​Los gobernantes deben proteger los derechos de los ciudadanos, mientras que al mismo tiempo limitan su libertad para el bien común. Para ayudar a establecer y mantener tan deseable estado de cosas debe haber, según Calvino, una constitución escrita que ponga de manifiesto la organización política básica de la nación, que debería ser representativa, ordenando todo un sistema de comprobaciones y equilibrios.

​Nos podríamos preguntar, ¿corno es que Calvino, conocido en la historia principalmente como el teólogo de la Palabra, pudo haber aceptado los puntos de vista de los pensadores clásicos como Platón, Aristóteles, etc… ?  La respuesta está en que él creyó que el orden del gobierno civil era uno de los dones de Dios a los hombres por medio de pensamientos paganos que derivaban sus principios y prácticas de «la ley natural» (Gen. 4:20). Puesto que los escritores clásicos, la ley romana y los juristas medievales habían dejado escrito mucho de valor sobre el tema del gobierno, es natural que tuvieran que ser consultados y estudiados, aunque nunca fueron tomados como infalibles.

La razón de Calvino para aceptar lo que los paganos habían dicho respecto al gobierno estaba en que creía que los hombres, aunque caídos, tenían, por la gracia común de Dios, razón hasta ciertos límites, en lo concerniente a las cosas de este mundo. Con todo, porque no podían razonar adecuadamente y del modo más completo, debido a su ceguera causada por el pecado, para alcanzar una verdadera y adecuada filosofía del Estado todas las especulaciones y teorías de los pensadores paganos necesitaban ser contrastadas con las Sagradas Escrituras. Esto fue exactamente lo que Calvino intentó hacer. Tomando las ideas legales y políticas de los primeros tiempos, las sujetó a los principios básicos cristianos y produjo un sistema que en su esencia era nuevo. Unió a la política la fe y acción cristiana individual de una forma que produjo lo que equivalía a algo que se acercaba a una revolución en el pensamiento político de su época.

¿Por qué podrían ser llamadas revolucionarias estas teorías? No ciertamente porque favoreciesen la anarquía o el despotismo, ya que tomó una posición en cierto modo existente entre estos dos polos opuestos. Y, con todo, la suya no fue meramente una filosofía «a medio camino», porque en ella yacía el principio revolucionario de la soberanía del Dios trino y uno. Así, cuando Friederich Heer (Europáische Geistegeschichte, pp. 374 ff) declara que Calvino tomó la totalidad de la íntima dimensión del hombre como el fundamento de su pensamiento político, comete una equivocación. No es el hombre, ni la iglesia, como algunos de los pensadores medievales habrían sostenido, sino el propio Dios, hablando por Su Palabra y por Su Espíritu, quien constituye el fundamento del Estado de Calvino. Y esto aportó una nueva dimensión al pensamiento político occidental.

Cuando Calvino piensa en términos del Dios soberano trino y uno, no trata con una eterna abstracción. No sólo estuvo Dios eternamente concretizado, si se permite esta expresión, en las mutuas y eternas relaciones de las tres personas de la Trinidad, sino que Dios se ha manifestado exteriormente a Sí mismo en Sus obras de creación y providencia. Dios se revela a Sí mismo a través de la naturaleza y la historia en todos sus aspectos. Yendo incluso más lejos, sin embargo, Calvino también resalta el hecho de que en la obra del plan de la redención Dios ha hablado directamente, dando al hombre una especial revelación de Sí mismo y de Su voluntad para la justificación y la santificación. Al tratar con el pensamiento político de Calvino no hay que perder de vista que éstas son las premisas fundamentales y básicas a las que él sujetó todas las ideas sobre la naturaleza del estado, sobre las cuales construyó toda su estructura.

A diferencia de los juristas romanos, tales como Quintiliano, Calvino no comienza por aceptar la idea de que el Estado es el creador del derecho o de la justicia. El insiste, más bien, que todas las ideas humanas de lo justo y lo injusto, del derecho y la equidad han sido implantadas en su corazón por Dios. De esta forma, todas las buenas leyes que tienen la equidad, como objetivo, son el resultado de la «ley natural» grabada por Dios en la conciencia del hombre (Inst., IV, xx, 14; I Tim. 2:3). De este modo el concepto humano de la justicia tiene sus raíces en el mismísimo ser del propio Dios; y aunque el pecado ha distorsionado la imagen del juicio humano, la idea de la justicia expresada en la ley de la naturaleza todavía permanece, aunque parcialmente oscurecida. Dios, sin embargo, no ha dejado al hombre con un defectuoso conocimiento de la ley de la naturaleza, ya que El ha mostrado claramente sus principios y aplicaciones en la Biblia, particularmente en el Decálogo, que es una «declaración de la ley natural de la conciencia… grabada por Dios en la mente de los nombres» (Inst., IV, xx, 16). La conciencia del hombre iluminada por las Escrituras tiene que formar la base de todo sistema legislativo.

Con todo, incluso esta revelación bíblica objetiva no es suficiente para que la ley y la justicia reinen en la sociedad. En vista de la pecadora ignorancia del hombre y su voluntaria desobediencia, los gobiernos tienen que decretar, promulgar e imponer estrictamente aquellos estatutos que incorporen los principios de la justicia. Esta es la tarea divinamente asignada al estado. Calvino insistió en que el advenimiento del pecado en la creación planteó una amenaza a la vida, a la libertad y al propio uso del universo material, una amenaza que pudo ser refrenada sólo por la actuación del propio Dios como juez. Para este fin El ha creado el es¬ado político en el cual el magistrado viene a ser Su representante para la ejecución de la justicia (Ex. 18:15, 22:28; Deut. 16:18). El magistrado, no obstante, no tiene un poder arbitrario, ya que aunque tenga el poder de infligir castigos, está siempre ligado por la básica ley o constitución llamada «ley natural» de Dios, expresada formalmente de acuerdo con las necesidades físicas y psicológicas del país (Inst., IV, xx, 9; Ex. 18:8). Así que la justicia de Dios es el propósito último del Estado, sea cualesquiera su forma, para que la justicia de Dios aporte la paz y la libertad a la sociedad.

El Estado, por otra parte, no está simplemente compuesto por magistrados. Calvino nunca perdió de vista al ciudadano común que no puede ser separado de los que tienen el mandato. El ciudadano ordinario tiene la primordial responsabilidad de la obediencia, aunque sus gobernantes sean malos, puesto que Dios los ha colocado en sus posiciones de autoridad. Esto significa que los ciudadanos no están solamente para obedecer las leyes, sino también para pagar los tributos y, si es preciso, luchar, al mando de los que gobiernan, para la defensa del territorio y el país. Si el que gobierna ordena algo que no es recto y justo, los ciudadanos tienen que orar para su conversión, rehusar obedecer las malas órdenes, sin importarles las consecuencias; pero nunca resistirse mediante la rebelión (Inst., IV, xx, 23 f; Ex. 22:28; Dan. 6:22 f; Hechos 23:5). Desde sus corazones tienen que reconocer que el magistrado es el instrumento de Dios.

Algunos han creído que, a causa de este énfasis en la obediencia, Calvino es amigo de los dictadores. Calvino, sin embargo, recalca igualmente otro aspecto del gobierno. Ninguna autoridad política ni eclesiástica puede legalmente doblegar la conciencia, porque sólo Dios es el Señor. Esto quiere decir que ningún gobernante civil puede exigir a un ciudadano que haga entrega de su libertad: religiosa, económica y social, o de la situación en la vida que Dios le haya conferido. El súbdito tiene derechos divinamente ordenados que el magistrado tiene que respetar escrupulosamente, así como el súbdito ha de respetar al magistrado. De aquí se desprende una situación que no permite ni que haya anarquía ni despotismo bajo Dios.

La pauta total del pensamiento político de Calvino va unida a su concepto de la alianza de pacto. Un número bastante grande de los que han escrito sobre la visión de Calvino en cuanto al Estado, o bien han ignorado totalmente esta idea, o la han considerado simplemente como un elemento entre muchos, sosteniendo que el pacto político como principio fundamental de gobierno es invención de los calvinistas de una generación más tarde. Sin embargo, para el que esto escribe, el concepto de alianza o pacto es en verdad el fundamento para la completa comprensión de Calvino en cuanto al Estado. La idea platónica de que la ley derivada del orden divino es el cemento que mantiene unido al estado, la visión medieval de que gobernantes y gobernados están juntamente enlazados por un mutuo contrato y, por encima de todo esto, el ejemplo bíblico de la alianza de Israel con Dios le llevan a adoptar esta interpretación. Esto queda de manifiesto en sus sermones sobre I Samuel (1561), por sus muchos otros comentarios esparcidos y en particular por su insistencia de que los ciudadanos de Ginebra deberían estar todos unidos en una alianza política que sostuviera a la vez el gobierno de la ciudad y las ordenanzas eclesiásticas. El gobierno político ideal sería una especie de alianza divina y humana.

De esto se puede ver que para Calvino la alianza instituida por Dios entre El mismo, los magistrados y el pueblo de un Estado es la más básica institución política. La ley fundamental de la sociedad, como una especie de constitución, tanto si está escrita o no, forma el material de la alianza y debe, hasta un cierto grado, estar basada en las dos tablas de la ley divina (Ex. 28:12; Inst., TV, xx, 14, 15). Por esta razón, aunque ellos no lo reconozcan, existe entre los gobernantes y el pueblo de un Estado, por virtud de su mutua alianza, una obligación a la vista de Dios para tratarse uno a otro en justicia, equidad y rectitud (Rom. 13:1 f). Los magistrados son la ley viviente a quienes el pueblo tiene que dar justo honor y obediencia, y, a su vez, los magistrados tienen ellos mismos que obedecer muy cuidadosamente la ley (Deut. 17:14 f; I Timoteo 2:3).     Aquí existe un nuevo tipo de constitucionalismo, no forzado por las manos de un monarca, como ocurre en la Carta Magna, ni dictado por una iglesia supranacional, sino un constitucionalismo basado sobre la voluntad creadora y decreto de Dios. Esta fue, tal vez, una de las más grandes contribuciones de Calvino al pensamiento político.

Se puede objetar, por supuesto, que hay muchos estados en los cuales esta alianza no es reconocida. Calvino lo reconocía muy bien; con todo, afirmaba que la alianza existe por implicación, ya que Dios ha establecido la magistratura para gobernar sobre el pueblo que tiene que obedecer. Si esta alianza no existe en absoluto en un Estado, el resultado no puede ser otro que el declive de la democracia en anarquía, de la aristocracia en autocracia, y de la monarquía en tiranía. Fue esta tiranía en la que cayeron inevitablemente los gobiernos irresponsables de un Darío, un Herodes o un Francisco I, y que él siempre temió (Deut. 17:14 f; Dan. 6:17 ff; Mat. 14:3 ff). Algunas de sus más severas denuncias están dedicadas a los reyes. Con todo, incluso con esta oposición, * particularmente contra una monarquía universal y hereditaria, nunca pierde de vista el hecho de que en cierta medida el pacto político divino continúa existiendo, ya que «no hay tiranía que no contribuya en algunos aspectos a la consolidación de las sociedades humanas». Puesto que los monarcas mantienen su dignidad por ordenación de Dios, el pueblo tiene que obedecerles. Al mismo tiempo, no obstante, los monarcas dependen del pueblo para su gobierno continuado (Rom. 13:1 ff). Así, incluso en un estado completamente pagano el pacto o alianza aún existe, aunque no externamente visible.

El pacto queda manifestado mucho más claramente en un Estado constitucional, ya que en él los mutuos deberes y responsabilidades de gobernantes y gobernados están debidamente reconocidos. Aquí los gobernantes protegen los derechos de los individuos y ciudadanos, mientras que al mismo tiempo limitan su libertad para el bien común. Para ayudar a establecer y mantener tan deseable estado de cosas debe haber, según Calvino, una constitución escrita que ponga de manifiesto la organización política básica de la nación, que debería ser representativa, ordenando todo un sistema de comprobaciones y equilibrios.

Sobre esta base, Calvino favorece el gobierno mediante una «aristocracia», no de riqueza, sino de virtud) elegida por el pueblo (Ex. 18:13-25). Ya que no deberíamos ser «obligados a obedecer a toda persona que pueda ser tiránicamente puesta sobre nuestras cabezas, y nadie pueda gobernar sino el que haya sido elegido por nosotros» (Deut. 1:13). En semejante estado constitucional deberían estar siempre personas que, a semejanza de los Estados Generales de Francia del Parlamento de París, sean responsables de la protección del pueblo contra cualquier ambición desmedida del tirano. Este cuerpo, porque es oficial y parte de la maquinaria constitucional, tiene el derecho a resistir la opresión e incluso a derrocar al monarca (Inst., IV, xx, 31). Tal acción no es prerrogativa del ciudadano privado, sino de aquellos cuya responsabilidad es ver que las condiciones de la alianza (divina) se cumplan en la constitución del Estado.

Con todo, incluso en un tal estado constitucional la verdadera naturaleza de la alianza política puede muy bien permanecer desconocida. Las obligaciones de la alianza y sus responsabilidades deben ser aceptadas y cumplidas por el cristiano, aun individual, cuando la influencia cristiana está descuidada o no existente. Pero tan sólo cuando la iglesia es verdaderamente el alma del Estado, y la alianza de Dios es abiertamente reconocida y obedecida, se encuentra un que puede llamarse propiamente digno de tal alianza. En tal Estado tanto los magistrados como los ciudadanos reconocen que sus responsabilidades dependen unos de otros y subordinan su obediencia a Dios (Rom. 13:5 f). Así, para Calvino, el solo y verdadero ciudadano «demócrata» es el cristiano, porque el sólo reconoce que el Señor del gobierno político, lo mismo que de la iglesia, es Cristo.

Extracto del libro «Calvino profeta contemporáneo»  por W. Standford Reid

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