«Creced en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» (2 Pedro 3:18).
Este escrito puede caer en manos de personas que deberían saber algo sobre lo que es el crecer en la gracia, pero que en realidad no saben nada. No han hecho progreso desde el día en el que se convirtieron o si lo han hecho ha sido muy poco. «Reposan tranquilos como el vino asentado» (Sofonías 1:12). Viven, año tras año, contentos con la vieja gracia, la vieja experiencia, el viejo conocimiento, la vieja fe, y la vieja estatura adquirida en el día de la conversión. Son como los gabaonitas de antaño, su pan es seco y mohoso, y sus zapatos viejos y remendados. Nunca dan muestras de hacer progreso espiritual alguno. ¿Eres tú uno de estos? Si es así, estás viviendo en un nivel inferior al de tus privilegios y tus obligaciones. Es ya hora de que examines el estado espiritual de tu alma.
Si tienes motivo para creer que eres un verdadero creyente, y sin embargo no creces en la gracia, esto es señal segura de que tu vida espiritual registra alguna dolencia seria. No es la voluntad de Dios el que tu vida espiritual permanezca estancada. «Él da más gracia» y se «complace en la prosperidad de sus siervos» (Santiago 1:6; Salmo 35:27). Este estado de estancamiento tampoco favorece a tu felicidad ni a tu utilidad. Sin crecimiento espiritual nunca podrás gozarte en el Señor. Sin crecimiento nunca serás de provecho para los demás. Esta falta de crecimiento espiritual es algo muy serio. ¿A qué se debe?
No desprecies el aviso que te doy. En este día haz la decisión de encontrar el motivo por el cual no creces en la gracia. Con una mirada firme y fiel examina todos los rincones de tu alma. Escudriña el campo de una parte a otra hasta dar con el Acán que debilita tus manos. Acércate al Señor Jesús, el gran Médico, y cualquiera que sea la dolencia espiritual de tu vida, pídele que te sane. Acércate y pídele gracia para que puedas cortar la mano o arrancar el ojo que están enfermos. Por amor a tu propia paz, por amor a tu propia utilidad en el servicio del Señor, por amor a la causa del Maestro, haz hoy la resolución de saber por qué no creces espiritualmente.
Este escrito puede caer en manos de algunos creyentes que verdaderamente crecen en la gracia, pero que no se dan cuenta de ello, ni quieren creerlo. Y es precisamente porque crecen por lo que no ven su crecimiento. Crecen en la humildad, y por eso no pueden aceptar el que progresan espiritualmente. Al igual que Moisés al descender del monte, sus rostros brillan, pero no se dan cuenta de ello. Por desgracia, el número de estos cristianos no abunda; pero de vez en cuando encontramos uno aquí, y otro allí. Son como las visitas de ángeles: pocas y distantes. ¡Qué privilegio el de aquellos que conviven con estos cristianos que crecen! Conocerles, estar con ellos, y participar de su compañía, tiende a ser algo así como «el cielo sobre la tierra».
¿Y qué debemos decir con respecto a los tales? ¿Qué puedo yo decir? ¿Les invitaré a que despierten a la realidad de su propio crecimiento, y que se complazcan en él? No haré nada de eso. ¿Puedo aconsejarles que se vanaglorien con sus éxitos espirituales? ¡De ninguna manera! No haré nada de eso. No les haría ningún bien decirles tales cosas. Y es que, además, el decirles tales cosas, sería una pérdida inútil de tiempo. Una de las señales más elocuentes de un verdadero crecimiento en la gracia es precisamente este sentimiento de indignidad por parte del creyente. Nunca descubre en sí mismo nada que merezca elogio, sino que experimenta el que no es más que un siervo inútil, y el mayor de los pecadores. En la escena del Juicio Final, son los justos quienes preguntarán: «Señor ¿cuándo te vimos hambriento y te alimentamos? (Mateo 25:37). Por extraño que parezca, a veces los extremos se tocan: el pecador de conciencia empedernida y el creyente eminentemente santo, en un aspecto se parecen: ninguno de ellos se percata realmente de su condición propia. El uno no descubre su propio pecado; el otro no descubre su propia gracia. ¿Pero aun así no diremos nada a estos cristianos que crecen? ¿Tenemos alguna palabra de consuelo que podamos dirigirles? La suma y sustancia de todo lo que podemos decirles se encuentra en dos palabras: ¡Adelante! ¡Continuad!
Nunca podremos tener demasiada humildad, ni demasiada fe en Cristo, ni demasiada santidad, ni una mente demasiado espiritual, ni demasiada caridad, ni demasiado celo para hacer bien a los demás. Por tanto, olvidémonos continuamente de las cosas que quedan atrás, y extendámonos a lo que está delante (Filipenses 3:13). Aún el mejor de los creyentes, en todas estas cosas, está a un nivel infinitamente inferior al ejemplo y modelo de vida del maestro.
Desechemos como vana y superflua aquella noción tan común de que podemos ir «demasiado lejos» en la profesión cristiana. Esta es una de las mentiras favoritas del diablo y que hace circular a granel. No hay duda de que hay fanáticos y entusiastas en los círculos cristianos que, con sus extravagancias y locuras son motivo de desgracia y hacen que la gente del mundo se forme un concepto equivocado de la fe cristiana. Pero sería una locura e impiedad decir que una persona puede ser demasiado humilde, demasiado caritativa, demasiado santa, demasiado celosa para hacer bien a los demás. Como esclavos del placer y del dinero, la gente puede ir demasiado lejos; pero en las cosas del Evangelio, y en el servicio de Cristo no se conocen extremos.
No evaluemos ni midamos nuestra profesión de fe comparándola con la de los otros; ni pensemos que «ya vamos bien» por el hecho de que hemos avanzado más que nuestros vecinos. Esta es otra trampa del diablo. No miremos a los demás; preocupémonos de lo nuestro. ¿»Qué a ti»? -dijo el Maestro en cierta ocasión, «Sígueme tú» (Juan 21:22). Sigamos adelante, y hagamos de Cristo nuestro ejemplo y modelo. Sigamos adelante, y recordemos que aún en nuestros mejores momentos espirituales, no somos más que miserables pecadores. Aún estando en la cima de nuestra profesión, somos pecadores. Siempre hay posibilidad de más perfeccionamiento y progreso en nosotros, y hasta el mismo fin de nuestras vidas seremos deudores de la misericordia y la gracia de Cristo. Dejemos ya, pues, de una vez, eso de mirar a los demás y de compararnos con otros creyentes; demasiado trabajo tendremos con sólo mirar a nuestros corazones.
Por último, pero no porque lo sea en importancia, si deseamos crecer en la gracia, no nos sorprenda si nos visita la aflicción y la tribulación. Esta ha sido la experiencia de los creyentes más consagrados y santos. Al igual que el Maestro, ellos han sido «hombres despreciados, desechados, experimentados en quebranto» y «perfeccionados por las aflicciones» (Isaías 53:3; Hebreos 2:10). Las palabras del Señor Jesús son verdaderamente significativas: «Todo aquel que lleva fruto, mi Padre lo limpiará, para que lleve más fruto» (Juan 15:2). Para que nuestra espiritualidad se mantenga viva y en todo momento estemos alerta, nos son necesarias las enfermedades, las pérdidas, las cruces, las ansiedades, los desengaños y demás pruebas y aflicciones. Las necesitamos como la vid necesita las tijeras de la poda, y el oro el horno. Ciertamente no son agradables a la sangre y a la carne, pero son vitales para el alma. No nos agrada la prueba y la aflicción, y a menudo no podemos comprender el propósito y el porqué de las mismas. El Apóstol nos dice: «Es verdad que al presente ninguna disciplina parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después da frutos apacibles de justicia a los que en ella han sido ejercitados» (Hebreos 12:11). Una vez estemos en el cielo comprenderemos que eran para nuestro bien.
Que permanezcan, pues, estos pensamientos continuamente con nosotros si en verdad deseamos crecer en la gracia. Cuando nos sobrevengan días oscuros y los nubarrones de la prueba se ciernan sobre nosotros, no pensemos que se trata de algo extraño, sino que, por el contrario, estemos convencidos de que en estos días oscuros se aprenden lecciones tan importantes que jamás en los días de sol podrían aprenderse. Digámonos, pues, cada uno de nosotros: «Es para mí provecho; para que sea hecho partícipe de la santidad de Dios. Me ha sido enviado en amor. Estoy en la mejor escuela de Dios. La corrección es instrucción. Esto es para que yo crezca en la gracia».
Aquí dejaré el tema del crecimiento en la gracia. Confío en que lo haya desarrollado con suficiente claridad como para que algunos de mis lectores hayan sido movidos a la consideración del mismo. Todas las cosas crecen y envejecen, el mundo envejece; nosotros también. Unos cuantos veranos más, unos cuantos inviernos más, unas pocas enfermedades más, unas pocas tribulaciones más, unas cuantas bodas más, unos pocos funerales más, unas cuantas reuniones más, unas pocas despedidas más y entonces, ¿qué? ¡La hierba crecerá sobre nuestras tumbas!
Cuán importante es, pues, que nos hagamos la pregunta: ¿crecemos en la gracia? En nuestra profesión de fe, en las cosas que conciernen a nuestra paz, en lo que hace referencia a nuestra santidad, ¿crecemos?
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Extracto del libro: «El secreto de la vida cristiana» de J.C. Ryle