Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá. ¿Qué hombre hay de vosotros, que si su hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pescado, le dará una serpiente? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará buenas cosas a los que le pidan? (Mateo 7:7-11).
Al examinar esto hay que plantearse una serie de preguntas. ¿Por qué somos lo que somos si existen tales promesas? ¿Por qué es tan pobre la calidad de nuestra vida cristiana? No nos queda ninguna excusa. Todo lo que necesitamos está disponible; ¿por qué entonces somos lo que somos? ¿Por qué no somos ejemplos más perfectos de este Sermón del Monte? ¿Por qué no nos conformamos cada vez más al modelo del Señor Jesucristo mismo? Se nos ofrece todo lo que necesitamos; todo nos ha sido prometido en esta promesa general. ¿Por qué no nos servimos de ella como deberíamos? Por suerte esta pregunta tiene respuesta, y éste es el significado verdadero de este versículo. Nuestro Señor analiza estas palabras y nos muestra por qué no hemos recibido, por qué no hemos hallado, por qué la puerta no nos ha sido abierta como hubiera debido serlo. Sabe lo que somos, y nos estimula a servirnos de esta promesa llena de gracia. En otras palabras, hay que observar ciertas condiciones para poder disfrutar de estos grandes beneficios que se nos ofrecen en Cristo. ¿Cuáles son? Mencionémoslas en forma sencilla y breve.
Si queremos pasar por la vida en forma triunfal, con paz y gozo en el corazón, dispuestos a enfrentarnos con todo lo que se nos pueda presentar, y ser más que vencedores a pesar de todo, hay ciertas cosas que debemos observar, y aquí las tenemos. La primera es que debemos darnos cuenta de nuestra necesidad. Es extraño, pero hay personas que parecen pensar que lo único necesario es que las promesas de Dios existan. Sin embargo esto no es suficiente, porque el problema básico del género humano es que no cae en la cuenta de la necesidad en que está. Hay muchos que predican acerca del Señor Jesucristo sin conseguir ningún efecto y éste es el por qué. No tienen clara la doctrina del pecado, nunca convencen a las personas de su pecado. Siempre presentan a Cristo y dicen que esto es suficiente. Pero no es suficiente; porque el efecto del pecado en nosotros es tal que nunca acudiremos a Cristo a no ser que caigamos en la cuenta de que somos pobres. Pero no nos gusta considerarnos como pobres, y no nos gusta sentir nuestra necesidad. La gente está dispuesta a escuchar sermones que presentan a Cristo, pero no les gusta que se les diga que son tan incapaces, que Cristo tuvo que ascender a la cruz y morir para que pudieran ser salvos. Piensan que eso es ofensivo. Tenemos que caer en la cuenta de nuestra necesidad. Los dos primeros elementos esenciales para la salvación y para el gozo en Cristo son la conciencia de nuestra necesidad, y la conciencia de la riqueza de la gracia que hay en Cristo. Sólo los que se dan cuenta de estas cosas pueden verdaderamente ‘pedir’, porque sólo el que dice “¡Miserable de mí!” busca la liberación. Los otros no son conscientes de su necesidad. El que sabe que está hundido es el que comienza a pedir. Y entonces comienza a darse cuenta de las posibilidades que existen en Cristo.
Lo que nuestro Señor subraya aquí, al comienzo, es la importancia decisiva de conocer nuestra necesidad. Lo dice por medio de estos tres términos —pedir, buscar, llamar. Al leer los comentaristas encontramos grandes discusiones respecto a si buscar es más vigoroso que pedir, y llamar más vigoroso que buscar. Dedican mucho tiempo a discutir tales puntos. Y como de costumbre, uno encuentra que tienden a contradecirse. Unos dicen que pedir significa un deseo superficial, buscar un deseo mayor, y llamar algo muy poderoso. Otros dicen que el hombre que llama es el que está afuera y que lo más elevado es pedir, no llamar. El no creyente, dicen, debe llamar a la puerta, y una vez que ha entrado por la puerta comienza a buscar, y por fin, frente a frente a su Señor y maestro, puede pedir.
Pero todo esto está fuera de propósito. Nuestro Señor simplemente quiere enfatizar una cosa, a saber, que hemos de mostrar persistencia, perseverancia, porfía. Ello se ve claramente cuando se presta atención al marco general de este pasaje en Lucas 11. Ahí tenemos la parábola del hombre a quien llega de repente un huésped a medianoche, y como no tiene pan para él, sale a llamar a la puerta de un amigo que ya estaba acostado. Y debido a su porfía el amigo le da algo de pan. Lo mismo se enseña en la parábola de la viuda insistente en Lucas 18. Y esto es lo que tenemos aquí. Estas tres palabras subrayan el elemento de persistencia. Hay momentos de hacer balance de la vida cuando nos detenemos y decimos: “La vida sigue; yo sigo. ¿Qué progreso hago en esta vida y en este mundo?” Comenzamos a sacar el balance de nuestra vida y a decir “No vivo la vida cristiana como debería; no soy lo diligente que debería en la lectura de la Biblia y en la oración. Voy a cambiar todo esto. Comprendo que hay un nivel más elevado que debo alcanzar, y quiero llegar a él”. Somos sinceros; somos muy sinceros; de verdad deseamos hacerlo. En consecuencia, durante los primeros días de un nuevo año, leemos la Biblia con regularidad, oramos y pedimos a Dios su bendición. Pero —y esto nos ocurre a todos— pronto comenzamos a flojear y a olvidar. En el momento en que pensamos en dedicarnos a la lectura o a la oración sucede algo imprevisto, como decimos, algo que no habíamos prevenido, y todo nuestro programa queda alterado. Al cabo de una o dos semanas descubrimos que hemos olvidado por completo nuestra excelente resolución. Esto es lo que le preocupa a nuestro Señor. Si hemos de alcanzar realmente estas bendiciones que Dios nos tiene reservadas, debemos seguir pidiéndolas. ‘Buscar’ simplemente significa seguir pidiendo; ‘llamar’ es lo mismo. Es como una intensificación de la palabra ‘pedir’. Seguimos, persistimos; somos como la viuda insistente. Seguimos pidiendo al juez, por así decirlo, como ella lo hizo, y nuestro Señor nos dice lo que el juez dijo: “… le haré justicia, no sea que viniendo de continuo, me agote la paciencia”.
La importancia de este elemento de la persistencia no se puede exagerar. Se encuentra no sólo en la enseñanza bíblica, sino también en la vida de todos los santos. Lo más fatal en la vida cristiana es contentarse con deseos pasajeros. Si queremos realmente ser hombres de Dios, si queremos realmente conocerlo, y andar con Él, y experimentar esas bendiciones inagotables que nos tiene reservadas, debemos persistir en pedírselas todos los días. Hemos de sentir esta hambre y sed de justicia, y entonces seremos hartos. Y esto no quiere decir que estemos llenos de una vez por todas, seguimos teniendo hambre y sed, como el apóstol Pablo, dejando las cosas que están atrás, ‘proseguimos a la meta’. “No que lo haya alcanzado ya —dice Pablo— sino que prosigo”. Así es. Esta persistencia, este deseo constante, pedir, buscar y llamar. Debemos estar de acuerdo en que éste es el punto en que la mayor parte de nosotros fallamos.
Retengamos, pues, este primer principio. Examinémonos a la luz de este pasaje y del cuadro del hombre cristiano que ofrece el Nuevo Testamento. Contemplemos estas gloriosas promesas y preguntémonos, “¿Las estoy experimentando?” Si vemos que no, como todos debemos reconocer, entonces debemos volver a esta gran afirmación. Esto es lo que quiero decir con ‘posibilidades’. Si bien debo comenzar pidiendo y buscando, debo seguir haciéndolo hasta que esté consciente de que el nivel espiritual que alcanzo es más elevado. Y así debemos seguir. Es una ‘batalla de la fe’; es que ‘el que persevere hasta el fin’ será salvo en este sentido. Persistencia, continuidad, ‘orar siempre y no desmayar! No sólo orar cuando deseamos una gran bendición y luego parar; orar siempre. Persistencia; esto es lo primero. Caer en la cuenta de la necesidad, caer en la cuenta de la provisión, y persistencia en buscarla.
—
Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones