​Algunas personas asumen que todo tipo de música es apto para acompañar los cantos en el culto de adoración, ya que, supuestamente, este es un asunto que depende enteramente de factores subjetivos como el gusto, la cultura, etc. Pero ¿es realmente así?  
Permítanme comenzar con un principio general y es que en la adoración a Dios la música debe ser sierva de la letra, no al revés. Con esto quiero decir que la música en la iglesia no debe ser un fin en sí misma, sino que debe servirnos como un vehículo apropiado de expresión de la letra que cantamos, porque la música en sí misma no edifica, sino el contenido de nuestros cantos.

La Biblia enseña claramente que solo la verdad, comprensiblemente articulada, puede ser de edificación al creyente. Orando al Padre por Sus discípulos, en Jn. 17:17, dice el Señor Jesucristo: “Santifícalos en tu verdad, tu Palabra es verdad”. Es la verdad revelada la que santifica, no los acordes de un conjunto de instrumentos musicales. Consideremos por un momento 1Cor. 14:7-16:
“Ciertamente las cosas inanimadas que producen sonidos, como la flauta o la cítara, si no dieren distinción de voces, ¿cómo se sabrá lo que se toca con la flauta o con la cítara? Y si la trompeta diere sonido incierto, ¿quién se preparará para la batalla? Así también vosotros, si por la lengua no diereis palabra bien comprensible, ¿cómo se entenderá lo que decís? Porque hablaréis al aire. Tantas clases de idiomas hay, seguramente, en el mundo, y ninguno de ellos carece de significado. Pero si yo ignoro el valor de las palabras, seré como extranjero para el que habla, y el que habla será como extranjero para mí. Así también vosotros; pues que anheláis dones espirituales, procurad abundar en ellos para edificación de la iglesia. Por lo cual, el que habla en lengua extraña, pida en oración poder interpretarla. Porque si yo oro en lengua desconocida, mi espíritu ora, pero mi entendimiento queda sin fruto. ¿Qué, pues? Oraré con el espíritu, pero oraré también con el entendimiento; cantaré con el espíritu, pero cantaré también con el entendimiento. Porque si bendices sólo con el espíritu, el que ocupa lugar de simple oyente, ¿cómo dirá el Amén a tu acción de gracias? pues no sabe lo que has dicho” (1Cor. 14:7-16).

¿Cuál es el punto de Pablo en este pasaje de 1Corintios? Que es el entendimiento de la verdad lo que edifica. Aún en el caso de que una persona en la Iglesia de Corinto pudiera hablar en lenguas bajo el poder del Espíritu Santo, Pablo les dice que ese sonido no edificaría a nadie si las personas que están allí no entienden lo que se está hablando. ¡Y mucho menos lo hará una composición musical!

¿Qué debemos procurar, entonces, en nuestros cultos de adoración para que puedan ser edificantes? Que la verdad revelada de Dios pueda ser claramente expuesta al predicar, al orar, al leer y al cantar. Y la música que empleamos para acompañar nuestros cantos debe servir al cumplimiento de ese propósito. De ese principio general, ahora vamos a derivar algunas aplicaciones particulares o específicas.

La música no debe ocultar la letra

Si son las palabras que cantamos las que primariamente exaltan a Dios y edifican a los santos, de nada sirve que tengamos un hermoso sonido instrumental, si suena a un volumen tan alto que impide que el canto sea escuchado. John Blanchard dice al respecto:
“Es evidente que no hay evangelio en la música. Dios nos dio el evangelio en palabras y nada en la música debe distorsionar u oscurecer o, en modo alguno, relegar al trasfondo lo que la Biblia llama ‘la palabra verdadera del evangelio’ (Col. 1:5). Si el volumen o disonancia de la música son tales que las palabras no se pueden oír claramente, entonces toda la actuación es un ejercicio absurdo” (John Blanchard; El Rock Invade la Iglesia; pg. 156).
En 2Cro. 5:11-13 encontramos un dato interesante con respecto a la música instrumental. El autor sagrado nos dice que el día de la inauguración del templo de Salomón, había 120 sacerdotes tocando las trompetas, y los levitas cantores “estaban con címbalos y salterios y arpas.”

En 1Cro. 23:5 se nos dice que el número de levitas que tocaba estos instrumentos sumaban unos 4,000, que es la cantidad de músicos que David dejó instituida antes de su muerte.

Por otra parte, Flavio Josefo, el historiador judío, sugiere que había 200,000 cantores alabando al Señor en aquel día. Hoy sabemos que Josefo tenía la tendencia a abultar los números, pero aún si reducimos el coro a la mitad, el cuadro sigue siendo impresionante: 120 trompetas, 4,000 en la orquesta “con címbalos y salterios y arpas”, y 100,000 cantantes en el coro.
Ahora, noten algo muy importante: por más alto que haya sonado la orquesta aquel día, el sonido de los instrumentos tuvo que haber sido modesto en comparación con el sonido de las voces.

Aunque las trompetas eran 120, debemos tomar en cuenta que el volumen de los instrumentos musicales, tocados sin amplificación electrónica (como era el caso en aquellos días), no aumenta aritméticamente. Lo que queremos decir con esto es que 10 trompetas sonando al mismo tiempo no multiplican por 10 el sonido de una trompeta. El aumento es mínimo en realidad.

Así que las trompetas y los instrumentos de cuerda guiaban el canto, pero no lo apabullaban, como ocurre hoy día en muchas iglesias, donde las bandas de música cuentan con potentes amplificadores de sonido, de tal manera que no dejan oír la voz de los adoradores. La música nunca debe opacar la letra.

La música no debe distraernos de la letra

La música que es sierva de la letra no llama la atención de los adoradores sobre sí misma, sino que sirve de vehículo al mensaje que proclama. Cuando la música toma la preeminencia, no solo se convierte en un estorbo, sino que puede crear en los oyentes una sensación engañosa de adoración que no es otra cosa que un deleite estético.

Todos nosotros somos susceptibles de confundir una respuesta meramente estética con la verdadera emoción que se produce en el creyente cuando sabe que se encuentra ante la presencia de un Dios majestuoso y digno de temor reverente.

Por eso, cuando nos reunimos como iglesia debemos evitar todo aquello que pueda venir a ser una distracción del propósito supremo por el cual nos hemos congregado aquí: “Una sola cosa he demandado a Jehová, ésta buscaré; que esté yo en la casa de Jehová todos los días de mi vida, para contemplar la hermosura de Jehová y para inquirir en su templo” (Sal. 27:4).

Si nuestros cultos de adoración son una anticipación de la adoración celestial, entonces el foco de nuestra atención aquí en la tierra ha de ser la gloria del Señor Jesucristo que ahora vemos “como en un espejo”, dice Pablo en 2Cor. 3:18. Ninguna otra cosa debe levantar nuestros afectos como ese Cordero inmolado que ahora está sentado a la diestra de Dios. Él es el Rey del universo, lleno de hermosura y de majestad, al cual nuestras almas deben adorar en postrada admiración.

La música debe ser coherente con el mensaje que la letra expresa

Una de las advertencias que el Señor dio a Su pueblo, tanto en el AT como en el NT, es que tuvieran cuidado con la forma en que Él es adorado, porque la forma impacta el fondo (compare Deut. 4:15-19; Jn. 4:23-24).
Es la naturaleza de Dios lo que determina el modo como nosotros debemos adorarle, porque la forma como lo adoramos afecta nuestro entendimiento de quién y cómo es El.

Una adoración superficial y ligera sólo puede ser el producto de ideas superficiales y ligeras sobre el Ser de Dios; y esa ligereza en la adoración contribuirá a que otras personas tengan opiniones ligeras acerca de Él.
Déjenme ilustrar esto con la predicación. ¿Sería apropiado que un predicador, hable acerca de la condenación que los impíos sufrirán en el infierno por los siglos de los siglos, con una sonrisa en el rostro y en un tono casual y superficial? ¿O sería apropiado que un predicador proclame el amor y la misericordia de Dios para con los perdidos, dando alaridos desde el púlpito? Por supuesto que no sería apropiado; en tales casos la forma está contradiciendo el contenido.

Pues, de la misma manera, la música de la adoración debe ser coherente con el mensaje al que sirve de vehículo: coherente con la cosmovisión bíblica en general y coherente con la naturaleza del mensaje particular del himno que cantamos.

Algunas personas dicen que, dado que la iglesia de Cristo está compuesta por personas de todo pueblo, tribu, lengua y nación, la música de la adoración debe reflejar ese amplio abanico cultural. De lo contrario estaríamos cometiendo una especie de terrorismo cultural al imponer una cultura sobre otras. Pero eso no es así. El arte de una nación reflejará en alguna medida su cosmovisión. Y mientras más alejada esté una cosmovisión de la influencia del cristianismo, es más probable que sus manifestaciones artísticas sean más inadecuadas para expresar el mensaje de la Biblia.

John MacArthur dice al respecto: “Los ritmos pulsátiles de la música aborigen de África imitan las pasiones incansables y supersticiosas de su cultura y religión animista. La música de oriente es disonante y carece de resolución armónica, va con desatino de un lado al otro sin conexión ni destino, sin principio ni fin, así como sus religiones que van de un ciclo a otro de repeticiones interminables de existencias carentes de significado. Su música al igual que su destino, carece de resolución” (Efesios; pg. 320).
La música de la adoración debe reflejar orden, armonía, reverencia, sobriedad, gozo, esperanza, destino; porque solo así podrá servir de vehículo al mensaje de las Sagradas Escrituras. Una música inadecuada puede silenciar la letra o distorsionar su significado; la música adecuada la subraya. El carácter de la música debe ser coherente con el carácter del mensaje. Por eso es tan importante que los músicos que componen música para la adoración de la iglesia sean buenos músicos y buenos teólogos a la vez.

Paul T. Plew dice al respecto: “En 1 Crónicas 23, la Biblia dice que se asignaron treinta y ocho mil levitas al servicio en el templo. De ese número, cuatro mil eran apartados para el ministerio de la música.  En 1 Cron.25 dice que estos cuatro mil músicos levitas provenían de tres grandes familias: Asaf, Hemán y Jedutún. De estas familias salieron doscientos ochenta y ocho músicos talentosos que constituyeron el liderazgo instructor de los otros tres mil setecientos doce músicos levitas… Sabían teología, pero también sabían música. En 1 Cro 25:7 se dice de estos levitas que ‘ellos eran instruidos en el canto para Jehová, todos los aptos’. Primera Crónicas 15:22 dice que ‘Quenanías, principal de los levitas en la música, fue puesto para dirigir el canto, porque eran entendido en ello’” (Piense Conforme a la Biblia; pg. 209-210).

Así ha sido a través de toda la historia de la iglesia, excepto en las últimas décadas; y el resultado es más que evidente. “Tan extrema es la situación – dice Leonard Payton, que cualquiera que conozca media docena de acordes de una guitarra y pueda producir rimas para las tarjetas Hallmark se le considera calificado para ejercer este componente de ministerio de la Palabra (dirigir a la congregación en la alabanza) sin que tenga entrenamiento teológico” (Ibíd.; pg. 210-211).

No todo tipo de música es apropiado para la proclamación del evangelio y la exaltación de nuestro Dios tres veces Santo. El que nos sintamos bien con algún estilo musical en particular no quiere decir que esté bien. Así como la música puede comunicar intensas emociones que elevan el espíritu, así puede también apelar abiertamente a nuestra carne o atraerla del modo más sutil a la sensualidad y a la mundanalidad. El peligro es tan latente que no debemos cesar de orar por nosotros con el mismo celo y el mismo temor que Pablo mostró por los hermanos de Corinto: “Porque os celo con celo de Dios; pues os he desposado con un solo esposo, para presentaros como una virgen pura a Cristo. Pero temo que como la serpiente con su astucia engañó a Eva, vuestros sentidos sean de alguna manera extraviados de la sincera fidelidad a Cristo” (2Cor. 11:2-3).

© Por Sugel Michelén. Todo pensamiento cautivo.

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