se trata. En cuanto nos detenemos a examinarnos a nosotros mismos, nos encontramos que no sólo estamos expuestos a estos peligros, sino que a menudo hemos sucumbido ante ellos. Nada parece ser más natural para el género humano en este mundo que vivir con ansiedad, sentirse abrumado y preocupado. Es la tentación típica de las mujeres, algunos dirán, especialmente de las que son responsables del cuidado de la casa; pero eso de ningún modo se limita a ellas. El peligro que amenaza al marido o padre, o a cualquiera que tiene responsabilidad hacia personas amadas y hacia otra gente, en un mundo como este, es pasar toda la vida angustiado por estas cosas, agobiado por ellas. Tienden a dominarnos y controlarnos, y pasamos por la vida esclavizados por ellas. Esto es lo que preocupa a nuestro Señor, y le preocupa tanto que repite la advertencia tres veces seguidas.
Primero examinaremos su argumento de una forma muy general. Parafraseemos lo que dice: “No os preocupéis por vuestra vida, por lo que tendréis para comer o para beber; ni tampoco por vuestro cuerpo, por cómo lo vestiréis”. También aquí comienza con una afirmación y un mandato general, como lo hizo en la sección anterior. En ella comenzó presentando una ley y luego pasó a darnos las razones para observarla. Lo mismo sucede en este caso. Hay una afirmación general; no tenemos que estar angustiados o preocupados por la comida o la bebida, ni tampoco por cómo vestiremos nuestro cuerpo. Nada puede ser más completo que esto. Trata de nuestra vida, de nuestra existencia en este cuerpo en el cual vivimos. Aquí estamos, con personalidades distintas; tenemos este don de la vida, y la vivimos en este mundo y por medio de nuestro cuerpo. En consecuencia, cuando nuestro Señor considera nuestra vida y nuestros cuerpos, está, por así decirlo, considerando nuestra personalidad esencial y nuestra vida en el mundo. Lo plantea de forma amplia; es comprensivo e incluye a todo el hombre. Afirma que nunca debemos estar con ansiedad ni por nuestra vida como tal, ni por cubrir nuestro cuerpo. Es totalmente comprensivo y, por tanto, es un mandato profundo y general. No sólo se aplica a ciertos aspectos de nuestra vida; abarca toda la vida, la salud, la fortaleza, el éxito, lo que nos va a suceder, lo que es nuestra vida en cualquiera de sus formas y maneras. También toma el cuerpo como un todo, y nos dice que no debemos estar preocupados por el vestir, ni por ninguna de estas cosas que son parte de nuestra vida en el mundo.
Una vez citado el mandamiento, ofrece una razón general para observarlo y, como veremos, una vez hecho esto, pasa a subdividirlo y a dar razones específicas bajo dos encabezamientos. Pero comienza la razón general con estas palabras: “¿No es la vida más que el alimento y el cuerpo más que el vestido?” Esto incluye la vida y el cuerpo. Luego lo subdivide y toma la vida y ofrece la razón; luego toma el cuerpo y da la razón. Pero primero examinemos la forma del argumento general, el cual es muy importante y sorprendente. Los lógicos nos dirían que el argumento que emplea se basa en una deducción de mayor a menor. Dice en efecto, “Un momento; pensad en esto antes de angustiaros. ¿Acaso vuestra vida no es más que la comida, el sostén, el alimento? ¿Acaso el cuerpo mismo no es más importante que la vestimenta?”
¿Qué quiere decir nuestro Señor con esto? El argumento es profundo y poderoso; ¡y qué inclinados estamos a olvidarlo! Dice en efecto, “Tomad esta vida de la cual os preocupáis y angustiáis. ¿De dónde la obtuvisteis? ¿De dónde viene?” La respuesta, desde luego, es que es un don de Dios. El hombre no crea la vida; el hombre no se da el ser a sí mismo. Ninguno de nosotros decidió venir a este mundo. Y el hecho mismo de que estemos vivos en este momento, se debe enteramente a que Dios lo decretó y decidió así. La vida misma es un don, un don de Dios. De modo que el argumento que nuestro Señor emplea es éste: Si Dios le ha dado el don de la vida —el don mayor— ¿creéis que ahora de repente va a negarse a sí mismo y a sus propios métodos, y a no procurar que la vida se sostenga y pueda continuar? Dios tiene sus formas propias de hacer esto, pero el punto es que no tengo por qué sentirme ansioso acerca de ello. Claro que tengo que arar, sembrar, cosechar y guardar en graneros. Tengo que hacer las cosas que Dios ha prescrito para el hombre y para la vida en este mundo. Tengo que ir a trabajar, a ganar dinero, y así sucesivamente. Pero todo lo que Él dice es que nunca debo preocuparme ni angustiarme ni sentirme ansioso de que de repente no vaya a tener lo suficiente para mantenerme en vida. Nunca me sucederá tal cosa; es imposible. Si Dios me ha otorgado el don de la vida, procurará que esa vida prosiga. Pero aquí está la cuestión: No habla acerca de cómo lo hará. Dice simplemente que así será.
Recomiendo estudiar, como asunto de gran interés y de importancia vital, la frecuencia con que se emplea esa argumentación en la Biblia. Una ilustración perfecta de ello la tenemos en Romanos 8:32, “El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?” Es un argumento bíblico muy común, el de mayor a menor, y debemos siempre estar pendientes de encontrarlo y aplicarlo. El Dador del don de la vida procurará que se proporcione el sostenimiento y sustento de esa vida. No debemos demorarnos ahora en el examen del argumento basado en las aves del cielo, pero esto es exactamente lo que Dios hace. Tienen que hallar su alimento, pero Él es quien lo provee y hace que esté disponible.
Exactamente lo mismo, claro está, se aplica al cuerpo. El cuerpo es un don de Dios, y en consecuencia podemos estar bien seguros de que Él, de una manera u otra, proporcionará los medios para que nuestros cuerpos puedan cubrirse y vestirse. Nos hallamos ante uno de sus grandes principios, uno de los principios fundamentales de la Biblia. La generación actual necesita que se le recuerde esto mucho más que ninguna otra cosa. El problema principal de muchos de nosotros es que hemos olvidado los principios básicos, en especial este principio vital de que las cosas de que disfrutamos en esta vida son don de Dios. Por ejemplo, ¿con qué frecuencia damos gracias a Dios por el don de la vida misma? Tendemos a pensar que con nuestros conocimientos científicos podemos entender el origen y esencia de la vida. Por ello pensamos en estas cosas en función de causas naturales y procesos inevitables. Dejando aparte, sin embargo, el hecho de que todas estas teorías no son sino eso, teorías que no se pueden demostrar, y que carecen de algo en el aspecto más vital, son muy trágicas en cuanto que no comprenden la enseñanza bíblica que revelan. ¿De dónde viene la vida? Lean lo que dicen los científicos modernos acerca de ello, y verán que no lo pueden explicar. No pueden salvar el abismo que separa lo inorgánico de lo orgánico. Tienen sus teorías; pero no son más que esto, e incluso están en desacuerdo entre sí. Este, sin embargo, es el problema fundamental. ¿De dónde viene ese principio llamado vida? ¿Qué origen tiene? Si dicen que comenzó con lo inorgánico transformándose de algún modo en orgánico, pregunto ¿de dónde viene lo inorgánico? No les quedará más remedio que remontarse al principio de la vida. Y existe una sola respuestas satisfactoria —Dios es el Dador de la vida—.
Pero no debemos tomar esto sólo de una forma general. Nuestro Señor se interesaba específicamente por nuestro caso y condición individuales, y lo que en realidad nos enseña es que es Dios quien nos ha dado el don de la vida, del ser, de la existencia. Es una concepción tremenda. No somos simplemente individuos producidos por un proceso evolutivo. Dios se preocupa por nosotros uno por uno. Nunca hubiéramos venido a este mundo, si Dios no lo hubiera querido. Debemos asimilar bien este principio. No debería pasar ni un solo día de nuestras vidas sin que dejáramos de dar gracias a Dios por el don de la vida, del alimento, de la existencia, y por la maravilla del cuerpo que nos ha dado. Todo esto no es sino don suyo. Y, claro está, si no somos conscientes de ello, fracasaremos en todo.
Convendría a estas alturas detenerse a meditar en semejante principio, antes de pasar al argumento siguiente de nuestro Señor. Sintetiza su enseñanza principal con estas palabras: ‘hombres de poca fe’. Fe aquí no significa algún principio vago; sino que tiene en mente nuestro fracaso en entender, nuestra falta de comprensión de la visión bíblica del hombre y de la vida como hay que vivirla en este mundo. Este es nuestro verdadero problema, y el propósito de nuestro Señor al presentar las ilustraciones que examinaremos más adelante, es mostrarnos cómo no pensamos, como deberíamos pensar. Pregunta: “¿Cómo es posible que no veáis inevitablemente que esto debe ser así?” Y de todo lo que he mencionado que no captamos ni entendemos bien, es de suma importancia este punto preliminar, fundamental, acerca de la naturaleza y del ser del hombre. Helo aquí en toda su sencillez.
Es Dios mismo quien nos da la vida y el cuerpo en el que vivimos; y si ha hecho esto podemos sacar esta conclusión, que el propósito que tiene respecto a nosotros se cumplirá. Dios nunca deja incompleto lo que comienza; sea lo que fuere lo que comience, sea lo que fuere lo que se proponga, con toda seguridad lo cumple. Y en consecuencia volvemos al hecho de que en la mente de Dios hay un plan para cada vida. Nunca debemos considerar nuestra vida en este mundo como accidental. No. “¿No tiene el día doce horas?” dijo Cristo un día a sus temerosos y asustados discípulos. Y nosotros necesitamos decírnoslo a nosotros mismos.
Podemos tener la seguridad de que Dios tiene un plan y propósito para nuestras vidas, y que este plan se cumplirá. En consecuencia, nunca debemos estar sometidos a la ansiedad respecto a nuestra vida ni por cómo la sostendremos. No debemos angustiarnos si nos encontramos en medio de una tempestad en el mar, o en un avión, y parece que las cosas se ponen mal, o si estando en el tren de repente recordamos que en esa misma línea ocurrió un accidente la semana anterior. Esta clase de cosas desaparece si llegamos a tener una visión adecuada acerca de la vida misma y del cuerpo como dones de Dios. De Él proceden y Él nos los da. Y Él no comienza un proceso como éste y luego deja que se desarrolle de cualquier manera. No; una vez que lo comienza, lo continúa. Dios, quien decretó todas las cosas en el principio, las lleva a cabo; y el propósito de Dios para la humanidad y el propósito para cada individuo es cierto y siempre seguro.
Esta es la fe y enseñanza que se encuentran, por ejemplo, en los himnos de Philip Doddridge. Un ejemplo típico lo tenemos en su gran himno: “Oh Dios de Bethel, de cuya mano siguen alimentándose los hombres; Quien a lo largo de este agotador peregrinar has guiado a nuestros padres”.
Esta es su gran argumentación, basada en último término en la Soberanía de Dios, porque ese Dios es el Regidor del Universo y nos conoce uno a uno y estamos en relación personal con Él. Así era la fe de los grandes héroes descritos en Hebreos 11. Esto es lo que mantuvo a aquellos hombres en pie. Aunque con frecuencia no comprendían las causas, no obstante decían: “Dios lo sabe todo, Él nos cuidará”. Todos ellos tenían una confianza completa en que Aquel que les había dado el ser y tenía un propósito para ellos. No les dejaría ni abandonaría. Él los sostendría y conduciría a lo largo del camino, hasta que se cumpliera el propósito por el cual estaban en este mundo, y los recibiera en las moradas celestiales donde pasarían la eternidad en su gloriosa presencia. “No os afanéis por vuestra vida, qué habéis de comer o qué habéis de beber; ni por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir. ¿No es la vida más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido?” Elaboremos esto, comencemos por los principios básicos y saquemos las conclusiones inevitables. En cuanto uno lo hace, desaparecerán la angustia y la ansiedad, y como hijos de nuestro Padre celestial, andaremos en paz y serenidad en dirección a nuestra morada eterna.
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Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones