Una de las metas al escribir sobre estas cosas es delinear la posición del cristiano como criatura cultural en relación con el mundo. Esto es importante, pues la actitud de uno hacia el mundo refleja la relación de uno con Cristo, para y por quien fueron creadas todas las cosas (Juan 1:2; Apoc. 4:11; Col. 1:16), por quien son todas sustentadas (Heb. 1:3), y por medio de quien son reconciliadas con el Padre (Col. 1:20). Pues Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo mismo (II Cor. 5:19) dice Pablo, y los Samaritanos le reconocieron como el Salvador del mundo (Juan 4:42). Por tanto el hombre como criatura de Dios y conquistador del mundo permanece por siempre entre estos dos polos: Dios y el universo, Cristo y el mundo. Por un lado, la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad de los hombres (Rom. 1:18) y todo el mundo está bajo el juicio de Dios (Rom. 3:19); pero, por otro lado, los santos tienen la promesa de que juzgarán al mundo (I Cor. 6:2). Esto indica algo de la ambigüedad de la situación, indicando los variados usos del término “mundo” en la Escritura.
Los cristianos han sugerido varias soluciones al problema creado por esta ambigüedad. Algunos poseen la mente peregrina, pura y simple; ellos miran al mundo como un mal que ha de ser soportado, pero están viajando hacia su hogar celestial y no pueden quedarse excepto una sola noche. No están para nada interesados en la cultura; comen su pan con dolor y llaman a los hombres al arrepentimiento. Otros sostienen que la lujuria de la vida es básicamente sana; trabajan con el sudor de su frente, por cierto, pero disfrutan de las cosas del tiempo y de los sentidos en tanto que estas no estén prohibidas por la Palabra. Estos creen que el hombre tiene, sobre la base de la gracia común, mucho en común con el no-creyente, incluyendo no solo el sol y la lluvia sino también los productos culturales y las bendiciones de la civilización. Estos disfrutan de la hospitalidad de la tierra y la belleza del mundo como la obra de las manos de Dios, pero también los logros de la cultura y de la sociedad de los hombres. Otros toman básicamente la aproximación del guerrero y buscan ganar el mundo para Cristo y vencer al mundo a través de la fe. Para uno el humor predominante es de pena y trabajo duro en este valle de lágrimas; para otro es uno de gozo y expectación entusiasta; y para un tercero es uno de absoluta determinación. Por un lado, se tiene lástima del mundo y se le esquiva; por el otro, es disfrutado y compartido; y en el tercer caso este se vuelve un lugar de conflicto y esfuerzo. El mundo puede ser evitado, aceptado o atacado. Los hombres se consideran a sí mismos mártires, apreciadores o testigos, y obreros. Y el hecho realmente notorio acerca de todo esto es que en cada caso se ofrece la Escritura como prueba. Por un lado, se señala que este mundo está en manos del maligno (I Juan 5:19); por el otro lado, que Dios ama al mundo y no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo fuese salvo por Él (Juan 3:16, 17). Pero, aunque Dios ama al mundo, se les prohíbe a los creyentes amarlo (I Juan 2:15), y el que es un amigo del mundo es un enemigo de Dios (Santiago 4:14). Cristo es por quien el mundo existe (Heb. 1:3) pero afirma que no ora por el mundo (Juan 17:9). El mundo es el campo receptivo para la siembra de la palabra, pero odia al Sembrador, Cristo (Mat. 13:38; Juan 7:7) porque testifica que sus obras sus malas.
Sin embargo, sería un error atroz concluir en que la Biblia nos presenta una teología contradictoria con respecto al mundo, favoreciendo un punto primero y luego desmintiéndolo acto seguido. Debe entenderse claramente que el mundo es proyectado bajo diferentes aspectos. Hay una gran diferencia si uno piensa del mundo como creado y sobre el cual se hizo un pronunciamiento como bueno en el amanecer de la historia, o si el mundo yace bajo el juicio por causa del pecado. ¿Es el mundo el producto del principal Arquitecto y Constructor, Dios, declarando la gloria de su hacer, o es el patio de recreo de los demonios, la provincia de Satanás y el vestíbulo del infierno? ¿Debe pensar uno con respecto al mundo como un libro grande y maravilloso en el cual todas las criaturas, grandes y pequeñas, aparecen como letras revelando las cosas invisibles de Dios, o es la hoja de garabatos del Diablo cuyo propósito es hacer caricaturas?
Para mantener un equilibrio apropiado y también una apreciación solidaria con las perspectivas de otros, debemos recordar que el término “mundo” tiene varias connotaciones en la Escritura. Es aquí, si es que en alguna parte, donde aparece el equilibrio del calvinismo. El calvinista, como se ha afirmado previamente, es quisquilloso para tomar la totalidad de la verdad, en seguir la Palabra hacia dondequiera que ésta conduzca.
La Biblia nunca presenta el estrecho dilema de lo uno o lo otro con respecto al mundo, sino que requiere tanto esto como aquello. Un cristiano es al mismo tiempo un peregrino y extranjero, y un obrero y guerrero que aprecia los maravillosos dones de Dios y los usa para la gloria de Dios. Un seguidor de Cristo será movido con compasión por el mundo, pero también se apartará con disgusto; amará y odiará, se dedicará y eludirá, se consagrará y abominará según los requerimientos de la situación. Por lo tanto, es imperativo que la enseñanza bíblica con respecto al “mundo” sea examinada algo más en detalle, con el propósito de llegar a una claridad de concepción en la materia.
Entonces, en primer lugar, el mundo es presentado en la Escritura como un ornamento, moldeado por el Artista divino en el acto de la creación para su propio deleite (Col. 1:17; Apoc. 4:11; Sal. 19:8; Job 38-41; etc.). Como tal, el mundo es un cosmos, una pieza sinfónica de arte, un resplandor armonioso del divino Creador, exactamente lo opuesto del caos y la discordia. En relación con el tiempo se designa al mundo como aeon, porque no es solamente una obra de arte, sino también historia; tiene tanto una dimensión vertical como una horizontal. Dios hizo este mundo para sí mismo (Prov. 16:4; Apoc. 4:11) y es un espejo de sus perfecciones, no solo en el acto creativo sino también en su existencia continua. Dios ama este mundo, toda su realidad oculta e invisible, la totalidad del universo estelar es su posesión (Juan 3:16; Sal. 50:12; Sal. 103:22). Pero a través del pecado este mundo perdió su armonía de manera que gime y se queja con dolor (Rom. 8:22), esperando su redención junto con los hijos de Dios (vss. 19-22). Pero Dios amó de tal manera al mundo que envió a su Hijo (Juan 3:16) para reconciliar todas las cosas con el Padre (Col. 1:20) de manera que Cristo se convirtió en la propiciación por el pecado de todo el mundo (I Juan 2:2). Esta doctrina de ninguna manera niega o pone en peligro la enseñanza calvinista de la expiación limitada y la elección soberana. Si uno no tiene entendimiento para este sentido original del término “mundo” y lo interpreta como refiriéndose al mundo de los hombres, lógicamente llega al universalismo, la enseñanza de que todos los hombres son salvos. El argumento de los arminianos de que Cristo murió por todos, pero que solamente aquellos que eligen a Dios son salvos, insulta el carácter soberano de Dios y niega su poder para ejecutar lo que Él ha querido hacer. Debemos ver el mundo como la Creación original de Dios que no será destruida sino que es reconciliada y salvada, como lo sostiene la Biblia (II Cor. 5:19; I Cor. 7:13), aun cuando su forma pase, porque habrá un nuevo cielo y una nueva tierra en los cuales la justicia morará para siempre. Este mundo es el punto de interés del Hijo de Dios, dado que tiene su unidad y coherencia en él (Col. 1:17). Él es el Logos de la creación (Juan 1:2) y la Sabiduría de Dios que llega a expresarse en el hermoso libro de la naturaleza (Prov. 8; Job 28:28). Este mundo, que Dios ama y Cristo salva, no es malo, sino que sufre, sin embargo, los efectos del pecado, debido a su cercana conexión con el hombre, a quien Dios constituyó rey de la creación en el principio. Pero Cristo, quien es un Redentor cósmico, ha venido para librarlo de la esclavitud y corrupción del pecado junto con los hijos de Dios, lo cual es llamado la restauración de todas las cosas (Hch. 3:21). Hasta aquel tiempo las canciones del Sabbath de la creación se hallan sub voce, pues los pecadores aún estropean la tierra. Sin embargo, el profeta-poeta del Antiguo Testamento (todo lo contrario del miope predicador de avivamiento metido en su concepción dualista de espíritu versus materia, que busca meramente salvar almas para poblar el cielo), eleva un Aleluya frente a la expectativa de ver la tierra limpia de pecadores (Sal. 104:35) para quienes no hay lugar en la ciudad de Dios (Apoc. 22:14, 15).
¿Cuál será la actitud del cristiano hacia este “mundo”, que es la creación del Padre? Sería bastante impropio aplicar las palabras de advertencia del Apóstol Juan, “No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo” (I Juan 2:15). El mundo, que Dios ama y Cristo salva, es en realidad el objeto adecuado de amor en tanto que no tome el lugar de Dios y se convierta en un ídolo. Esto es incluso cierto de los miembros de la familia de uno – no podemos amar a padre o madre más que a Cristo, pero sin embargo, hay un apropiado nivel de amor para los hombres y para las obras de Dios. No debemos ni despreciar ni deificar la creación, sino que debemos usarla en el servicio a Dios como uno de sus buenos dones (I Cor. 7:22, 21). Cristo, quien es nuestra Cabeza, ha colocado todas las cosas a nuestra disposición, y Él gobierna sobre todo para la causa de su cuerpo, la Iglesia. Por lo tanto, Calvino, aunque enfatizó el aspecto del peregrinaje de nuestras vidas, siempre colocó un gran énfasis sobre el llamado a usar los buenos dones de Dios con gratitud, evitando tanto la abstinencia como la licencia (Institución, III, 19). El mundo material no es malo sino que es el taller en donde el creyente ejecuta el mandato cultural con todos los hombres. Toda criatura de Dios es buena y es santificada por la Palabra y la oración (I Tim. 4:4, 5). Este aprecio por la creación de Dios también debe incluir al cuerpo, porque es templo del Espíritu Santo (I Cor. 6:19), y la ordenanza del matrimonio, establecida en la creación, no ha de ser despreciada (I Tim. 4:3). Toda forma de negación ascética de la naturaleza como mala en sí misma es una perversión de la verdad de que Dios es Creador del cielo y de la tierra y que Cristo es Señor sobre todo. La creación y la re-creación por medio del Espíritu nunca pueden ser separadas, o presentárselas en oposición, como los aspectos inferior y superior de la realidad. El cristiano solo es un hombre, pero se convierte en una nueva criatura en Cristo a pesar de seguir permaneciendo en el mundo. También continúa sujeto a las ordenanzas de la Creación como miembro de una familia, el Estado y la sociedad. Como tal está sujeto a las leyes civiles, prescripciones sociales y a la tradición. Pero todas estas relaciones naturales en el mundo son ahora santificadas por medio de Cristo, de manera que se casa en el Señor, procrea hijos bajo el Pacto, y trabaja con todas sus fuerzas como para el Señor. El nuevo hombre en Cristo busca obedecer el mandamiento del Apóstol de usar el mundo pero de no abusar de él (I Cor. 7:31), porque la forma de este mundo pasa. Esto se aplica a todos los objetos de la naturaleza y todo lo que Dios ha hecho para el dominio cultural del hombre. El cristiano ha sido hecho libre por medio de Cristo para amar la Ley de su Dios y es dirigido por el Espíritu de Dios hacia una obediencia gozosa. Rechaza la filosofía sombría de aquellos que exclaman, “no manejes, ni gustes, ni aún toques”, quienes están sujetos a ordenanzas acordes con los mandamientos de hombres (Col. 2:20-23). Sin embargo, es igualmente firme contra todos aquellos que confunden la libertad con la licencia y siguen el lema epicúreo, “Comamos y bebamos que mañana moriremos” (I Cor. 15:32). Todo esto señala al hecho importante de que no somos solamente poseedores, sino solo administradores de esta tierra y de sus riquezas, ¡pues de Jehová es la tierra y su plenitud! Por tanto, la totalidad de la actividad del hombre bajo el sol, no es para sí mismo, sino para el Señor: trabajo y juego, comer y beber, comprar y vender, procrear hijos y entregarlos en matrimonio, edificar casas y vivir en ellas.
Para concluir, el mundo de Dios, el universo creado, es un objeto de amor y de gozo. Este es el lugar donde Dios quiere al hombre como su criatura cultural, y el hombre no tiene derecho de evadir el mundo o de odiarlo, porque de ese modo negaría su llamado y sería un rebelde. Dios ha colocado aquí a su criatura para ser su colaborador en cumplir la Ley de la creación y los propósitos creativos del Maestro Artista.
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Extracto del libro El Concepto calvinista de la Cultura, por Henry R. Van Til (1906-1961)