«Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar.» (Lucas 18:1; 1 Timoteo 2:8).
En nuestros días la profesión religiosa abunda. Los lugares de culto se han multiplicado y también el número de los asistentes. Pero a pesar de toda esta pública manifestación religiosa, la oración es descuidada por muchos. He llegado a la conclusión de que la mayoría de los que profesan ser cristianos nunca oran. Muchísimas son las personas que nunca elevan unas palabras de oración; comen, beben, duermen, se levantan, van al trabajo, regresan a sus hogares, respiran el aire de Dios, ven el sol de Dios, andan sobre la tierra de Dios, gozan de las mercedes de Dios, tienen cuerpos mortales, un juicio y una eternidad delante de ellos, pero nunca le hablan a Dios. Viven como las bestias del campo que perecen; se comportan como criaturas sin alma; no tienen ninguna palabra para Aquél en cuyas manos están sus vidas y de quien reciben el aliento y todas las cosas y de quien un día oirán palabras de condenación eterna. ¡Cuán terrible es todo esto!
Creo también que las oraciones de muchas personas no son más que una mera rutina, una colección de palabras que se repiten de carrerilla y de cuyo significado nadie se percata. Algunas de estas oraciones no son más que una serie de frases, a veces deslabonadas, que aprendieron en la niñez. Hay personas que repetirán una y otra vez el credo, sin darse cuenta de que en esta confesión no se encierra ninguna petición. Otras recitarán el «Padre nuestro», pero sin el más leve deseo de que lo que en esta oración se expresa tenga cumplimiento.
Aun muchas de aquellas personas que han aprendido buenas oraciones, cuando las dicen lo hacen con desgana y rutinariamente, quizá mientras se lavan o se visten, pero esto no es orar. Las palabras que no salen del corazón son de tanto provecho para el alma, como el batir de los tambores delante de los ídolos por parte de los paganos. Donde no hay corazón puede haber labios y lengua, pero no habrá nada que Dios pueda escuchar; no hay verdadera oración. No tengo duda de que Saulo se sumergía en largas oraciones antes de que el Señor fuera a su encuentro en el camino de Damasco, pero no fue hasta que su corazón fue quebrantado cuando el Señor dijo: «He aquí él ora.”
Que no se extrañen nuestros lectores de que esto sea así, porque la verdadera oración no puede provenir de una naturaleza no regenerada. La mente carnal es enemiga de Dios y no quiere saber nada de Él. Los sentimientos hacia Dios no son de amor, sino de temor. ¿Cómo puede una persona verdaderamente orar cuando no siente realmente el pecado ni las realidades espirituales? La inmensa mayoría de la gente anda por el camino ancho y no es consciente de las cosas espirituales. De ahí que sin reparo de ninguna clase afirme que son pocos los que verdaderamente oran.
No está de moda el orar. La gente de nuestro tiempo se avergüenza de orar. Hay personas que antes demolerían un puente que hacer una oración en público. Si las circunstancias fueran tales que se vieran en la necesidad de compartir la misma habitación con un extraño, antes irían a la cama sin orar, que confesar dicho hábito. Los deportes, los teatros, las diversiones, el alternar en la sociedad, todo esto está muy de moda, pero no el orar. No creo, por tanto, que la verdadera oración sea un hábito común, cuando hay tantos que se avergüenzan de la misma. Creo que son muy pocos los que verdaderamente oran.
La manera de vivir de muchas personas pone de manifiesto que no oran. ¿Podemos verdaderamente creer que la gente ora noche y día para no pecar, cuando continuamente les vemos zambullirse en la iniquidad? ¿Podemos creer que oran para librarse del mundo, cuando en realidad les vemos como se afanan por las cosas y placeres del mismo? ¿Podemos creer que piden a Dios su gracia, cuando en sus vidas no muestran el más ligero deseo de servirle? ¡Oh, no! Es claro como la luz del día que la gente no ora a Dios por nada, o si lo hace, en realidad no desea lo que pide; y en definitiva es como si no orase. La oración y el pecado no pueden vivir en el mismo corazón: o la oración consumirá el pecado, o el pecado ahogará la oración. Al considerar la clase de vida de muchas personas, no puedo por menos que decir que son pocos los que oran.
La manera de morir de muchas personas pone de manifiesto que no han orado en sus vidas. Muchas son las personas que en los umbrales de la muerte son como extraños delante de Dios. No sólo muestran una ignorancia abismal del contenido del Evangelio, sino que carecen de todo poder para hablar con Dios. Recuerdo el caso de cierta señora que, en sus últimos momentos de vida, deseaba tener la visita de un pastor. Deseaba que el pastor orara con ella; pero al preguntarle éste qué deseaba que orase, no supo que responder. No podía mencionar nada por lo cual el pastor pudiera hacer intercesión. Los lechos de muerte revelan muchos secretos. Yo no puedo olvidar lo que he oído y visto junto al lecho de personas moribundas; de ahí que no pueda evitar el sacar esta conclusión: son pocos los que oran.
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Extracto del libro: «El secreto de la vida cristiana» de J.C. Ryle