En BOLETÍN SEMANAL
¿Y contra quiénes ha de luchar el soldado cristiano? La lucha principal del cristiano es contra el mundo, la carne y el diablo. Hasta la muerte éstos serán sus enemigos y contra éstos deberá pelear continuamente.

«Pelea la buena batalla de la fe» (1 Timoteo 6:12)

Es curioso el hecho de que la mayoría de la gente sienta un profundo interés por todo aquello que tenga el carácter de lucha. Tanto los pequeños como los mayores, ya sean pobres o ricos, cultos o ignorantes: todos muestran un profundo interés por las batallas, luchas y guerras que registra la historia. Sería en verdad insípido el ciudadano que no mostrara interés por las batallas famosas de su país.

Por encima de todas estas guerras que según el testimonio de la historia el hombre ha ensayado en el curso de los siglos, se registra una contienda que por su importancia y transcendencia eclipsa a todas las demás. Esta contienda no concierne a dos o tres naciones solamente, sino a todo cristiano: es una contienda espiritual. Es una lucha por el alma que toda persona que ansía salvarse ha de entablar.

Me doy cuenta de que sobre esta lucha hay muchas personas que no saben nada. Si oyen hablar de la misma no vacilan en considerar a los cristianos como tontos, locos o entusiastas. Sin embargo, es una verdadera guerra, una contienda genuina: con sus luchas y sus heridas; sus desvelos y sus fatigas; sus sitios y sus asaltos; sus victorias y sus derrotas. Pero lo verdaderamente terrible, tremendo y peculiar de esta contienda son las consecuencias que se derivan de la misma. En los conflictos terrenales las consecuencias son más o menos remediables y de duración limitada. Pero en la contienda espiritual no es así: las consecuencias tienen un carácter eterno e invariable.

Y es precisamente sobre esta contienda espiritual sobre la que el apóstol Pablo escribió aquellas ardientes palabras a Timoteo: «Pelea la buena batalla de la fe, echa mano de la vida eterna». Y es sobre esta batalla espiritual sobre lo que me propongo hablar en este escrito. Considero que este tema mantiene una íntima asociación con el de la santidad. Todo aquel que ha entendido el tema de la santidad, sabe que el cristiano es un «hombre de guerra». Si ansiamos ser santos debemos luchar.

¡El verdadero cristianismo es una lucha! Notemos bien la palabra «verdadero», porque hay mucha religión y profesión de fe en el mundo que de cristiana sólo tiene el nombre; en realidad no es un cristianismo verdadero y genuino. Es un cristianismo que satisface las conciencias de aquellos que espiritualmente duermen, y que tiene aspecto de ser válido pero en realidad es moneda falsa; no es aquello que hace veinte siglos se llamaba cristianismo. Elevado es el número de personas que en el domingo van a las iglesias y capillas, y que se llaman a sí mismas cristianas; sus nombres están escritos entre los bautizados; su ceremonia matrimonial tuvo lugar en la iglesia y desean morir cristianamente y ser enterrados de la misma manera; pasan como cristianos mientras viven pero en la religión que profesan el elemento de «lucha» brilla por su ausencia. No saben nada de lo que es la contienda espiritual y el esfuerzo de una profesión de fe genuina. Tal «cristianismo» puede satisfacer al hombre carnal, pero no es el cristianismo de la Biblia por más que nos tilden de poco caritativos en nuestras afirmaciones. No es la religión que el Señor Jesús fundó y que sus Apóstoles predicaron. No es la religión que produce verdadera santidad.

El verdadero cristianismo es una lucha. El verdadero cristiano ha sido llamado a ser un soldado, y como tal debe comportarse desde el día de su conversión hasta el de su muerte. Su profesión religiosa está reñida con todo lo que sea fácil, indolente y proporcione seguridad terrenal; no puede dormir tranquilamente junto al camino al cielo; si toma la Biblia seriamente y como regla de fe y conducta, se convencerá de que el curso de su peregrinar no admite otra alternativa: debe luchar.

¿Y contra quiénes ha de luchar el soldado cristiano? No contra otros cristianos. ¡Cuán miserable es aquella noción de lucha que tienen tantas personas al suponer que la verdadera religión consiste en una controversia perpetua! ¡Qué poco sabe de lo que es la pelea cristiana aquel que, continuamente, se empeña en sembrar contienda entre iglesias, capillas, sectas, facciones, partidos y demás! Se contribuye a la causa del pecado cuando los cristianos desperdician sus energías en contiendas intestinas y pierden el tiempo en zipizapes pueriles. ¡No! La lucha principal del cristiano es contra el mundo, la carne y el diablo. Hasta la muerte éstos serán sus enemigos y contra éstos deberá pelear continuamente. A no ser que obtenga la victoria sobre estos enemigos, todas las demás victorias serán vanas e inútiles. Si el creyente tuviera la naturaleza de ángel y no fuera una criatura caída, la lucha no sería muy esencial; pero poseyendo como posee un corazón depravado, habiendo un diablo extremamente activo en torno suyo y un mundo lleno de trampas a sus pies, el cristiano debe luchar o perder.

Debe luchar en contra de la carne. Aun después de la conversión, el creyente lleva consigo una naturaleza dispuesta al mal y un corazón débil. e inestable como el agua. Este corazón nunca se verá libre de imperfección en este mundo, y sería vano por nuestra parte creer lo contrario. Y es precisamente para que nuestro corazón no se extravíe por lo que el Señor Jesús nos exhortó a velar y a orar. El espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil. El creyente ha de pelear y luchar diariamente en oración. Nos dice San Pablo: «Hiero mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre». «Veo una ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi espíritu, y me lleva cautivo.» «¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?» «Porque los que son de Cristo han crucificado la carne con los afectos y concupiscencias». » Haced morir, pues, lo terrenal en vosotros.» (1 Corintios 9:27; Romanos 7:23-24; Gálatas 5:21; Colosenses 3:5).

Debe luchar contra el mundo. El creyente ha de resistir continuamente las influencias artificiosas de este enemigo tan poderoso, y de no luchar diariamente jamás podrá superarle. El amor a los deleites, el temor a las risas y reproches, el secreto deseo de conformación con el mundo y el escondido afán de hacer lo que la mayoría de la gente hace, constituyen poderosos enemigos que continuamente asedian al creyente en su camino al cielo. «La amistad del mundo es enemistad con Dios. Cualquiera pues que quisiera ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios.» «Si alguno ama al mundo el amor del Padre no está en él.» »El mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo.» «Todo aquel que es nacido de Dios vence al mundo.» «No os conforméis a este mundo.» (Santiago 4:4; 1 Juan 2:15; Gálatas 6:14; 1 Juan 5:4; Romanos 12:2).

Debe luchar contra el diablo. Este viejo enemigo de la humanidad no está muerto. Desde la caída de Adán y Eva no ha cesado de «rodear la tierra y de andar por ella» ni ha desistido de conseguir su objetivo: la ruina del alma del hombre. El diablo nunca duerme, nunca se echa la siesta, sino que, «como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar». Este enemigo invisible siempre está cerca de nosotros, junto a nuestro camino, a la cabecera de nuestra cama, siempre espiándonos. Desde el principio ha sido «homicida y mentiroso» y trabaja noche y día para arrojarnos al infierno. Con tácticas y procedimientos distintos lleva a unos a la superstición y a otros los hace caer en la infidelidad; pero siempre busca la misma meta: la perdición de nuestras almas. «Satanás os ha pedido para zarandearos como trigo.» Debemos luchar diariamente contra este enemigo si deseamos ser salvos. «Este género no sale sino con oración y ayuno» y pertrechados con «toda la armadura de Dios». Sin una batalla diaria no podremos alejar de nuestro corazón a este enemigo tan fuerte. (Job 1:7; 1 Pedro 5:8; Juan 8:44; Lucas 22:31; Mateo 17:21; Efesios 6:11).

Quizá para algunas personas estas afirmaciones sean demasiado fuertes, y crean que me he extralimitado y que he pintado la vida cristiana con pinceladas demasiado recargadas. Tales personas están convencidas de que pueden obtener el cielo sin dificultades, luchas y guerras. Si tú eres uno de ellos, lector, escucha ahora lo que en Nombre de Cristo voy a exponer. Recuerda aquella máxima del general más famoso que jamás haya vivido en Inglaterra: «En tiempos de guerra el peor error sería desestimar al enemigo y tratar de hacer una guerra pequeña». La lucha del creyente no ha de tomarse a la ligera.

Extracto del libro: «El secreto de la vida cristiana» de J.C. Ryle

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