​La forma de iglesia fundada sobre los Apóstoles es el modelo de la verdadera iglesia, y cualquier desviación no puede ser más que un error. «Coloque ante sus ojos —escribe Calvino a Sadoleto— la antigua estructura de la iglesia y después contemple las ruinas que ahora quedan. El fundamento de la iglesia está en la doctrina, en la disciplina y en los sacramentos, y a la luz de todo esto tiene que ser constantemente juzgadala iglesia.»

Es evidente por sí mismo que las polémicas de Juan Calvino contra la iglesia católica de Roma fueron uno de los más importantes y esenciales aspectos de su labor. Tanto Martín Lutero como Juan Calvino se opusieron a la presunción de Roma de ser la única y verdadera iglesia de Jesucristo, y su obra reformadora estuvo dirigida contra esta pretensión. Si nos preguntamos contra qué estuvieron dirigidas específicamente las polémicas de Calvino, encontramos que, primero de todo, fue contra la cuestión de la autoridad de la iglesia. De acuerdo con Calvino, el acudir a la iglesia como tribunal último de apelación era una posición imposible de mantener. Ya en 1539 estuvo implicado en un conflicto con Sadoleto, quien había realizado esfuerzos para hacer que la iglesia de Ginebra se colocase de nuevo bajo los auspicios de la Madre Iglesia. El les conminaba a la reunión, pero la iglesia de Ginebra, por el contrario, se volvió hacia Calvino para que escribiese una respuesta: en ella el problema más profundo de la Reforma quedó consistentemente cristalizado.

Calvino indicó, primero de todo, que no era por honores personales que se había unido a la Reforma: «Si hubiera consultado con mi propio interés —dice—, nunca hubiera dejado su bando. No blasonaré ciertamente de que la decisión me fuera fácil. Nunca lo deseé y nunca podría haber dirigido mi corazón a buscarlo… Sólo esto confesaré, que no me habría sido difícil lograr el cumplimiento del deseo de mi corazón: concertar mi gusto literario con una situación algo honorable e independiente. En consecuencia, no temo que cualquier desvergonzado pueda objetarme que yo busco fuera del reinado del papa alguna ventaja personal que no tuviese a mano.»

Calvino se preocupó de otras cuestiones, especialmente el llegar al punto de fricción que era la autoridad de la iglesia. La cuestión en disputa no era la de una revolución, sino de un retorno a la iglesia que estuviese de acuerdo con la norma de la Palabra de Dios. Calvino replicó a Sadoleto que la Reforma intentaba renovar la antigua estructura de la iglesia que casi había sido destruida por el papa. La forma de iglesia fundada sobre los Apóstoles es el modelo de la verdadera iglesia, y cualquier desviación no podía ser más que un error. «Coloque ante sus ojos —escribe Calvino a Sadoleto— la antigua estructura de la iglesia y después contemple las ruinas que ahora quedan. El fundamento de la iglesia está en la doctrina, en la disciplina y en los sacramentos, y a la luz de todo esto es que la iglesia tiene que ser constantemente juzgada.»

Sadoleto hizo un llamamiento a la iglesia; pero Calvino preguntó: ¿Cómo puede ser reconocida la verdadera iglesia? Cuando Calvino fue acusado de romper la iglesia, replicó que su conciencia no le acusaba, puesto que «no es desertor quien levanta el estandarte del caudillo cuando otros huyen». Este rompimiento de la iglesia hirió profundamente a Calvino. «Yo siempre demostré mi celo por palabras y acciones en favor de la unidad de la iglesia.» A su juicio, la más grande calumnia contra la Reforma fue la acusación de haber desgarrado la esposa de Cristo: «Si tal cosa fuese verdad, entonces usted y todo el mundo podría considerarnos réprobos.»
Cuando Sadoleto recordó a Calvino el Día del Juicio y que tendría que dar cuenta de lo que había hecho a la iglesia, Calvino le recordó a él la tarea que tenía que ser llevada a cabo de un modo inmediato.

 La réplica de Calvino a Sadoleto se convirtió en el programa de su vida. También en sus Instituciones frecuentemente vuelve a su responsabilidad hacia la iglesia. Específicamente, Calvino se encaró con la gran amenaza de la iglesia. Roma enseñaba que la iglesia no podía errar, puesto que estaba guiada por el Espíritu Santo. Calvino recalcaba que la iglesia en todos sus aspectos y en todas sus fases estaba sujeta a la Palabra, y que el Espíritu Santo la guiaba sólo por medio de la Palabra. La iglesia no puede, por su simple apelación al Espíritu Santo, seguir con seguridad su propio camino sin la Palabra.

La salvaguardia de la iglesia contra el error, según Calvino, era la fijación de los límites de su sabiduría donde Dios había tenido a bien hablar. Así —con esta delimitación, en esta dependencia sobre la Palabra solamente— la iglesia «nunca se agitará con desconfianza ni vacilación, sino que descansará con fuerte certidumbre y constancia inconmovible. Confiando así en la amplitud de las promesas recibidas, tendrá un excelente fundamento para la fe, de tal forma que no puede dudar de que el Espíritu Santo la guía por el mejor camino y está siempre con ella» (Inst., IV, viii, 13).

Calvino creía que existía una guía a toda verdad. Había la seguridad para la iglesia contra toda herejía, pero esta seguridad no era una abstracción, sino una promesa que estaba en directo conflicto con cualquier independiente seguridad propia. Aquí encontramos el punto de vista de Calvino, que fue de tan decisivo significado en su conflicto con Roma porque dio el influjo de Calvino al curso de la iglesia en la historia.

Cuando Calvino discutió la seguridad de la iglesia, su puro y verdadero sendero a través de la historia, se propuso demostrar que su seguridad no podía nunca estar divorciada de la obediencia de la fe. Advirtió seriamente contra un aislado llamamiento al Espíritu Santo como un error que podría llevar a la iglesia a un gran peligro. «Ahora es fácil —decía Calvino— inferir cuan grande es el error de nuestros adversarios, que alardean del Espíritu Santo, pero no con otro propósito sino el de recomendar bajo Su nombre doctrinas extrañas e inconsistentes con la Palabra de Dios, aunque Su determinación fue el estar unido con la Palabra por un lazo indisoluble, y esto fue declarado por Cristo cuando prometió El mismo tal cosa a Su iglesia» (Inst., IV, viii, 13).

Este punto de vista es igualmente definitivo en el momento en que Calvino discutió el problema de autoridad en varias otras conexiones, por ejemplo, las de los concilios. La cuestión surgió en conexión con el pasaje de la Escritura que declara que donde dos o tres se reúnen en el nombre de Cristo, El estará en medio de ellos. El punto esencial de este texto era, de acuerdo con Calvino, «que Cristo estará en medio de un concilio sólo si está realmente reunido en Su nombre» (Inst., IV, ix, 2). Nunca puede la presencia de Cristo ser separada de la correlación que existe entre la fe y la obediencia que garantizan esta promesa del mismo Cristo. Cristo no prometió nada sino a aquellos que se reuniesen en Su nombre, y «el estar reunidos en Su nombre» no puede ser nunca considerado como una apelación formularia a Su «nombre», sino la implícita aceptación del nombre completo; o sea: la Palabra de Cristo expresada en Su revelación.

De esta forma, Calvino no luchó en absoluto en contra del hecho de que la iglesia de Jesucristo tuviese autoridad. No consideró el llamamiento de su vida como una monótona protesta contra la noción a que la iglesia había llegado, sino que buscó encontrar la seguridad de la iglesia sobre su inconmovible fundamento: la iglesia que está ligada a la Palabra de Dios. El no conoció «fases» santas en la historia de la iglesia que, aparte de la Palabra de Dios, tuviesen alguna intrínseca significación. La inseparabilidad del Espíritu Santo y la obediencia de la fe fueron el pensamiento dominante de Calvino. La acusación de que los gloriosos logros de la iglesia estuvieran necesariamente amenazados de subjetividad por la Reforma, porque se había dejado a la opinión privada aceptar o rehusar lo que los concilios habían decretado, no hizo ninguna profunda impresión sobre Calvino. Resaltó particularmente que tenemos que investigar y juzgar «de acuerdo con la norma de la Escritura. De hacerlo así, los concilios retendrían toda la majestad que les es debida, mientras que al mismo tiempo la Escritura mantendría su preeminencia de tal forma que todo quedaría sujeto a sus normas» (Inst., IV, ix, 8).

Calvino añadió inmediatamente que él aceptaba del mejor grado los antiguos Concilios de Nicea, Constantinopla, Efeso y Calcedonia, los que «nosotros recibimos con alegría y reverenciamos como sagrados, respetando sus artículos de la fe, ya que ellos no contienen sino la pura y natural interpretación de la Escritura».

Habiendo adoptado esta «sola ley inflexible», Calvino estuvo preparado para examinar en qué medida «la luz del verdadero celo de la piedad» era todavía apreciable en los últimos concilios. De paso, Calvino, en relación con el asunto de la autoridad de la iglesia, se refirió al bautismo de los recién nacidos como uno de los ejemplos que se citaban como prueba de que la tradición había influido en la teología de la Reforma. Calvino rechazó esta aserción. «Sería el más miserable recurso si para la defensa del bautismo de los infantes estuviéramos obligados a recurrir a la mera autoridad de la iglesia, pero será mostrado en otro lugar que el caso es muy diferente» (Inst., IV, viii, 16).

La apelación a la Escritura estuvo profundamente grabada en toda la teología de Calvino. Estaba convencido de que, ante cualquier defectuosa relación entre la Escritura y la iglesia, la herejía esparciría sus oscuras sombras difíciles de apartar, ya que la iglesia no podía continuar hablando con la debida autoridad. Pablo llamó a la prohibición de casarse engaño de los espíritus diabólicos, pues el Espíritu Santo declaró que el matrimonio era honorable para todos. Cuando más tarde se prohibió el matrimonio de los sacerdotes, la iglesia quiso que nosotros —continúa Calvino— lo considerásemos como verdadera y natural interpretación de la Escritura. Cualquiera que se atreviese a abrir la boca para lo contrario era condenado como un herético, «porque la determinación de la iglesia no tiene apelación» (Inst., IV, ix, 14; cf. IX, xii, 23).

«¡Sin más alta apelación!» Estas palabras resumen las polémicas de Calvino contra Roma. No hubo alabanza, ni gloria, ni historia de la iglesia que pudiese hacer tambalear las convicciones de Calvino. Su crítica podría ser interpretada como una ausencia de amor por la iglesia de Cristo; pero él nunca permitió que esta acusación le apartara de su punto básico: la iglesia bajo la Palabra. Recordó a Sadoleto lo que Pablo había dicho en II Tesalonicenses 2:4, donde predijo que el Anticristo colocaría su trono en medio del templo de Dios y recalcó la advertencia implicada en este pasaje: no permitirse ser confundido por la palabra «Iglesia». Lutero ya se había ocupado activamente de ese mismo pasaje de II Tesalonicenses. Vio en el papa el fiero antagonista del Evangelio. La cuestión que ya había jugado su papel en la Edad Media de si el papa era el Anticristo J mantuvo ocupado a Lutero. Los Artículos de Esmalcalda (luteranos) citaban a II Tesalonicenses 2:4, y ya en 1520 Lutero escribió contra «el toro del Anticristo». Ahora Calvino llama nuestra atención hacia esta palabra de Pablo. El peligro real del Anticristo no era simplemente una amenaza del mundo desde fuera, sino un peligro procedente desde dentro de la iglesia. El no vio en el papa el Anticristo como una persona, sino que descubrió el poder anticristiano en la totalidad del reinado de los papas.

En el templo de Dios, es decir, en la iglesia, el reino del Anticristo no anulará el nombre de Cristo; pero ejercerá influencia en la iglesia (Inst., IV, ii, 12); y si alguien adujese que esto fue una crítica maliciosa, Calvino replicó que el mensaje de Pablo estaba muy claro y puede significar solamente el antagonista papal, puesto que su tiranía fue de tal naturaleza «que no hace abolición del nombre de Cristo o de su Iglesia, sino que más bien abusa de la autoridad de Cristo y se esconde a sí mismo bajo el símbolo de la Iglesia como bajo una máscara» (Inst., IV, vii, 25). Calvino trata de la apostasía de II Tesalonicenses con intenso interés, como algo que robaría el honor de Dios.

Por esto Calvino rechazó la simple apelación a la autoridad de la iglesia cuando esta autoridad está divorciada de la pureza de la misma. Esta prueba fue de la más decisiva importancia para Calvino.

Es costumbre hablar de la Iglesia Romana como de una «iglesia autoritaria». En este respecto nosotros también podemos hablar de una «tensión de autoridad»2 que está en conflicto con la libertad individual. Pero esta «tensión de autoridad» no es seguramente la cuestión principal. Esta fue precisamente la perspicacia de Calvino en su conflicto con Roma, que no la culpó de abuso, sino de mala comprensión de la autoridad de la iglesia, y así mantuvo abierto el camino para un completo reconocimiento de la autoridad de la iglesia supeditada a la autoridad de la Palabra de Dios. Esto determinó su lucha contra la primacía de la sede papal. Discutió muchas cuestiones de menor importancia, pero su principal ataque lo encontramos en su bello capítulo respecto al poder de la iglesia. El intento de Calvino fue explicar la naturaleza del poder espiritual de la iglesia de acuerdo con la totalidad de la Sagrada Escritura. Este poder tiene que «permanecer dentro de ciertos límites con objeto de que no llegue a extenderse en todas direcciones de acuerdo con el capricho del hombre» (Inst., IV, viii, 2). Llamó la atención al hecho de que toda autoridad y dignidad no fueron dadas en un estricto sentido a las personas en sí, sino al ministerio para el que fueron designadas (Inst., IV, viii, 2). No fueron investidas con autoridad, sino en el nombre y Palabra del Señor. No solamente eran llamadas al ministerio, sino que «cuando eran llamadas al ministerio eran simultáneamente constreñidas a no proceder por sí mismas, sino que debían hablar por boca del Señor» (Inst., IV, viii, 2).

Existe ciertamente una autoridad a la que tienen que someterse; pero el propio Señor indicó cuáles condiciones tienen que ser cumplidas si tal sumisión debiera hacerse obligatoria. Calvino no había recibido. Este mismo requerimiento se aplicó en igual medida, esto en el caso de Moisés, los sacerdotes y los profetas. Los profetas fueron obligados a no hablar nada excepto lo que ellos daban a los Apóstoles. Fueron honrados con muchos e ilustres títulos: la luz del mundo; la sal de la tierra; tenían que ser oídos como si Cristo hablase por su boca, y lo que atasen sobre la tierra quedaría atado en los cielos y lo que desatasen en la tierra sería desatado en el Reino celestial (Inst.. IV, viii, 4). Pero aquí encontramos también esta condición: la obligación «de que si eran Apóstoles, no lo eran para exponer de acuerdo a su propio gusto, sino que tenían que entregar con estricta fidelidad los mandamientos de Aquel que los había enviado» (Inst., IV, viii, 4). «El poder de la iglesia, en consecuencia, no es ilimitado, sino sujeto a la Palabra de Dios y, además, incluido en ella» (Inst., IV, viii, 4).

Artículo de  G. C. BERKOUWER, publicado en el libro: «Calvino, profeta contemporáneo»

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