Aquel que no ha nacido de nuevo no puede tener un conocimiento substancial del pecado, y el inconverso no puede tener la certeza de la fe; el que no tiene el testimonio del Espíritu Santo no puede creer en las Sagradas Escrituras, y todo esto en acuerdo con el dicho de Cristo mismo: "A menos que un hombre nazca de nuevo, no puede ver el reino de Dios", y también en acuerdo con el dicho del apóstol: "El hombre natural no recibe las cosas del Espíritu de Dios".

​Si este es el carácter del conflicto agudo e inevitable, entonces he aquí la posición inconquistable que el calvinismo nos señala en esta lucha. No se mantiene ocupado con apologías inútiles; no convierte la gran batalla en una escaramuza acerca de uno de los resultados menores, sino vuelve inmediatamente a la conciencia humana desde la cual cada científico tiene que partir como su conciencia. Esta conciencia, justamente por causa del estado anormal de las cosas, no es la misma en todos. Si la condición normal de las cosas no hubiera sido quebrantada, la conciencia emitiría el mismo sonido en todos; pero este no es el caso. En algunos, la conciencia del pecado es muy fuerte, en otros es débil o completamente ausente. En algunos, la certeza de la fe habla con decisión y claridad como resultado de la regeneración, otros ni siquiera comprenden lo que es. En algunos, el Testimonium Spiritus Sancti resuena a voz alta, mientras otros declaran que nunca escucharon su testimonio. Ahora, estos tres, la conciencia del pecado, la certeza de la fe y el testimonio del Espíritu Santo, son elementos constituyentes en la conciencia de cada calvinista. Sin estos tres, no tiene conciencia de sí mismo. El normalista desaprueba esto, y por tanto intenta imponernos su conciencia, y exige que nuestra conciencia sea idéntica a la suya. Desde su punto de vista, no se podría esperar otra cosa. Pues si él admitiese que existe una diferencia verdadera entre su conciencia y la nuestra, entonces hubiera admitido una ruptura en la condición normal de las cosas. Nosotros, al contrario, no exigimos que nuestra conciencia se encuentre igualmente en él. Es cierto, Calvino mantiene que en el corazón de cada persona se encuentra una «semilla religiosa» escondida (semen religionis), y que el «sentido de Dios» (sensus divinitatis), en momentos de estrés mental intenso, hace temblar el alma; pero igualmente enseña que la conciencia humana en un creyente y en un incrédulo no pueden ponerse de acuerdo, sino que el desacuerdo es inevitable. Aquel que no ha nacido de nuevo no puede tener un conocimiento substancial del pecado, y el inconverso no puede tener la certeza de la fe; el que no tiene el testimonio del Espíritu Santo no puede creer en las Sagradas Escrituras, y todo esto en acuerdo con el dicho de Cristo mismo: «A menos que un hombre nazca de nuevo, no puede ver el reino de Dios», y también en acuerdo con el dicho del apóstol: «El hombre natural no recibe las cosas del Espíritu de Dios». Calvino, sin embargo, no excusa por eso a los incrédulos. El día llegará cuando serán convencidos en su propia conciencia. Pero en cuanto a la condición presente de las cosas, por supuesto, tenemos que admitir dos tipos de conciencia humana: la del regenerado y la del no regenerado; y estas dos no pueden ser idénticas. En la una se encuentra lo que falta en la otra. Una es inconsciente de una ruptura y se adhiere a lo normal; la otra tiene la experiencia de una ruptura y de un cambio, y por tanto tiene en su conciencia el conocimiento de lo anormal. Si es cierto, entonces, que la conciencia de una persona es su primum verum, y que es entonces el punto de partida también para cada científico, entonces la conclusión lógica es que es imposible que los dos estén de acuerdo, y que cada intento de ponerlos de acuerdo tiene que fracasar. Ambos, como hombres honestos, se sentirán obligados a levantar un edificio científico para el cosmos entero, de una manera que esté en armonía con los datos fundamentales que les da su propia conciencia.

Uds. se dan cuenta de cuan radical y fundamental es esta solución calvinista del problema que nos confunde. La ciencia no se subestima ni se pone de un lado, al contrario, se postula la ciencia para el cosmos entero y para todas sus partes. Se exige que vuestra ciencia tiene que formar una unidad completa. Y la diferencia entre la ciencia de los normalistas y de los anormalistas no se basa en ninguna diferencia en los resultados de investigación, sino en la diferencia innegable entre sus conciencias. La ciencia libre es la fortaleza que defendemos contra el ataque de su gemela tiránica. El normalista intenta tiranizarnos incluso en nuestra propia conciencia. Él nos dice que nuestra conciencia tiene que ser uniforme con la suya, y que todo lo demás que encontramos en nuestra conciencia tiene que ser condenado como un engaño de nosotros mismos. En otras palabras, el normalista quiere arrebatarnos esta misma cosa que en nuestra conciencia es el don supremo y más sagrado, por el cual un río continuo de gratitud sube de nuestros corazones hacia Dios. Lo que para nosotros es más precioso y cierto que nuestra vida, él lo llama una mentira en nuestras propias almas. Nuestra conciencia de fe, y la indignación de nuestro corazón, se levantan contra todo esto. Nos contentamos con el destino de ser marginados y oprimidos en el mundo, pero no permitimos que alguien nos someta a su dictadura en el santuario de nuestro corazón. No atacamos la libertad del normalista de construir una ciencia desde las premisas de su propia conciencia; pero es nuestro derecho y nuestra libertad de hacer lo mismo, y esto lo defendemos, si es necesario, a cualquier precio.

Los papeles están intercambiados ahora. Hace no mucho tiempo, se consideraban las posiciones principales del anormalismo como axiomas para todas las ciencias en casi todas las universidades, y los pocos normalistas que se opusieron a este principio tenían dificultades de encontrar una cátedra. Primero eran perseguidos, después prohibidos por la ley, después a lo máximo tolerados. Pero, en el presente, son los dueños de la situación, controlan toda la influencia, llenan noventa por ciento de todas las cátedras universitarias; y el resultado es que el anormalista que ha sido expulsado de la casa oficial, está ahora obligado a buscar un lugar donde poner su cabeza. Anteriormente, nosotros les señalamos la puerta; pero ahora, este ataque contra su libertad es vengado por el juicio justo de Dios, con que ellos nos echan a la calle. Ahora es la gran pregunta, si la valentía, la perseverancia, la energía, que les permitieron ganar su causa, se encontrarán ahora igualmente o aún más en los eruditos cristianos. ¡Que Dios lo conceda! Usted no puede ni pensar en privar a aquel cuya conciencia difiere de usted, de la libertad del pensamiento, de la palabra y de la prensa. Es inevitable que ellos, desde su punto de vista, tiren abajo todo lo que es sagrado en la estimación de usted. Pero en lugar de aliviar nuestra conciencia científica en quejas y protestas, o en sentimientos místicos, o en trabajos que no requieren una confesión de fe; en lugar de ello, cada erudito cristiano debe tomar la energía de nuestros antagonistas como un incentivo para regresar también a sus propios principios de pensamiento, para renovar toda investigación científica de acuerdo con estos principios, y para cargar y sobrecargar la prensa con sus estudios convincentes. Si quisiéramos consolarnos con la idea de que podríamos sin peligro dejar las ciencias seculares en las manos de nuestros opositores, si tan solamente logramos salvar la teología, entonces nuestra táctica sería la del avestruz. Limitarnos a salvar el aposento alto, cuando la casa entera está en llamas, es realmente necio. Calvino, hace mucho tiempo, lo sabía mejor, cuando exigió una filosofía cristiana. Por fin, cada facultad, y en estas facultades cada ciencia, es conectada con esta antítesis de principios. No debemos buscar nuestra seguridad en cerrar los ojos ante la condición presente de las cosas, como tantos cristianos se lo imaginan. Todo lo que los astrónomos, geólogos, físicos, químicos, zoólogos, bacteriólogos, historiadores o arqueólogos traen a la luz, debemos anotarlo, desconectarlo de las hipótesis que ellos escondieron detrás de ello y de las conclusiones que sacaron de ello; pero cada hecho y dato debemos anotar como un hecho, e incorporarlo tanto en nuestra ciencia como en la de ellos.

Para que esto sea posible, sin embargo, la vida universitaria tiene pasar por un cambio radical, igual que en los tiempos cuando el calvinismo empezó su carrera. Últimamente, los universitarios en todo el mundo asumen que la ciencia surgió de una sola conciencia humana homogénea, y que solo los conocimientos y la habilidad determinan si alguien merece una cátedra universitaria o no. Nadie piensa hoy como Guillermo el Silencioso, cuando fundó la Universidad de Leyden en contra de aquella de Louvain, pensando en dos líneas de universidades, opuestas una a la otra a raíz de una diferencia radical en sus principios. Desde entonces, el conflicto entre los normalistas y anormalistas estalló con toda fuerza, y se sintió nuevamente por ambos lados la necesidad de una división en la vida universitaria. Los primeros en pensar así eran (estoy hablando solamente de Europa) los mismos normalistas incrédulos, cuando fundaron la Universidad Libre de Bruselas. Anteriormente, en el mismo país de Bélgica, la universidad católico romana de Louvain fue fundada en oposición contra las universidades neutrales de Liege y Gent. En Suiza, una universidad surgió en Friburgo, como manifestación del principio católico romano. En Gran Bretaña, se sigue el mismo principio en Dublín. En Francia, las facultades católico romanas se oponen a las facultades estatales. Y también en Holanda, Ámsterdam vio el nacimiento de la Universidad Libre, para la cultivación de las ciencias sobre la base del principio calvinista.

Si ahora, según las exigencias del calvinismo, la iglesia y el estado retiran no sus donaciones, pero su autoridad, de la vida universitaria, para que la universidad eche raíz y florezca en su propio suelo, entonces la división que ya empezó se cumplirá por sí misma, y se verá que solamente una separación pacífica de los seguidores de principios antitéticos traerá progreso – un progreso honesto – y un entendimiento mutuo. La historia es nuestro testigo. Primero, los emperadores romanos intentaron realizar su idea equivocada de un único Estado, pero su monarquía universal tuvo que dividirse en una multitud de naciones independientes para desarrollar los poderes políticos de Europa. Después de la caída del Imperio Romano, Europa fue seducida por la idea de una sola iglesia mundial, hasta que la Reforma despejó esta ilusión, abriendo el camino para un desarrollo superior de la vida cristiana. En la idea de una sola ciencia, todavía se mantiene la vieja maldición de la uniformidad. Pero también de ello se puede profetizar que los días de su unidad artificial son contados, que se dividirá, y que en este dominio por lo menos el principio católico romano, el principio calvinista y el principio evolucionista harán surgir esferas distintas de la vida científica, que florecerán en una multiformidad de universidades. Necesitamos sistemas en la ciencia, coherencia en la instrucción, unidad en la educación. Realmente libre es solo aquello que se mantiene estrictamente atado a su propio principio, mientras se libera de todos los lazos no naturales. El resultado final será que la libertad de la ciencia triunfará al final; primero al garantizar a cada cosmovisión importante el poder para cosechar una cosecha científica basada en su propio principio; y segundo, al rehusar el nombre de científico a cualquier investigador que no se atreva a mostrar los colores de su propia bandera, y que no nos muestre en su escudo el principio por el cual vive y del cual deriva sus conclusiones.

Este documento fue expuesto en la Universidad de Princeton en el año 1898 por Abraham Kuyper (1837-1920) quien fue teólogo, Primer Ministro de Holanda, y fundador de la Universidad Libre de Ámsterdam.

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