Los libertinos apelaban generalmente a la infinita diferencia cualitativa entre Dios y el hombre y, por consiguiente, entre el Espíritu Santo y la letra muerta. Los pensamientos y revelaciones del Espíritu divino —decían— no pueden ser traducidos al sonido y al lenguaje humano. Lo inexpresable, pues, puede ser solamente dicho en forma de símbolos, por lo cual la Escritura puede ser estimada sólo como una aproximación simbólica falible a la Verdad divina. Calvino reconoce plenamente la diferencia infinitamente cualitativa entre Dios y el hombre; pero es precisamente por eso por lo que ha tendido un puente entre Su revelación y la Escritura por la inspiración del Espíritu que puede considerarse como un milagro. Así, Calvino recalca en uno de sus sermones sobre el libro de Deuteronomio: los creyentes tienen siempre que recordar que Dios no habló de acuerdo con Su naturaleza. Si hubiese hablado con su propio lenguaje, ¿qué mortal hubiese podido comprenderlo? ¡Ay, no! Pero ¿cómo es que nos ha hablado en la Sagrada Escritura? Se ha adaptado a nuestra reducida naturaleza como una niñera balbucea palabras a una criatura adaptándose a su nivel de entendimiento.
Así, Dios se ha adaptado a nosotros, ya que nunca hubiéramos estado en condiciones de comprender lo que Él dice, de no haberse aproximado a nosotros. Consecuentemente, El hace en mucho el papel de una niñera en la Escritura, ya que apenas si podemos darnos cuenta de Su alta majestad y a quien no podríamos tener otra forma de aproximarnos» (XXVI, 387). En su comentario a la Epístola a los Romanos 10:8 dice: «Pablo amonestó aquí a los creyentes para que guarden la Palabra de Dios. En el espejo de la Escritura ellos ven esos secretos de los cielos, que de otra forma, por su resplandor, les cegaría los ojos y ensordecería sus oídos y aterraría la propia mente. El fiel deduce de esto un considerable consuelo con respecto a la certidumbre de la Palabra, puesto que no puede por menos que descansar con toda seguridad en ella» (XLIX, 200). En su artículo contra los libertinos, Calvino habla con el mismo estilo: «Dondequiera que hablemos de los misterios de Dios, tenemos que tomar la Escritura como guía, adoptar el lenguaje que ella enseña y no excedernos de esos límites, ya que Dios conoce que nuestra mente no puede ascender tan alto como para comprenderle a Él si tuviese que emplear palabras dignas de Su majestad, y, por lo tanto, Él se adapta a nuestra pequeñez. Y como una niñera balbucea al infante, así El emplea un lenguaje especial hacia nosotros, de forma que podamos comprenderlo. Los sectarios exaltados, sin embargo, revierten el orden que Dios ha establecido (I Corintios 14:11), porque llenan el aire con el confuso sonido de sus voces o vagan por senderos perdidos que finalmente dejan la mente en una completa confusión. Los que revierten este orden no tienen otra intención que enterrar la verdad de Dios, porque sólo puede ser entendida en la forma en que Dios la ha revelado a nosotros. Los cristianos tienen que interrumpir los argumentos de los exaltados (fanáticos) diciéndoles: «Usad el lenguaje que el Señor nos enseña y que se utiliza en las Escrituras: o bien id a hablar a las piedras y a los árboles» (VE, 169).
Esta apreciación por la inspirada Palabra de Dios lleva a Calvino a oponerse al sacramentarismo y la exclusión de la Biblia del Catolicismo Romano, por un lado, y al místico individualismo de los libertinos por otro, resaltando enfáticamente el centralismo de la Palabra de Dios. «Todos deberían leerla y estudiarla como si fuese escrita, no con tinta, sino con la propia sangre del Hijo de Dios. Y cuando el Evangelio es predicado, la sagrada sangre de Cristo comienza a gotear» (LV, 115). «Así pues, Dios mismo nos habla en ella, porque es Su Palabra. Y Cristo está presente. Entonces, Su reino es construido y establecido» (XXVI, 245; XXVIII, 614).
Finalmente, hay una tercera razón de por qué Dios ha registrado permanentemente Su revelación inspirada por el Espíritu en la Sagrada Escritura. Nos referimos a la famosa declaración de Calvino: «El Señor ha juntado la certeza de su Palabra y su Espíritu de tal forma que nuestras mentes están debidamente llenas de reverencia por la Palabra cuando el Espíritu, brillando sobre ella, nos capacita para contemplar la faz de Dios, y de otra parte, abrazamos el Espíritu sin peligro de decepción cuando reconocemos a El en Su imagen, esto es, en Su Palabra» (I, ix, 3). En el Primer caso, Calvino está pensando en el testimonio del Espíritu Santo, y en el segundo, en el gran peligro de una apelación incontrolada al Espíritu.
Continúa habiendo, incluso hoy día, una bastante mala comprensión concerniente al punto de vista de Calvino sobre el testimonio del Espíritu Santo. Consecuentemente, precisamos llamar la atención hacia algunos conceptos erróneos sobre este punto. No es una revelación interna, separada y mística, teniendo un contenido material definido, como los católicos romanos han alegado frecuentemente. Calvino expresamente niega esto: El oficio del Espíritu no es dar nuevas y no oídas revelaciones o acuñar una nueva forma de doctrina por la que podamos ser separados de la doctrina recibida del evangelio, sino sellar en nuestras mentes la mismísima doctrina que el evangelio recomienda (I, ix, 1). El total contenido de la fe está tomado exclusivamente de la Escritura (III, i, 6). De acuerdo con otros, el testimonio del Espíritu Santo significa para Calvino una especie de conocimiento empírico. La renovación de la voluntad, la transformación de la vida, la certidumbre del perdón del pecado, la consolación en las pruebas y tentaciones y muchas otras experiencias son forjadas y nutridas por la Palabra de Dios por virtud de la actividad del Espíritu Santo, y de aquí el testimonio directo del Espíritu en la Biblia. Entonces, Calvino sería el último en denegar tales experiencias de salvación en el pueblo de Dios, y, con todo, no las identifica con el testimonio del Espíritu. Para clarificar su significado, Calvino emplea frecuentemente la siguiente ilustración: Nuestros ojos pueden ver a causa de la luz del sol; pero la luz del sol sólo nos aprovecha si tenemos el poder de la vista, capaz de recibir la luz. Nuestros oídos pueden oír los sonidos de la voz; pero sin el poder de oír, no oiríamos nada. Y así ocurre con el Espíritu, que nos da ojos para ver y oídos para oír. Ello ablanda nuestros endurecidos corazones y los conforma a la obediencia que es debida a la Palabra de Dios (IV, xiv, 9, 10). Cuando la Palabra de Dios es proclamada, es como un sol que brilla sobre todo; pero no sirve de nada al ciego.
En este sentido, todos nosotros somos ciegos por naturaleza, de forma que la Palabra de Dios no puede penetrar en nuestros corazones a menos que el Espíritu, el Maestro interno, por Su iluminación prepare el camino» (IH, i, 4; H, 34; cf. XXXII, 221-22, L. 49). Estos ejemplos aclaran el error tan ampliamente sostenido de que Calvino identifica el testimonio del Espíritu con el testimonio objetivo que viene a nosotros en la Palabra de Dios. De cara a la oposición romana, Calvino declara enfáticamente que la Palabra de Dios lleva una clara evidencia de su verdad en nuestro corazón, como el blanco y el negro hacen con el color o lo amargo y lo dulce al paladar (I, vii, 2). Pero ¿de qué nos serviría si fuésemos ciegos para los colores y estuviésemos desprovistos del sentido del paladar? La Palabra tiene que ser ampliamente suficiente para producir la fe. La Escritura lleva su propia evidencia y no puede ser sometida a pruebas y argumentos, poseyendo la total convicción con la cual debemos recibirla por el testimonio del Espíritu (I, vii, 5). Esta ceguera se extiende a todos los hombres, de forma tal que la totalidad de la doctrina de la salvación en la Escritura habría sido revelada en vano si Dios no iluminase nuestra mente por Su Espíritu. Así pues, el mensaje del evangelio puede ser comprendido sólo a través del testimonio del Espíritu Santo (XLIX, 341). El testimonio del Espíritu, por tanto, remueve esos obstáculos en forma de que nosotros, que estamos ciegos y constantemente en duda, estemos en condiciones de ver y tener seguridad; de esto es claramente evidente que el testimonio subjetivo de ningún modo está en conflicto con la actividad del Espíritu en la divina inspiración de la Escritura.
Las negaciones consideradas anteriormente también traen a colación las interpretaciones de Calvino del testimonium Spiritus sancti. Es la actividad del Espíritu de Dios por la cual los ojos de nuestra mente son abiertos a contemplar la majestad de la Palabra de Dios, y por la cual la Palabra es también sellada en nuestros corazones (III, i, 4; m, ü, 33, 36; IV, xiv, 9, 10). Así, la declaración de Hilario de Poitiers de que «sólo Dios es un testigo idóneo para Sí mismo, que es conocido sólo por Sí mismo», es completamente cierta (I, xii, 21). La Palabra de Dios está en concordancia con Su propia naturaleza, ya que es el testimonio objetivo del propio Dios en el mundo a través de la inspiración del Espíritu (LII, 382, 383).
Así como sólo Dios es un testigo idóneo para Sí mismo en Su propia Palabra, así esta Palabra no obtendrá una total aceptación en los corazones de los hombres hasta que esté sellada por el testimonio interior del Espíritu. El mismo Espíritu, por tanto, que habló por boca de los profetas tiene que penetrar nuestros corazones, con objeto de convencernos de que ellos entregaron fielmente el mensaje que les fue divinamente confiado (I, vii, 4). Moisés y los profetas no pronunciaron al azar lo que hemos recibido de su mano, sino que, impelidos por Dios, ellos hablaron valientemente y sin temor lo que era realmente verdadero, como si fuese la boca del Señor la que hubiera hablado. El mismo Espíritu, por lo tanto, que hizo que Moisés y los profetas estuvieran ciertos de su llamada, ahora también lo testifica a nuestros corazones, porque El los empleó como siervos para instruirnos (LII, 383). Iluminados por el testimonio del Espíritu, nosotros no creemos ya, bien por nuestro propio juicio o por el de otros, que las Escrituras son de Dios, sino que, en una forma superior al enjuiciamiento humano, tenemos una perfecta seguridad, tanto como si viéramos la divina imagen visiblemente impresa en ella, de que vino a nosotros por la instrumentalidad de los hombres, pero de la propia boca de Dios (I, vii, 5). Así, sólo Dios, de hecho, permanece como propio testigo de Sí mismo, y al mismo tiempo ha tomado buen cuidado para procurar la perfecta seguridad de la fe (I, vii, 4).
En el milagroso hecho de la inspiración por el Espíritu nosotros, sin embargo, también reconocemos el Espíritu en su imagen, es decir, en su Palabra. Los fanáticos constantemente afirmaban que era un insulto para el Espíritu el sujetar y constreñirle a la Escritura. Pero la adecuada respuesta de Calvino es: no hay nada injurioso en que el Espíritu Santo mantenga una perfecta semblanza en todo y sea en todos los aspectos sin variación consistente consigo mismo. Cierto que si estuviese sujeto a una pauta humana, angélica o de otra especie podría pensarse que estaba sujeto a cualquier subordinación o, si se prefiere, constreñido a algo; pero en cuanto El sólo puede compararse a Sí mismo, ¿cómo puede decirse que El puede resultar injuriado? Pero entonces se le trae a prueba, arguyen. Cierto, pero a la misma prueba por la que Él se complace en que Su majestad pueda ser confirmada. En esta prueba, que es necesaria para deshacer las estratagemas de Satán, que trata de introducirse bajo el nombre del Espíritu Santo, nosotros, sin embargo, sostenemos la piedra de toque que el propio Espíritu ha dado. El desea que nosotros le reconozcamos por la imagen que Él ha estampado en las Escrituras. Por lo tanto, no puede variar ni cambiar. Él es eternamente inmutable. Tal y como se ha manifestado una vez, así permanece perpetuamente. No hay nada en esto que le deshonre, a menos que pensemos que sería digno de El degenerar y revolverse contra Sí mismo (L, ix, 2).
El desacuerdo es posible sobre la cuestión de si nuestro tiempo y situación difieren mucho o poco del de la Reforma. Es cierto, sin embargo, que la iglesia de Cristo y los fieles en su medio estarán en condiciones de permanecer firmes si esta confesión profundamente religiosa de la inspiración de la Sagrada Escritura permanece como su inalienable posesión y conserva —en la forma tan aptamente indicada por Calvino— su significado central en su doctrina y vida y en sus pruebas y tentaciones.
Extracto del libro: Calvino, profeta contemporáneo. Título del
artículo: CALVINO Y LA INSPIRACIÓN DE LA ESCRITURA, por A. D. R. POLMAN