Un viajero del viejo continente europeo, al desembarcar en las orillas del Nuevo Mundo, siente como dice el salmista, que «Sus pensamientos se amontonan sobre él como una multitud.» En comparación con los remolinos de las aguas de vuestro nuevo río de vida, el río viejo en el cual se estaba moviendo parece casi congelado y opaco; y aquí, en suelo americano, se da cuenta por primera vez de tantas potencias divinas, que estaban escondidas en el seno de la humanidad desde nuestra misma creación, pero que nuestro viejo mundo era incapaz de desarrollar, y que ahora empiezan a revelar su esplendor interior, prometiendo un tesoro todavía más rico de sorpresas para el futuro.
Sin embargo, no me pedirán olvidar la superioridad que el Viejo Mundo todavía puede reclamar, en muchos aspectos, ante vuestros ojos, como también ante los míos. La vieja Europa lleva aun ahora un pasado histórico más largo, y por tanto está delante de nosotros como un árbol arraigado más profundamente, escondiendo entre sus hojas algunos frutos más maduros de la vida. Vosotros estáis todavía en primavera; nosotros hemos pasado nuestro otoño; ¿y no tiene la cosecha del otoño un encanto particular?
Pero aunque, por otro lado, yo admito completamente la ventaja que tienen ustedes por el hecho de que el tren de la vida viaja con Uds. tanto más rápidamente que con nosotros, dejándonos millas y millas atrás, – siempre sentimos ambos que la vida en la vieja Europa no es algo separado de la vida de aquí; es la misma corriente de la existencia humana que fluye por ambos continentes.
Por nuestro origen común, ustedes podrían llamarnos hueso de vuestros huesos, nosotros sentimos que ustedes son carne de nuestra carne, y aunque Uds. nos sobrepasan de la manera más desalentadora, Uds. nunca olvidarán que la cuna histórica de vuestra juventud maravillosa se encontraba en nuestra vieja Europa, y que fue mecida muy tiernamente en mi entonces poderosa patria.
Además, aparte de esta herencia común, hay otro factor que, frente a una diferencia aún más grande, continuaría uniendo vuestros intereses y los nuestros. Mucho más precioso para nosotros que el desarrollo de la vida humana, es la corona que la ennoblece, y esta noble corona de la vida para Uds. y para nosotros se encuentra en el nombre de «cristiano». Esta corona es nuestra herencia común. No fue de Grecia o Roma de donde se originó la regeneración de la vida humana, porque esta metamorfosis poderosa data de Belén y del Calvario; y si la Reforma, en un sentido más específico, reclama el amor de nuestros corazones, es porque ella despejó las nubes del sacerdotalismo, y reveló nuevamente a plena vista las glorias de la cruz. Pero, en oposición mortal contra este elemento cristiano, contra el mismo nombre de cristiano, y contra su influencia saludable en cada esfera de la vida, la tormenta del modernismo se ha levantado ahora con una intensidad violenta.
En 1789 llegó el momento crítico. El grito loco de Voltaire, «¡Aplasten al infame!», apuntaba a Cristo mismo, pero este grito era solamente la expresión del pensamiento más escondido del cual se originó la Revolución Francesa. El grito fanático de otro filósofo, «Ya no necesitamos a ningún dios», y el shibbolet odioso: «Ningún dios, ningún maestro» de la Convención; – estas eran las consignas sacrílegas que en aquel tiempo proclamaban la liberación del hombre como una emancipación de toda autoridad divina. Y si en su sabiduría impenetrable, Dios empleó la revolución como un medio para volcar la tiranía de los borbones, y para traer un juicio sobre los príncipes que abusaron de Sus naciones como el estrado de los pies de ellos, sin embargo, el principio de aquella revolución permanece enteramente anticristiana, y se ha extendido desde entonces como un cáncer, disolviendo y minando todo lo que era firme y consistente ante nuestra fe cristiana.
No hay duda entonces de que la cristiandad está en grandes y serios peligros. Dos cosmovisiones están luchando uno con el otro, en combate mortal. El modernismo tiene que edificar un mundo propio desde los datos del hombre, y tiene que construir al mismo hombre desde los datos de la naturaleza; mientras, por el otro lado, todos aquellos que reverentemente doblan las rodillas ante Cristo y le adoran como el Hijo del Dios viviente, y ante Dios mismo, se afanan por salvar la «herencia cristiana». Esta es la lucha en Europa, esta es la lucha en América, y esta es también la lucha por los principios en los cuales mi propio país está involucrado, y por los cuales yo mismo he estado gastando toda mi energía por casi cuarenta años.
En esta lucha, la apologética no nos ha hecho avanzar ni un solo paso. Los apologistas empezaron invariablemente con abandonar el parapeto asaltado, para atrincherarse cobardemente detrás de él.
Desde el principio, por tanto, me dije a mí mismo: Si la batalla debe ser peleada con honor y con una esperanza de victoria, entonces un principio tiene que ser levantado contra un principio; entonces debemos sentir que en el modernismo nos asalta la gran energía de una cosmovisión que abarca todo; entonces tenemos que entender también que tenemos que fundamentarnos en una cosmovisión de igual poder y alcance amplio. Y esta poderosa cosmovisión no la necesitamos inventar ni formular nosotros mismos, sino tenemos que tomar y aplicarla tal como se presenta a sí misma en la historia. Tomado así, yo encontré y confesé, y sigo manteniendo, que esta manifestación del principio cristiano nos es dada en el calvinismo. En el calvinismo, mi corazón encontró descanso. Del calvinismo saqué la inspiración para asumir mi posición, firme y resueltamente, en medio de este gran conflicto de principios. Y por tanto, cuando fui invitado muy honorablemente por vuestra facultad para dar las «exposiciones Stone» de este año, no pude vacilar ni un momento en cuanto a mi elección del tema «Calvinismo», como la única defensa decisiva, legal y consistente para las naciones protestantes en contra del modernismo penetrante y abrumador.
Permítanme, por tanto, en seis exposiciones, hablarles acerca del calvinismo.
1. Sobre el calvinismo como una cosmovisión;
2. sobre el calvinismo y la religión;
3. sobre el calvinismo y la política;
4. sobre el calvinismo y la ciencia;
5. sobre el calvinismo y las artes;
6. sobre el calvinismo y el futuro.
Esto es lo que iremos desarrollando en los siguientes artículos.
Estas exposiciones fueron presentadas en la Universidad de Princeton en el año 1898 por Abraham Kuyper (1837-1920) quien fue Teólogo, Primer Ministro de Holanda, y fundador de la Universidad Libre de Ámsterdam.