»No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados, y con la medida con que medís, os será medido. ¿Y por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano, y no echas de ver la viga que está en tu propio ojo? ¿O cómo dirás a tu hermano: Déjame sacar la paja de tu ojo, y he aquí la viga en el ojo tuyo? ¡Hipócrita! saca primero la viga de tu propio ojo, y entonces verás bien para sacar la paja del ojo de tu hermano» (Mateo 7:1-5).
La principal razón por la que los cristianos no deben juzgar, es la de no ser juzgados por el Señor. Le veremos como Él es; nos encontraremos con Él, y se emitirá el juicio. Si en esa ocasión no queremos ser avergonzados, como dice Juan (1Jn. 2:28), seamos cuidadosos ahora. Si queremos tener ‘confianza en el día del juicio’, entonces tengamos cuidado de cómo vivimos aquí ahora. Si juzgamos, seremos juzgados en función de ese mismo juicio. Aquí tenemos algo que nunca debemos perder de vista. Aunque seamos cristianos, y estemos justificados por fe, y tengamos seguridad de la salvación, y sepamos que vamos al cielo, todavía estamos sometidos a ese juicio aquí en la vida, y también después de esta vida. Es la enseñanza clara de la Biblia. Está sintetizada aquí, en la primera afirmación de nuestro Señor en esta sección del Sermón del Monte: “No juzguéis, para que no seáis juzgados”. No es simplemente que si uno no quiere que los otros hagan críticas de uno tampoco se deben decir cosas críticas de ellos. Eso está bien; es cierto. Pero es mucho más importante el hecho de que uno se está exponiendo a sí mismo a juicio, y que habrá que responder por estas cosas. Uno no pierde la salvación, pero es evidente que va a perder algo.
Esto nos conduce a la segunda razón que nuestro Señor presenta para no juzgar. Se encuentra en el versículo 2: “Porque con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados, y con la medida con que medís, os será medido”. Podemos decir esto en forma de principio. La segunda razón para no juzgar es que, si lo hacemos, no sólo provocamos juicio contra nosotros mismos, sino que también establecemos la pauta para nuestro propio juicio —”Con la medida con que medís, os será medido”. Tampoco aquí significa simplemente lo que otros nos pueden hacer a nosotros. Decimos que al hombre siempre se le paga con su propia moneda, y esto es verdad. Los que se preocupan mucho por examinar e investigar a los otros, y hablan acerca de los más mínimos defectos que encuentran en ellos, se sorprenden a menudo cuando esas mismas personas los juzgan a ellos. No lo pueden entender, pero son juzgados con su propia medida.
Pero no podemos contentarnos con esto; esta afirmación significa algo más, y así lo dice la Biblia. Nuestro Señor en realidad declara que Dios mismo, en este juicio que hemos venido describiendo, nos juzgará según nuestra propia medida.
Veamos algunos textos bíblicos que refrendan esta interpretación. Consideremos la afirmación de nuestro Señor que se contiene en Lucas 12, donde habla acerca de ‘cosas dignas de azotes’ o ‘ser azotado poco’, y dice “a todo aquel a quien se haya dado mucho, mucho se le demandará; y al que mucho se le haya confiado, más se le pedirá” (versículo 48). Enseña que Dios actúa según este principio. Luego leemos a continuación la afirmación de Romanos 2:1, “Por lo cual eres inexcusable, oh hombre, quienquiera que sea tú que juzgas; pues en lo que juzgas a otro, te condenas a ti mismo; porque tú que juzgas haces lo mismo”. Está uno demostrando, dice Pablo, al juzgar a otros, que sabe lo que es justo; por lo tanto, si no hace lo que es justo se condena a sí mismo.
Pero, quizá, la afirmación más clara sobre esto se encuentra en Santiago 3:1, versículo que es de importancia vital, al que a menudo no se presta atención porque no gusta la carta de Santiago, al pensar que no enseña la justificación sólo por fe. Así es como plantea este punto específico: “Hermanos míos, no os hagáis maestros muchos de vosotros, sabiendo que recibiremos mayor condenación”. En otras palabras, si uno se pone a sí mismo como maestro y autoridad, que recuerde que será juzgado con su propia autoridad; uno será juzgado con el mismo criterio que usa. ¿Se coloca uno delante de los demás como autoridad? Muy bien; esta será la medida que se le aplicará a uno en su propio juicio.
Nuestro Señor lo dice bien claramente en las palabras que estamos examinando: “Con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados, y con la medida con que medís, os será medido”. Es una de las afirmaciones más alarmantes de toda la Biblia. ¿Pretendo tener un conocimiento excepcional de la Biblia? Si es así, seré juzgado en función del conocimiento que alego. ¿Pretendo ser servidor que conoce realmente estas cosas? Entonces no debo sorprenderme si se me azota mucho. Deberíamos tener mucho cuidado en cómo nos expresamos. Si con autoridad juzgamos a otros, no tenemos derecho a quejarnos si se nos juzga con la misma norma. Es completamente justo y adecuado, y no tenemos razón ninguna de quejarnos. Pretendemos tener este conocimiento; si lo tenemos debemos demostrarlo viviendo de acuerdo con el mismo. Según lo que pretendo ser, seré juzgado. Si, por consiguiente, pongo mucho empeño en examinar la vida de otras personas, esa misma norma se me aplicará, y no tendré motivo para quejarme. La respuesta que se me daría, si me quejara, sería ésta: ya lo sabías, lo hacías con los demás, ¿por qué no también en tu propio caso? Es un pensamiento sorprendente y alarmante. No conozco ninguna otra cosa que pueda apartamos más de la práctica pecaminosa de condenar a otros y de ese espíritu detestable que se complace en hacerlo.
Esto nos conduce a su vez a la última razón que nuestro Señor nos presenta. La plantea en los versículos 3-5: “¿Y por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano, y no echas de ver la viga que está en tu propio ojo? ¿O cómo dirás a tu hermano: Déjame sacar la paja de tu ojo, y he aquí la viga en el ojo tuyo? ¡Hipócrita! saca primero la viga de tu propio ojo, y entonces verás bien para sacar la paja del ojo de tu hermano”. ¿Hubo jamás sarcasmo igual? ¿Hubo jamás un ejemplo más perfecto de ironía? ¡Cuánto lo merecemos! Podemos sintetizar el argumento en forma de una serie de principios. Nuestro Señor nos enseña que la tercera razón para no juzgar a otros es que somos incapaces de juzgar. No podemos juzgar. Por consiguiente, como no lo podemos hacer adecuadamente ni siquiera debemos intentarlo. Dice que nuestro espíritu es tal que no tenemos derecho a juzgar. No sólo debemos recordar que nosotros mismos seremos juzgados y que fijamos las normas de ese juicio, sino que además dice: un momento, no juzguéis porque sois incapaces de juzgar.
Nuestro Señor lo demuestra de esta manera. Ante todo, indica que no nos preocupa la justicia y el verdadero juicio, porque si estuviéramos preocupados por ello, nos ocuparíamos de eso en nosotros mismos. Nos gusta persuadirnos de que estamos realmente preocupados por la verdad y la justicia, y que ése es nuestro único interés. Pretendemos mostrar que no deseamos ser injustos con las personas, que no deseamos criticar, sino que estamos realmente preocupados por la verdad. Ah, dice de hecho nuestro Señor, si realmente estuviéramos preocupados por la verdad, nos juzgaríamos a nosotros mismos. Pero no lo hacemos; por consiguiente, nuestro interés no es realmente la verdad. Es un argumento justo. Si alguien pretende que su único interés es por la justicia y la verdad, y no por las personas, entonces será tan crítico de sí mismo como los demás. El que es realmente un gran artista suele ser el crítico más severo de sí mismo. No importa en qué esfera de la vida se dé, ya sea en el canto, en el drama, en la pintura, o en cualquier otra cosa; el que es realmente gran artista y crítico verdadero se critica tanto a sí mismo como a la obra de los demás, e incluso quizá más, porque tiene normas objetivas. Pero tú, dice nuestro Señor, no tienes normas objetivas. No estás interesado por la verdad y la justicia, de lo contrario no pasarías por alto tu propia vida, como de hecho lo haces, para criticar sólo a los demás. Esta es la primera afirmación.
Podemos ir más allá y decir que también nos muestra que esas personas no están preocupadas por los principios en cuanto tales, sino sólo por las personas. El espíritu de hipercrítica, como hemos visto, se preocupa de las personas y no de los principios. Este es el problema que muchos de nosotros tenemos a este respecto. Estamos realmente interesados por la persona que criticamos, no por el tema o principios específicos; y nuestro verdadero deseo es condenar a la persona, más que eliminar el mal que hay en la persona. Claro que esto de inmediato nos hace incapaces de emitir un verdadero juicio. Si hay parcialidad, si hay sentimiento y animosidad personales, no podemos ser verdaderos examinadores. Incluso la ley reconoce esto. Si se puede demostrar que hay alguna conexión entre un miembro del jurado y la persona sometida a juicio, se puede descalificar a ese miembro del jurado. Lo que se desea en un jurado es imparcialidad. No puede haber prejuicio, no puede haber nada personal; debe ser un juicio objetivo y ponderado. El elemento personal se debe excluir por completo para que pueda haber juicio verdadero. Si aplicamos esto a nuestro juicio de otras personas, me temo que tendremos que estar de acuerdo con nuestro Señor en que somos completamente incapaces de juzgar, porque lo que más nos interesa en ese caso son las personas o las personalidades. Hay muy a menudo un motivo ulterior en nuestro juicio y por ello no acertamos a distinguir entre las personas y su acción.
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Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones