Mi tercera exposición deja atrás el santuario de la religión y entra en el dominio del Estado – la primera transición del círculo sagrado al campo secular de la vida humana. Solo ahora, entonces, procedemos de manera sumaria y principal a combatir la sugerencia no histórica de que el calvinismo represente un movimiento exclusivamente eclesiástico y doctrinal.
Desde los extremos de la tierra, Dios cita a todas las naciones y pueblos ante Su trono de juicio. Dios creó las naciones. Ellas existen para Él. Ellas son Su propiedad. Y por tanto, todas estas naciones, y en ellas la humanidad, tienen que existir para Su gloria y consecuentemente según Sus ordenanzas, para que en su prosperidad, cuando ellas caminen según Sus ordenanzas, Su sabiduría divina se haga visible.
El impulso religioso del calvinismo colocó también debajo de la sociedad política un concepto fundamental, suyo propio, porque no solamente cortó las ramas y limpió el tronco, sino alcanzó hasta la misma raíz de nuestra vida humana.
El hecho de que tuvo que ser así se hace evidente para cualquiera que se dé cuenta de que nunca se hizo dominante ningún esquema político que no hubiera sido basado en algún concepto religioso o anti-religioso específico. Y que este fue el caso en el calvinismo, se hace aparente en los cambios políticos que causó en estos tres países históricos de la libertad política, en los Países Bajos, en Inglaterra y en los Estados Unidos.
Todo historiador competente sin excepción confirmará las palabras de Bancroft: «El fanático del calvinismo era un fanático de la libertad; pues en la guerra moral por la libertad, su credo era parte de su ejército, y su aliado más fiel en la batalla.» Y Groen van Prinsterer lo expresó así: «En el calvinismo está el origen y la garantía de nuestras libertades constitucionales.» – Que el calvinismo llevó las leyes públicas por nuevos caminos, primero en Europa Occidental, después en dos continentes, y hoy más y más entre todas las naciones civilizadas, esto es admitido por todos los científicos, aunque no plenamente por la opinión pública.
Pero para mi propósito, no es suficiente solamente nombrar este hecho importante.
Para que se perciba la influencia del calvinismo en nuestro desarrollo político, tenemos que demostrar cuáles son los conceptos políticos fundamentales para los cuales el calvinismo abrió la puerta, y cómo estos conceptos políticos surgieron de su principio raíz.
Este principio dominante no era, soteriológicamente, la justificación por fe, sino en el sentido cosmológico más amplio, la soberanía del Dios Trino sobre el cosmos entero, en todas sus esferas y reinos, visibles e invisibles. Una soberanía primordial que irradia a la humanidad en una triple soberanía derivada:
1. la soberanía en el Estado,
2. la soberanía en la sociedad, y
3. la soberanía en la iglesia.
Permítanme argumentar sobre este asunto en detalle, señalando cómo esta triple soberanía fue entendida por el calvinismo.
La soberanía en el Estado
Primero, una soberanía derivada en esta esfera política que definimos como el Estado. Y después admitimos que el impulso para formar estados surge de la naturaleza social del hombre, que ya fue expresada por Aristóteles cuando llamó al hombre un zoon politikon. Dios podría haber creado a los hombres como individuos desconectados, parados lado a lado y sin coherencia genealógica. Así como Adán fue creado de manera individual, Dios podría haber llamado en existencia individualmente al segundo, tercero, y a cada subsiguiente hombre; pero no lo hizo así.
El hombre es creado del hombre, y por su nacimiento es unido orgánicamente con la raza entera. Juntos formamos una sola humanidad, no solamente con los que viven ahora, sino también con todas las generaciones antes de nosotros y con todos aquellos que vendrán después de nosotros. Toda la raza humana es de una sola sangre. El concepto de estados, sin embargo, que subdividen la tierra en continentes, y cada continente en pedazos, no armoniza con esta idea. La unidad orgánica de nuestra raza se realizaría políticamente solamente si un solo Estado podría abarcar todo el mundo, y si la humanidad entera sería asociada en un solo imperio mundial. Si el pecado no hubiera intervenido, sin duda esto hubiera sido así. Si el pecado, como fuerza desintegrante, no hubiera dividido la humanidad en diferentes secciones, nada hubiera perjudicado la unidad orgánica de nuestra raza. Y el error de los Alejandros, y de los Augustos, y de los Napoleones, no fue el que sintieron el encanto de la idea de un solo imperio mundial; su error fue que se lanzaron a realizar esta idea a pesar de que la fuerza del pecado había disuelto nuestra unidad.
De manera parecida, los esfuerzos internacionales cosmopolitas de la democracia social del presente, en su concepto de unión, son un ideal que en este momento nos encanta, pero intentan alcanzar lo inalcanzable porque tratan de realizar este ideal sublime y sagrado ahora, en un mundo de pecado. Sí, e incluso la anarquía, el intento de deshacer todas las conexiones mecánicas entre los hombres y toda la autoridad humana, y de animar el crecimiento de un nuevo lazo orgánico que surja de la misma naturaleza – yo digo, todo esto es solamente el mirar atrás hacia un paraíso perdido.
De hecho, sin el pecado no hubiera habido ni un gobierno ni un orden de estado; sino la vida política entera se hubiera evolucionada de forma patriarcal, desde la vida de la familia. Ni jueces ni policía, ni ejército ni marina, son concebibles en un mundo sin pecado; y por tanto toda regla y ordenanza y ley desaparecería, así como todo control y poder del magistrado, si la vida se desarrollara de manera normal y sin obstáculo desde su impulso orgánico. ¿Quién venda, donde nada es fracturado? ¿Quién usa muletas, cuando sus miembros están sanos?
Por tanto, toda formación de Estado, todo poder del gobierno, todo medio mecánico de forzar un orden y de garantizar un rumbo sano de la vida es siempre algo poco natural, algo contra lo cual las aspiraciones más profundas de nuestra naturaleza se rebelan; y que en este mismo momento podría convertirse en la fuente de un terrible abuso de poder por parte de aquellos que lo ejercen, y de una revolución continua de parte de las multitudes. Esto originó la batalla de todos los tiempos entre autoridad y libertad, y en esta batalla fue la sed innata por la libertad, dada por Dios mismo, la que frenó la autoridad dondequiera que se convirtió en despotismo. Y así, todo concepto verdadero de la naturaleza del Estado y de la autoridad del gobierno, y todo concepto verdadero del derecho y deber del pueblo a defender la libertad, depende de lo que el calvinismo puso al frente en este asunto, como la verdad primordial – que Dios instituyó el gobierno, por causa del pecado.
En este pensamiento están escondidos tanto el lado luminoso como el lado oscuro de la vida del Estado. El lado oscuro, porque esta multitud de estados no debería existir; debería haber un solo imperio mundial. Estos gobiernos gobiernan mecánicamente y no armonizan con nuestra naturaleza. Y esta autoridad del gobierno se ejerce por hombres pecaminosos, y por tanto es sujeta a todo tipo de ambiciones despóticas. Pero también el lado luminoso, porque una humanidad pecaminosa, sin una división en estados, sin ley y sin gobierno, sería un verdadero infierno en la tierra; o por lo menos una repetición de lo que existía en la tierra cuando Dios hundió la primera raza degenerada en el diluvio. Por tanto, el calvinismo, con su concepto profundo del pecado, descubrió la verdadera raíz de la vida del Estado, y nos enseñó dos cosas: Primero, que recibamos con gratitud, de las manos de Dios, la institución del Estado con su gobierno, como un medio de conservación que por ahora es indispensable. Y por el otro lado también que, con nuestro impulso natural, tenemos que vigilar siempre contra el peligro que acecha contra nuestra libertad personal, en el poder del Estado.
Pero el calvinismo hizo más que esto. En la política nos enseñó también que el elemento humano – el pueblo – no debe ser considerado como el objetivo principal, de manera que a Dios solamente se le llama para que ayude a este pueblo en la hora de su necesidad; sino al contrario, que Dios, en Su Majestad, tiene que brillar ante los ojos de toda nación, y que todas las naciones juntas son consideradas por El solo como una gota en el balde o como el polvo en la balanza. Desde los extremos de la tierra, Dios cita a todas las naciones y pueblos ante Su trono de juicio. Dios creó las naciones. Ellas existen para Él. Ellas son Su propiedad. Y por tanto, todas estas naciones, y en ellas la humanidad, tienen que existir para Su gloria y consecuentemente según Sus ordenanzas, para que en su prosperidad, cuando ellas caminen según Sus ordenanzas, Su sabiduría divina se haga visible.
Entonces, cuando la humanidad se divide por el pecado, en una multitud de pueblos separados; cuando el pecado, en el seno de estas naciones, separa a los hombres y los aleja uno del otro, y cuando el pecado se revela en todas las maneras de vergüenza e injusticia – la gloria de Dios exige que estos horrores sean frenados, que el orden regrese a este caos, y que una fuerza coactiva desde afuera se establezca para que la sociedad humana sea posible.
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Este documento fue expuesto en la Universidad de Princeton en el año 1898 por Abraham Kuyper (1837-1920) quien fue teólogo, Primer Ministro de Holanda, y fundador de la Universidad Libre de Ámsterdam.