La perspectiva de Agustín sobre la educación
La verdadera educación busca entender las Santas Escrituras. Entre las cosas más importantes en cualquier cultura está el entendimiento de los símbolos. Las palabras son señales de cosas (como apunta en su libro Con Respecto al Maestro), pero uno debe asegurarse que lee correctamente las palabras. Agustín escribió su obra Sobre la Enseñanza Cristiana (cuatro libros) para mostrar cómo puede uno leer la Escritura correctamente y como lo que se ha leído puede ser comunicado de la mejor manera, haciendo así de éste un manual de exégesis y también sobre el arte de predicar. La ciencia, en el libro recién mencionado, se refiere solamente al estudio y la proclamación de las Santas Escrituras. Sobre esa luz Agustín juzga las ciencias de su tiempo. ¿Contribuyen ellas al correcto entendimiento de la Palabra de Dios? Para esto debemos estudiar lenguaje y retórica, lenguaje figurado y lenguas extranjeras.
Agustín era más bien un crítico de la educación liberal de su día sobre la base de que no educaba, que no producía un conocimiento de la verdad, el cual se halla en Dios. Aunque tal educación anunciaba la admisión a la comunidad de la cultura, sin embargo multiplicaba el dolor y el trabajo duro a los hijos de Adán (Confesiones, I, 9, 14). Agustín censuraba la tendencia de estudiar temas muertos e ideas muertas, junto con la administración de la disciplina a la manera tradicional con la vara del maestro, con la que se sofocaba toda espontaneidad. Se quejaba de la irrealidad de los maestros de la antigüedad y deploraba las representaciones escénicas debido a su falsedad básica. Por otro lado, en los espectáculos de gladiadores la tragedia era lo suficientemente real, pero en lugar de la catarsis que se suponía que lograban, servían como un agente para calentar las pasiones del populacho.
Agustín coincidía con Cicerón en que la sabiduría era el fundamento de la excelencia retórica. Sin embargo, la sabiduría de la cultura pagana, evidenciada alrededor de él en las cortes legales y en el Senado, donde el orador era un símbolo del orgullo y la vanagloria del hombre no regenerado, estaba intoxicada con el vino del error. Por medio de tal formación el estudiante absorbía los ideales falsos de la civilización clásica, en la que se consideraba un crimen mayor asesinar la palabra “ser humano” que asesinar a un ser humano. Pero, al final, todo esto era una pérdida de preciosa energía, puesto que el movimiento separado de una meta inteligible y digna es vanidad. El conocimiento que se suponía produciría libertad de las cadenas de la sensación y de la concupiscencia de la carne era vanidad; “la educación secular era peor que inútil; en sí misma era como agua salada, que lejos de mitigar, agrava la sed”, como apunta Cochrane. En su propio caso, dice Agustín, su educación le había enseñado a decir mentiras en las que era aplaudido por aquellos que sabían que estaba mintiendo.
Agustín no tiene la intención de sugerir con este juicio adverso que su formación estaba totalmente desprovista de mérito, puesto que había adquirido hábitos de obediencia y aplicación con la ayuda de la vara del maestro. La ventaja en general fue intelectual, puesto que desarrolló en él una actitud de conciencia crítica hacia mucho del sin sentido pretencioso de su tiempo y particularmente contra las falacias de la superstición maniquea. Más que todo, le equipó con un “sólido fundamento lingüístico indispensable para un estudio inteligente de la verdad en donde ésta pudiera ser realmente encontrada”.
El conocimiento de las ciencias de la historia, la zoología y la astronomía, y de los campos de la industria, la agricultura, la navegación y la medicina, aunque incidental, es inútil, a menos, claro está, que uno tuviese su llamado en tales campos. La dialéctica y las matemáticas son materias útiles porque enseñan la conexión lógica de las proposiciones y las leyes incambiables de Dios, las que el hombre ha descubierto. Pero aquello que puede ser conocido y el conocedor se encuentran ambos sujetos a las leyes de Dios y su conexión provechosa es debida a la actividad creativa y providencial de Dios.
Con respecto a la filosofía, Agustín sostenía que hemos de desposeer a los paganos si estos han descubierto cualquier verdad, igual que los israelitas les quitaron a los egipcios el oro y la plata reivindicándolos para el servicio del tabernáculo. Lo que fue antes usado indignamente por los paganos debe ser reclamado para Cristo en la proclamación de la verdad. Con respecto a la aparente falta de forma cultural en la Biblia, Agustín afirma que aquellos que dicen que a la Biblia le falta estilo y belleza han errado en gran manera. Puesto que el mensaje es de importancia primordial, la forma ha de ser la sirviente del profeta y del apóstol. Puesto que las palabras no son fines en sí mismas, no encontramos una prolijidad excesiva. De allí que miremos a la cultura cristiana alejarse del estilo pesado e irrealista de los oradores paganos y dirigirse hacia la franqueza y simplicidad de expresión.
Agustín mismo buscó ejemplarizar esta simplicidad en sus sermones, y algunos de sus tratados más cortos dirigidos al hombre común. De esta manera se presentan los principios de nuestra batalla espiritual contra Satanás y las implicaciones del credo.
La ética de Agustin contra la pagana
Al considerar los tratados éticos de Agustín, se debería señalar el juicio de H. Bavinck de que ningún otro Padre de la Iglesia permanece tan cercano a la tradición Reformada. Pues Agustín sustituyó la cosmovisión estética de los griegos por la ética, lo cristiano por lo clásico. Por ejemplo, Agustín escribió dos tratados en su obra Mentiras (395, 420 D.C.) en los que discute sobre ocho tipos de mentiras, que son todas condenadas. No encontramos ningún relativismo aquí, mucho menos las falsedades estudiadas de la vida pagana. Una vez más, Agustín se opone a la desaprobación Platónica-Aristotélica del trabajo, la porción de los esclavos, indigno de los hombres libres. De la Obra de los Monjes es su tratado especial dirigido contra los excesos del movimiento monástico, señalando la doctrina escritural del trabajo y su énfasis en las “formas inferiores” de la cultura, tales como la agricultura y la labor manual. Puesto que ningún hombre puede orar todo el tiempo, dice Agustín, los monjes deberían orar y trabajar (ora et labora); uno puede cantar y orar mientras trabaja. El seguir el mandato de Cristo: “No os afanéis por el mañana”, no invalida la prescripción paulina de que ningún hombre debiera comer a menos que trabaje. Incluso Pablo, el apóstol, aunque tenía el derecho de vivir del evangelio, trabajaba con sus manos. “El primer lazo natural de la sociedad humana es el del hombre y la mujer”, el que permanece intacto después que la procreación ha cesado. El matrimonio es un bien dado en la creación mediante el cual la incontinencia juvenil es puesta en buen uso en la procreación de hijos, “con el propósito de que del mal de la lujuria la unión matrimonial pueda llegar a producir algún bien”. El matrimonio es un medio hacia un fin, a saber, la propagación de los hijos, pero, si no es usada para este fin, la relación sexual se torna pecaminosa, aunque venial.
En el 419 Agustín vuelve a tratar el mismo tema porque los pelagianos habían dicho que su doctrina del pecado original condenaba el matrimonio. Su contestación es que “el matrimonio no es más denunciable por motivo del pecado original, el cual se deriva de él, de lo que es excusable el mal de la fornicación y el adulterio por motivo del bien natural que nace de ellos”. Agustín repite su alabanza del matrimonio como un bien natural dado por Dios para procrear la simiente para regeneración. Se opone a la doctrina Maniquea de que la procreación corrompe la pureza del alma, pero mantiene que el pecado original se transmite por la lujuria de la concupiscencia en el acto de la procreación. Para él el deseo sexual natural (hambre) es lujuria; por lo tanto satisfacerlo, excepto para propagar la raza, es pecado. Esto explica, sin duda, la alabanza de Agustín de la virginidad, el celibato, la viudez y la castidad (continencia) en el matrimonio. Pero si tal castidad se encontrara entre los paganos, no es verdaderamente una virtud, pues “todo lo que no proviene de fe, es pecado”. (Rom. 14:23). El pecado de incontinencia, en este caso, es simplemente vencido por otro pecado como el orgullo o el egoísmo, así que la aparente virtud se convierte en un vicio espléndido.
Sin embargo, la censura de la lujuria nunca debe ser interpretada como una condena del matrimonio, afirma Agustín. La concupiscencia vergonzosa vino con la caída; no obstante, el mandamiento divino de llenar la tierra era válido desde la caída hasta Cristo con el propósito de levantar la Simiente prometida y un pueblo para Dios. Desde la venida de Cristo, aunque el matrimonio todavía está allí para aquellos que no pueden contenerse, la procreación ya no es un mandamiento divino, puesto que la iglesia es universal y Dios tiene muchos hijos a través de la predicación del Evangelio. De allí que el matrimonio se convierte en un bien menor en comparación con el celibato, la viudez y la virginidad. La ética sexual de Agustín revela, en mi opinión, muchas influencias. Hay restos de Maniqueísmo con su depreciación del cuerpo y del matrimonio. No falta el misticismo del Neoplatonismo, según el cual el alma debe ser liberada de la contaminación del cuerpo. Además, puede haber aquí una reacción a la propia lucha de Agustín contra la carne. Por último esto refleja la lucha de la iglesia contra la perversión del sexo en la sociedad Romana como un todo. Sin embargo, creo que podemos decir con confianza que Agustín no sacrificó su principio de autoridad escritural con sus doctrinas de la creación, la caída y la redención. Podemos no estar de acuerdo con su interpretación de la Escritura sobre el fin único del sexo en el matrimonio o incluso de la conveniencia de optar por el estado de soltería por la causa del servicio de Cristo, pero su objetivo de reemplazar el ideal clásico con el ideal cristiano es muy evidente. El peregrinaje de Agustín podría mostrar demasiado desprecio por el mundo y puede ser demasiado ascético en su práctica; pero, cuando consideramos a este peregrino en comparación con el griego mundano, “quién buscaba la religión en la adoración de Venus, o Baco, y que se adulaba a sí mismo en la adoración al héroe, que degradaba su honor como hombre en la veneración a las prostitutas, y que por último se hundía más bajo que las bestias en la pederastia”, agradecemos a Dios por el poder del Evangelio que cambió al mismo Agustín y que inició la cultura medieval.
Dado todo lo anterior debería quedar claro que Agustín no simpatizaba con las afirmaciones anti-culturales de cristianos exclusivistas quienes abogaban por una retirada completa del mundo, como hicieron los Donatistas. Tampoco podría secundar el extravagante lenguaje de Tertuliano: “¿Qué tiene que ver Atenas con Jerusalén? ¿Qué concordia hay entre la Academia y la Iglesia? ¡No queremos ninguna disputa curiosa después de poseer a Cristo Jesús, ni inquisición después de disfrutar del Evangelio!” Sin embargo, no deberíamos, por ese motivo, colocar a Agustín en la clase de optimistas culturales, quienes buscan acomodar su fe a las demandas de las prevalecientes normas e ideales culturales. Más bien él buscó transformar la cultura contemporánea de pagana a cristiana, de un empeño humano que niega a Dios a uno que le glorifica.
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Extracto del libro El Concepto calvinista de la Cultura, por Henry R. Van Til (1906-1961)