Como criatura y portador de la imagen de Dios, el hombre es llamado a llenar la tierra, a sojuzgarla y tener dominio sobre ella; como nueva criatura en Cristo, el cristiano es llamado a hacer discípulos en todas las naciones, enseñándoles a guardar todas las cosas que Cristo ha mandado.

​Aunque el hombre es una unidad y sus facultades y funciones no pueden estar divididas, sino solamente abstraídas para el entendimiento científico, es especialmente en el ámbito del poder donde la cultura del hombre llega a expresarse. El hombre, por el desarrollo de su propio poder físico, mental y artístico, su creatividad y la aplicación de ese poder al universo, produce la cultura. Y aquí yace la verdadera motivación para el trabajo. El trabajo no es meramente una necesidad para que el hombre pueda comer y vivir, una especie de mal necesario al cual todos están sujetos por parte de un destino impersonal, sino que este es el gozoso llamado del hombre, la criatura cultural, mediante el cual expresa su entendimiento de la realidad como profeta, por el cual se da a sí mismo en sacrificio vivo para cumplir el fin de su creación como sacerdote, y mediante el cual ejerce poder y dominio en el Nombre de su gran Maestro de Obras, de quien es y a quien sirve. Entonces, el trabajo no es un resultado del pecado y un estorbo para el gozo del hombre, sino que es la sustancia de su servicio a Dios, el cual es el fin principal del hombre. Y el fenómeno moderno del hombre-masa alejándose del trabajo excepto como una cruel necesidad y el del trabajo tedioso y monótono es el resultado del espíritu secularizador, el cual niega la demanda de Dios por el amor y servicio del hombre y establece al hombre como la parte más central e importante del universo. Así pues, la decadencia de la religión equivale a la decadencia cultural. A pesar de los instrumentos de guerra y de música que los hijos de Lamec inventaron, lo que se constituye en cultura material, la familia humana estaba degenerándose – vease la bigamia de Lamec – mientras el fratricidio era glorificado y la violencia y la crueldad caracterizaban a la cultura de su día, por lo cual el primer mundo fue destruido por el Diluvio.

La verdadera cultura a la cual Dios llama a la raza humana, a lo largo de sus interdictos a Adán y Noé (cf. Gén. 9:1ss.), es constructiva, no destructiva; produce madurez y edifica, pero no corrompe ni desmoraliza. Nuestra falsa cultura de hoy es poderosa con máquinas, pero produce esclavos económicos en lugar de gozosos hijos de Dios. En realidad, hemos obtenido éxito, en gran medida, en la conquista de la naturaleza, pero ahora el hombre es un simple diente en la máquina que ha creado. Y “la gran ilusión de nuestros días es que la nacionalización o la socialización de la industria eliminará el impersonalismo y la explotación”, nos recuerda Brunner. En tanto que se carezca del sentido de llamado y de obligación para con Dios, el gozo del trabajo no será vuelto a traer por ninguna sociedad colectivista; todo lo que puede lograr es una esclavitud industrial más efectiva, como Orwell tan dramáticamente lo describe en su obra 1984.

Exactamente como la introducción del cristianismo por parte de Pablo en Roma, que estaba sufriendo de una cultura decadente y estéril, produjo una revolución en la cultura; e igual que la Reforma Protestante, después de que la esterilidad de la sociedad feudal había traído al hombre común a un estado de servilismo y degradación cultural, revolucionó y revitalizó la cultura en Occidente, así ahora el mundo Occidental se halla en un punto muerto y con necesidad de nueva vida. “Una verdadera solución puede venir solamente por medio de un regreso a aquella concepción del trabajo que solo el evangelio puede dar – la concepción de que el trabajo, cualquiera que este sea, es el servicio a Dios y a la comunidad, y por lo tanto, la expresión de la dignidad del hombre”, afirma Brunner. Esta dignidad no es inherente en el hombre como una cualidad de su ser, sino que procede de su relación con su Hacedor, siendo el hombre, al presente, el representante y agente suyo. Y en el sentido de llamado, el hombre se hace consciente de esta dignidad otorgada por el Creador. Él percibe el gozo de corresponder a su propósito como obrero de Dios, imitando al Creador quien se regocijó en su habilidad artística, porque el gran Arquitecto y Artista ha hecho todas las cosas buenas y bellas en su tiempo (Ecl. 3:11).

Por vocación divina el calvinista quiere decir que el trabajo y la cultura no son un puede ser, sino un debe ser. El cristiano no se involucra en la cultura porque haya todavía mucho bien en este mundo a pesar del pecado, o porque tenga tanto en común con el mundo que yace en oscuridad, sino que es una cuestión de obediencia cristiana, o de llamado. Como tal el creyente no se ve a sí mismo principalmente como “uno que disfruta o aprecia” el bien y la belleza, sino como el agricultor – explotador de la buena tierra para Dios. Para algunos parece inevitable, como redimidos por el Señor, el centrar sus mentes de manera tan exclusiva sobre la cruz de Cristo que olvidan su llamado cultural. Ciertamente este no fue el enfoque de los santos del Antiguo Testamento o de los escritores del Nuevo Testamento – observe la exhortación de Pablo a los esclavos a permanecer contentos en su llamado y a su énfasis continuo sobre la necesidad de que cada uno cumpla con su llamado como para el Señor. Juan el Bautista, quien aún se encontraba en la antigua dispensación, amonestó a las tropas mercenarias a estar contentos con sus salarios, a no buscar liberarse de su llamado particular después de que fuesen convertidos (Luc. 3:14). Tampoco Pedro le aconsejó a Simón el curtidor, o a Cornelio el centurión, a dejar sus respectivas vocaciones y a convertirse en obreros de tiempo completo en el reino. La conversión no absuelve a una esposa de sus obligaciones y responsabilidades diarias como esposa y madre.

Pablo anima a todos a trabajar con sus manos y a vivir sobriamente en sus variadas vocaciones (I Tes. 4:11, 12; II Tes. 3:10-12), cada uno trabajando con tranquilidad, comiendo su propio pan. Por lo tanto el calvinista no se convierte en  unilateral, tanto en el aspecto Cristológico como soteriológico, en su interpretación del llamado cristiano del hombre, sino que continua haciendo de las doctrinas de la creación y la providencia parte de su capital de trabajo. No cree, como algunos otros cristianos parecen creer, que Dios ahora excusa a los creyentes de su llamado cultural debido a la urgencia del mandato misionero, el cual llama a la Iglesia a hacer discípulos en todas las naciones.

La relación del llamado cultural, el cual llega a todos los hombres en virtud de la creación, del cual el cristiano no está exento, con el mandato misionero que le llega a la Iglesia del Nuevo Testamento, es un problema serio y agudo para aquellos que buscan conocer la voluntad de Dios. Como criatura y portador de la imagen de Dios, el hombre es llamado a llenar la tierra, a sojuzgarla y tener dominio sobre ella; como nueva criatura en Cristo, el cristiano es llamado a hacer discípulos a todas las naciones, enseñándoles a guardar todas las cosas que Cristo ha mandado. La solución, como la ve este autor, ha de encontrarse en dos factores que aparecen entremezclados con los hechos. Uno es que Jesús no llamó a todos los hombres como individuos a la tarea especial de ser pescadores de hombres, el argumento moderno de que todo cristiano debe ser un misionero, sino todo lo contrario. Cristo llamó a los doce a ser pescadores de hombres y les hizo apóstoles (Juan 1:37-51; Mat. 4:18-22; 10:1-16); también llamó a setenta para ir antes que Él a todo lugar adonde Él mismo llegaría (Luc. 10:1). En relación con esto último le dijo a uno de aquellos que Él reclutaría para esta tarea que dejara que los muertos enterraran a sus muertos, “y tú ve, y anuncia el reino de Dios” (Luc. 9:60). En otras palabras, este hombre tenía que abandonar su llamado terrenal y renunciar a todo por causa de la predicación del reino, para publicar en otras tierras el mensaje del evangelio. Pero este no era el requerimiento universal del discipulado. Y aunque se presume que todos los apóstoles fueron capacitados y separados para misiones especiales de predicación, la primera Iglesia Gentil no procuró enviar hacia fuera a todos sus convertidos para enseñar a las naciones, pero, según el mandato del Espíritu separaron a Pablo y a Bernabé (más tarde este equipo se dividió en dos y en consecuencia se enviaron dos equipos) de entre sus propios maestros y profetas locales (no todos eran maestros y profetas) a la obra a la cual el Espíritu les había llamado (Hch. 13:1-3).

Tampoco el mismo Cristo, ni ninguno de sus apóstoles, dieron a entender que todo creyente tenía que ser un misionero. El término “misionero” en el Nuevo Testamento tiene la connotación especial de uno que es enviado por la Iglesia para buscar a aquellos que se hallan fuera. Sin embargo, el amor de Cristo también constriñe a todo cristiano a dar testimonio oral a los pecadores perdidos y a llamarles al arrepentimiento. Por lo tanto, el mandato misionero es cumplido por aquellos que tienen un llamado cultural.

En segundo lugar, hay una diferencia entre los dos mandatos en cuanto al carácter de sus destinatarios. El mandato cultural es dirigido a todos los hombres a través de Adán como cabeza representativa, y después del Diluvio a Noé, mientras que el mandato misionero es dirigido a la Iglesia de Jesucristo como organismo, dirigido por medio de sus agentes portadores del oficio quienes se hallaban presentes en el momento de la ascensión. Está claro que este era el entendimiento llano de los discípulos a partir del hecho de que siempre asignaron a ciertos maestros y profetas y apóstoles para la tarea de la evangelización, pero nunca pensaron sobre esto como la tarea de todos en la Iglesia. Y no todos fueron calificados por el Espíritu como lo fueron Esteban, Pablo, Bernabé, Silas, ni fueron todos ellos acreditados como lo fue Timoteo por la imposición de las manos del presbiterio. Un paralelo a esta interpretación de lo cual a algunos les parece una paradoja – a saber, el llamado a la cultura y el llamado a predicar el Evangelio, se halla en la prohibición contra el asesinato y el mandamiento del Señor de ejecutar su ira sobre los malhechores hasta el punto de la pena capital. La solución es simple. Dios le prohíbe al hombre como individuo a tomar la vida de su semejante; el sexto mandamiento lo mismo que el mandamiento que prohíbe el derramamiento de sangre dirigido a Noé y sus hijos, y la exhortación de Pablo a los cristianos de no vengarse ellos mismos, son todos dirigidos al hombre como individuo. Todos los hombres son responsables ante Dios por la vida de sus semejantes. Pero además Dios ha establecido gobiernos a causa de la depravación de la humanidad, “con el fin de que lo disoluto de los hombres pueda ser restringido”. Y a la humanidad como entidad social, como concebida genéricamente, Dios le dijo que cualquiera que derramara sangre de hombre por el hombre su sangre será derramada (Gén. 9:6). Además, el asesino y el malhechor deben ser ejecutados según la ley de Moisés; y por medio de Pablo Dios nos asegura que los gobiernos no llevan la espada en vano sino que es un instrumento de Dios para ejecutar ira sobre el malhechor (Rom. 13:1-7). Por lo tanto, los dos interdictos divinos no son contradictorios, sino que uno es dirigido al hombre como individuo en la sociedad mientras que el otro es dirigido a la sociedad como un todo. De igual manera los dos mandatos, el cultural y el misionero, no están en contradicción el uno con el otro, como si el cristiano estuviese desobedeciendo uno mientras obedece el otro. El calvinista cree que los creyentes deben cumplir ambos mandatos. Sin embargo, uno llega a él de Dios como Creador del cielo y de la tierra simplemente en virtud de su condición como criatura a la cual es restaurado por medio de Cristo. De esta manera él puede funcionar como portador de la imagen de Dios en la sociedad para cumplir el mandato cultural para la gloria de Dios. El otro mandato es dirigido a la Iglesia como cuerpo de Cristo y llega al creyente en virtud de su nueva creación en Cristo. Pero la Iglesia ejecuta este mandato, como lo hizo Antioquia de Pisidia en los días de Pablo, escogiendo y enviando a quien se cree estaba acreditado y calificado por el Espíritu. Pero todo cristiano en su búsqueda cultural como miembro de la Iglesia de Jesucristo está respaldando aquella obra especial de la Iglesia con sus oraciones, con sus ofrendas, con todo su ser puesto que ofrece su cuerpo como un sacrificio vivo para Dios. En pocas palabras, él es un hombre consagrado.

Trabaja con todas sus fuerzas como para el Señor, en un sentido doble. En sus labores culturales busca cumplir la voluntad de Dios al funcionar en el ámbito del poder, controlando a la naturaleza y a los hombres por la causa de Dios, en humilde obediencia al mandato divino. Pero además, todo el producto de su cerebro y de su fuerza muscular está dedicado a la venida del Reino de Cristo; no llama suya propia a ninguna cosa, pero tiene todos sus bienes en común en lo que a las necesidades del reino concierne. Se considera a sí mismo solamente un mayordomo de lo que Dios le ha dado y dirige sus asuntos de la forma más clara y eficiente dado que está administrando una parte de los bienes del Padre celestial a quien pertenecen todas las cosas, de quien es y a quien sirve. Por lo tanto, la doctrina calvinista de la vocación saca a los hombres del peso y de la servidumbre de la necesidad económica y los transforma en un reino de sacerdotes para Dios. Esta es la libertad cristiana de la cual habló Calvino de manera tan incisiva e inimitable.

Extracto del libro El Concepto calvinista de la Cultura, por Henry R. Van Til (1906-1961)

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