Nos aferramos a las enseñanzas de las Sagradas Escrituras que nos enseñan las doctrinas de la gracia y a la fe ortodoxa antigua, y no simpatizamos con las innumerables novedades teológicas actuales: que solo son nuevas en su forma exterior, ya que en su esencia constituyen repeticiones de errores rechazados hace mucho tiempo. Nuestra posición en cuestiones doctrinales es bien conocida y no profesamos ningún tipo de caridad latitudinaria; sin embargo, no vemos fallo algunos en aquellos de espíritu fervoroso que se identifican con nuestra norma creyendo que solo en la Verdad se encuentra la libertad verdadera.  (C.H. Spurgeon)​

​El Sr. Arthur Mursell, ha descrito muy bien el tiempo presente:

¿Hemos ido demasiado lejos al decir que el pensamiento moderno se ha hecho cada vez más impaciente con la Biblia, el Evangelio y la Cruz? Veamos: ¿Qué parte de la Biblia no ha atacado? Hace mucho que ha barrido del canon el Pentateuco por considerarlo espurio. Lo que leemos acerca de la Creación o del Diluvio se tacha de fábula y las leyes acerca de los límites de la propiedad, a las que Salomón no se avergonzó de hacer referencia, están enterradas u olvidadas en la estantería.
Diferentes hombres atacan porciones distintas del Libro, y diversos sistemas apuntan los cañones de sus prejuicios hacia varios puntos; hasta que hay quienes terminan rompiendo las Escrituras en mil pedazos y lanzándolas a los cuatro vientos del cielo. Aun los más tolerantes de esos cultivados vándalos de lo que se conoce como “pensamiento moderno”, las condensan reduciéndolas a un panfleto moralista, en vez de considerarlas como el tomo doctrinal mediante el cual obtenemos vida eterna. Apenas queda algún profeta que los sabihondos de nuestros días no hayan revisado exactamente en el mismo espíritu que lo harían con una obra de la biblioteca de Mudie5. El temanita y el suhita jamás tergiversaron los motivos del atormentado Job con la mitad de los prejuicios que los intelectos reconocidos de nuestro tiempo. El libro de Isaías, en vez de ser serrado por la mitad, se cuartea y se tritura; mientras que al profeta llorón se lo ahoga en sus propias lágrimas. Ezequiel se ve reducido a átomos en medio de sus ruedas; el cuerpo de Daniel lo devoran los eruditos leones; y los monstruos de las profundidades se tragan a Jonás con una voracidad más inexorable que la del pez, ya que jamás lo vomitan. Los relatos y los sucesos de la gran crónica se contradicen groseramente y se niegan porque algún maestro de escuela con pizarra y lapicero no logra cuadrar la suma; y cada milagro obrado por la potencia del Señor a favor de su pueblo o para la frustración de los enemigos de este, se ridiculiza como absurdo porque los profesores universitarios no pueden hacer lo mismo con sus encantamientos. Algunos de los llamados milagros pueden ser creíbles, ya que nuestros dirigentes piensan que pueden producirlos ellos también: unos pocos fenómenos naturales que un determinado doctor es capaz de reproducir ante un grupo de rigoristas en una cámara oscura, o con una mesa llena de aparatos, darán razón del milagro del mar Rojo. O un aeronauta sube en globo y vuelve a bajar, lo cual descarta del todo la columna de fuego y de nube y otras bagatelas de ese tipo. Así nuestros grandes hombres se quedan satisfechos pensando que su varita mágica de juguete se ha tragado a la vara de Aarón; pero cuando esta última amenaza con engullir a las suyas, dicen que esa parte no es auténtica y que el milagro en cuestión jamás ocurrió.
Tampoco el Nuevo Testamento corre mejor suerte que el Antiguo en manos de esos invasores. No se les cobra impuesto de pleitesía cuando cruzan la línea, ni ellos reconocen voz alguna de advertencia que les diga: “Quita el calzado de tus pies, porque el lugar en que tú estás, tierra santa es”. Y a la mente que frena en su carrera de pillaje espiritual bajo algún pretexto reverente, se la denuncia como ignorante o servil. Que se vacile en cuanto a pisotear un lirio o una flor de primavera constituye la locura sentimental de un niño, y la vanguardia del pensamiento moderno solo siente lástima y se ríe despectivamente de dicho sentimiento, mientras acecha sobre su tan cacareada marcha de progreso. Se nos dice que las leyendas de nuestras guarderías infantiles han quedado obsoletas y que los intelectuales están aceptando ideas más amplias. Nos resistimos a creerlo: la verdad es que algunos –muy pocos– hombres reflexivos, cuyo pensamiento consiste en negarlo todo y cuyas mentes están afectadas por un retorcimiento o una curva crónica que los convierte en signos intelectuales de interrogación, han puesto las bases de este sistema. A esos pocos vacilantes sinceros se ha sumado un grupo más amplio de personas que son simplemente gentes inquietas; y a estas últimas, hombres que son hostiles al espíritu y a las verdades de las Escrituras. Todos ellos, juntos, han formado una camarilla y se llaman a sí mismos líderes del pensamiento moderno. Es cierto que tienen seguidores; ¿pero quiénes son estos? Los meros satélites de la moda. Los ricos, los pedantes y los necios de nuestras grandes ciudades. A la puerta del lugar donde va a dar alguna charla un catedrático progresista, puede verse una fila de carruajes dejando y recogiendo gente; y porque en el interior de la sala –desde el suelo hasta el techo– se anuncia al fabricante de sombreros, se pretende que estas ideas están ganando terreno. Pero en una época de esnobismo como la nuestra, ¿quién sospecharía que esos satélites de la moda pudieran tener alguna idea en absoluto? El seguir durante algún tiempo a un determinado personaje se convierte en algo respetable; así que los frívolos pasan a ser seguidores de dicho personaje y a exhibir la vestimenta en cuestión. Pero, en cuanto a ideas, no sospecharíamos que personas así pudieran tener alguna; como tampoco soñarían ellas con atribuir conocimiento de las leyes de la perspectiva a más de una décima parte de las multitudes que asisten a la exposición de la Royal Academy. Es lo que marca la costumbre; de modo que todo aquel que tiene ropa para lucir y ocio para airear, va a exhibirlos; y quienes quieren estar a la moda –¿y quién no lo quiere?– avanzarán con los tiempos. De ahí que veamos a los tiempos avanzar también sobre el recinto sagrado del Nuevo Testamento, como si se tratara del suelo de la iglesia de St. Albans o el aula de algún catedrático universitario; y las mujeres arrastran sus colas y los petimetres pisotean con sus botas de vestir la autenticidad de esto o la autoridad de aquello o la inspiración de eso otro. Personas que no han oído nunca hablar de Strauss, de Bauer o de Tubinga, se muestran muy dispuestos a decir que nuestro Salvador no fue sino un hombre bien intencionado, con muchas faltas, y que cometió muchísimos errores. O que sus milagros, como los relata el Nuevo Testamento, fueron en parte imaginarios y en parte explicables por teorías naturales. O que la resurrección de Lázaro jamás ocurrió, ya que el Evangelio según S. Juan es una invención de principio a fin. O que la expiación es una doctrina que debe rechazarse por sangrienta e injusta. O que Pablo era un fanático que escribía irreflexivamente, y mucho de lo que lleva su nombre jamás lo escribió. Así se zarandea la Biblia con el cedazo de la crítica desde Génesis hasta el Apocalipsis; hasta que en la fe de la era en que vivimos –representada por esos supuestos líderes– no quedan sino unos pocos fragmentos inspirados aquí y allá.

Extracto tomado del libro: «Discursos a mis estudiantes» de C.H. Spurgeon

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