Cualquiera, pues, que me oye estas palabras, y las hace, le compararé a un hombre prudente, que edificó su casa sobre la roca. Descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, y golpearon contra aquella casa; y no cayó, porque estaba fundada sobre la roca. Pero cualquiera que me oye estas palabras y no las hace, le compararé a un hombre insensato, que edificó su casa sobre la arena; y descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, y dieron con ímpetu contra aquella casa; y cayó, y fue grande su ruina. (Mateo 7:24-27).
El último peligro es el de oponer gracia frente a ley, e interesarse sólo por la gracia. No hay doctrina salvadora aparte de la doctrina de la gracia; pero debemos tener cuidado de no ocultarnos detrás de ella de una forma equivocada. Recuerdo también a un hombre que se había convertido, pero que después cayó en el pecado. Quise ayudarlo hasta que descubrí que estaba demasiado dispuesto a ayudarse a sí mismo. En otras palabras, vino a hablarme del pecado, pero inmediatamente comenzó a sonreír y dijo: “después de todo, está la doctrina de la gracia”. Sentí que estaba demasiado saludable, se curó a sí mismo demasiado rápidamente. La reacción ante el pecado debería ser la de profunda penitencia. Cuando alguien está en una condición espiritual saludable, no encuentra alivio tan fácilmente. Siente que es vil, que no tiene remedio. Si uno cree que puede curarse fácilmente, si encuentra que puede acudir alegremente a la doctrina de la gracia, diría que esa persona está en una situación peligrosa. El hombre verdaderamente espiritual, si bien cree en la doctrina de la gracia, cuando adquiere el convencimiento de pecado por el Espíritu Santo, siente a veces que es casi imposible que Dios lo pueda perdonar. He dicho esto a veces de la siguiente forma: no entiendo bien al cristiano que puede escuchar un sermón genuinamente evangelístico sin volver a sentirse acusado de pecado. No me cabe duda de que el sentir debería ser: “experimenté que estaba pasando de nuevo por todo el proceso”. Ésta es la verdadera reacción. En el mensaje, siempre hay un aspecto de convicción de pecado; y si descubrimos que no reaccionamos de esta forma porque ya en una ocasión nos refugiamos en la gracia, nos encontramos en la situación que conduce a este trágico autoengaño.
En otras palabras, la pregunta definitiva es ésta: ¿Qué le pasa al alma? Quizá recuerden la famosa historia acerca de William Wilberforce y de la mujer que acudió a él en el punto culminante de su campaña contra la esclavitud y le dijo, “Sr. Wilberforce, ¿y qué le pasa al alma?” Y el Sr. Wilberforce se volvió a la mujer y le dijo, “Señora, casi había olvidado que tenía alma”. Esta pobre mujer se acercó a Wilberforce a hacerle la pregunta vital y el gran hombre dijo que estaba tan preocupado por la liberación de los esclavos que casi había olvidado su alma. Pero, con todo el respeto debido a esa persona, la mujer tenía razón. Claro que quizá también ella fue una persona entremetida; pero no hay prueba de que fuera así. Probablemente, la mujer vio que estaba frente a un excelente hombre cristiano, que realizaba una labor extraordinaria. Sí, pero también cayó en la cuenta del peligro que acechaba a un hombre así, estar tan absorbido en la cuestión del abolicionismo que llegara a olvidar su propia alma.
Alguien puede estar tan ocupado predicando en púlpitos que llegue a olvidar y descuidar su propia alma. Después de haber asistido a todas las reuniones, haber acusado al comunismo hasta casi perder la voz, después de haberse ocupado de toda esa apologética, desplegado un maravilloso conocimiento de teología y una gran comprensión de los tiempos, después de haber leído todas las traducciones de la Biblia, y haber demostrado habilidad en el conocimiento de su mecánica, todavía pregunto: “¿Qué me decís de vuestra relación con el Señor Jesucristo?” Sabéis mucho más que hace un año; pero ¿lo conocéis mejor a Él? Levantáis la voz contra muchas cosas malas; pero ¿lo amáis más a Él? Vuestro conocimiento de la Biblia y de sus traducciones ha llegado a ser sorprendente, y os habéis convertido en expertos en apologética; pero ¿obedecéis a la ley de Dios y de Cristo cada vez más? ¿Se manifiesta cada vez una mayor evidencia en vuestra vida el fruto del Espíritu? Éstas son las preguntas. “No todo el que dice: Señor, Señor” (y hace muchos milagros), “sino el que hace la Voluntad de mi Padre que está en los cielos”. Examinémonos a nosotros mismos y tomemos tiempo para hacerlo con detalle. ¿Deseamos realmente conocerlo? Pablo dice que prácticamente se había olvidado de todo lo demás. Ninguna otra cosa le preocupaba: “A fin de conocerle, y el poder de su resurrección.”.’ (Fil. 3:10). Se olvidaba de todo lo pasado, y se afanaba por esto —por ‘conocerle’, y ser ‘semejante a Él’—. Si algo ocupa el lugar de esto, estamos en el camino equivocado. Todas las demás cosas son el medio para conducirnos al conocimiento de Él, y si nos contentamos con los medios, éstos mismos nos apartan de Él. Dios nos libre del peligro de permitir que los medios de gracia oculten al bendito Salvador.
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Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones